Rodriguez
Casi adivinandonos, el atardecer aterrizando en el campo en medio de un verano tieso y caliente, no caliente desde lo obvio -una temperatura asfixiante-, caliente desde lo que estaba por explotar en nostros, un monstruo sigiloso y torpe aunque emotivamente poderoso y pidiendo a gritos presencia y atención. Creo que si las hormonas tuvieran bordes metalicas ese domingo hubiera sido un festival industrial repleto de chispas.
Nadie me creé, pero se escuchaba mi interior - y el de ella - ahí en la pileta de general Rodriguez, la quinta de Estela, en esa tarde asi mojados en esa agua deliciosa donde flotaban pastos verdes recién cortados. Se escuchaba mi cuerpo decir que necesitaba del otro cuerpo, de esa obra maestra y misteriosa que ella paseaba como si tal cosa, inocente de su poder, yendo y viniento de una punta a la otra de la pileta. Solos los dos. Juntos el resto adentro escuchando el nuevo disco que alguien trajo: Clicks Modernos. Para qué llevarnos, los jóvenes estaban invitados, nosotros no. Nosotros dos aún no éramos jóvenes, no entendíamos de placeres a alto volumen, de cigarrillos a escondidas, de discos nuevos y modernos. Igual ni queríamos, nos queríamos ahí el uno al otro, complementandonos. Nos queríamos juntos, empujándonos, insultándonos, ridiculizándonos el uno al otro. El uno al otro. Queriéndonos de la unica manera que habíamos aprendido.
El galpón, el quincho, la casita del motobombeador, el rancho de los caseros, la hilera de pinos, las ligustrinas jaspeadas de pelotitas rojas y amarillas, la verde cancha de futbol vacía, el olor del pasto cortado, el sonido de la noche que inexorable nos obligaba a salir, a que alguna madre apareciea con toallas y bueno, a salir; a casa chicos; vamos a comer algo, vamos, vamos (y el último vamos sonando distinto, como complice).
Desde la pileta se veía todo, hasta a Hernán -más chico, irreconociblemente Hernán- llorando por la linea de sangre dibujada en sus rodillas y el alambre roto y volteado. Desde la pileta se veía todo, a ellos adentro bailando a través de los ventanales, a los padres calentando el asado del mediodía, a los chicos corriendo alrededor de todo. Veía todo, todo menos el cuerpo de ella, el que ahora adivinaba que terminó siendo peor, mucho más fuerte que observar. Experimenté en ese instante el nacimiento de otra imaginación, la perspectiva de la imaginación. Años después me daría cuenta que esa imaginación nueva se convertiría en el arma favorita del monstruo que acababa de ver la luz -la luz del día desvaneciendose en un atardecer que nunca más olvidaría-. confuso y poderoso la rozaba y ella, risueña y angel, sin saberlo me obligaba a hacer algo que no sabía qué era.
Entonces le demostré que excelente nadador era, cuan alto podía saltar desde el borde, lo bien que salpicaba mi bomba humana, mi asombrosa mortal, mi capacidad de buceo y ella reía. Reía. Brotaba mi confianza: hice chistes soberbios, me peiné como mis mejores peinados, le mostré mis músculos gigantes de chico de 12 años, y hasta le encontré dos hebillas rosas en el fondo más profundo. Ese día la mejor mortal de mi vida. Nunca más pude repetir esa pirueta perfecta en el aire, nunca más tuve una testigo tan lujosa, tan preciosa.
Salté, corrí, nadé a gran velocidad. buceé, reí, canté y fui el mejor yo de todos que podía ser. Y como siempre, y como aín lo sigo haciendo, tardé. Tardé mucho en darme cuenta de lo obvio. Lo que esa preciosa muñeca de ojos redondos y su españolisimo pelo azabache quería era un beso. Sólo un beso.
Nadie me creé, pero se escuchaba mi interior - y el de ella - ahí en la pileta de general Rodriguez, la quinta de Estela, en esa tarde asi mojados en esa agua deliciosa donde flotaban pastos verdes recién cortados. Se escuchaba mi cuerpo decir que necesitaba del otro cuerpo, de esa obra maestra y misteriosa que ella paseaba como si tal cosa, inocente de su poder, yendo y viniento de una punta a la otra de la pileta. Solos los dos. Juntos el resto adentro escuchando el nuevo disco que alguien trajo: Clicks Modernos. Para qué llevarnos, los jóvenes estaban invitados, nosotros no. Nosotros dos aún no éramos jóvenes, no entendíamos de placeres a alto volumen, de cigarrillos a escondidas, de discos nuevos y modernos. Igual ni queríamos, nos queríamos ahí el uno al otro, complementandonos. Nos queríamos juntos, empujándonos, insultándonos, ridiculizándonos el uno al otro. El uno al otro. Queriéndonos de la unica manera que habíamos aprendido.
El galpón, el quincho, la casita del motobombeador, el rancho de los caseros, la hilera de pinos, las ligustrinas jaspeadas de pelotitas rojas y amarillas, la verde cancha de futbol vacía, el olor del pasto cortado, el sonido de la noche que inexorable nos obligaba a salir, a que alguna madre apareciea con toallas y bueno, a salir; a casa chicos; vamos a comer algo, vamos, vamos (y el último vamos sonando distinto, como complice).
Desde la pileta se veía todo, hasta a Hernán -más chico, irreconociblemente Hernán- llorando por la linea de sangre dibujada en sus rodillas y el alambre roto y volteado. Desde la pileta se veía todo, a ellos adentro bailando a través de los ventanales, a los padres calentando el asado del mediodía, a los chicos corriendo alrededor de todo. Veía todo, todo menos el cuerpo de ella, el que ahora adivinaba que terminó siendo peor, mucho más fuerte que observar. Experimenté en ese instante el nacimiento de otra imaginación, la perspectiva de la imaginación. Años después me daría cuenta que esa imaginación nueva se convertiría en el arma favorita del monstruo que acababa de ver la luz -la luz del día desvaneciendose en un atardecer que nunca más olvidaría-. confuso y poderoso la rozaba y ella, risueña y angel, sin saberlo me obligaba a hacer algo que no sabía qué era.
Entonces le demostré que excelente nadador era, cuan alto podía saltar desde el borde, lo bien que salpicaba mi bomba humana, mi asombrosa mortal, mi capacidad de buceo y ella reía. Reía. Brotaba mi confianza: hice chistes soberbios, me peiné como mis mejores peinados, le mostré mis músculos gigantes de chico de 12 años, y hasta le encontré dos hebillas rosas en el fondo más profundo. Ese día la mejor mortal de mi vida. Nunca más pude repetir esa pirueta perfecta en el aire, nunca más tuve una testigo tan lujosa, tan preciosa.
Salté, corrí, nadé a gran velocidad. buceé, reí, canté y fui el mejor yo de todos que podía ser. Y como siempre, y como aín lo sigo haciendo, tardé. Tardé mucho en darme cuenta de lo obvio. Lo que esa preciosa muñeca de ojos redondos y su españolisimo pelo azabache quería era un beso. Sólo un beso.