A Nado






"Y el miedo se abre paso entre la espesura del instante" J.G. Bonillo


Uno de ellos tiraba de esa tabla de maderas podridas y mal atadas como un viejo marinero. Aunque ni a eso podría llamarlo balsa ni a ese líquido negro agua. Tampoco a ese chico marinero para ser claro. Más bien todo se parecía a una escena sombría sacada de algún documental del Africa o algo así.
Ambos debían tener la misma edad, diez, a lo sumo once. Uno era bastante más alto que el otro aunque su cara de nene lo delataba. Además lo miraba al otro constantemente como esperando instrucciones. El más bajo era más expeditivo, actuaba rápido, como si siempre supiera lo que estaba haciendo. No me extrañó que pareciera un adulto, acá en el sur la mayoría son así, aprenden de golpe. O a los golpes. Depende, sí no es la vida la que los golpea son sus padres, padrastros o ambos. Las marcas que se reflejan en sus caras, esas sombrías muecas, son secuelas de días largos y difíciles donde un hecho lúdico es más o menos lo que una vertiente a un desierto. Veo en sus sonrisas un contagio consumado, un virus escondido. Esconden algo, algo crónico, una venganza latente quizás, algo que en la foto del carnet de la jubilación será tan notorio como ahora -eso si llegan a viejos alguna vez-. Sonrisas peligrosas son las que nunca fueron francas y ésas, francamente, no lo eran. Las de un chico son el reflejo del alma... Aúnque, pensándolo bien, me equivocaba. Sí eran su reflejo.
Del líquido negro brotó un sonido tosco, de ecos pesados, espesos. Ambos estallaron, reían descaradamente con sus sonrisas peligrosas. Sobre los pastos veía dos pilas casi tan altas como el jefe y una serie de objetos amontonados que no lograba distinguir, envases plásticos, bidones. La bruma y el silencio, elenco estable de cada noche, se mezclaban sin desentonar con la aplastante humedad del ambiente y la falsa calma del Riachuelo. A sus olores insoportables me acostumbré después de un tiempo. No muchos siguen viniendo desde aquella noche, tienen miedo, los entiendo.
El más alto fue el primero. Se sacó las zapatillas barrosas, se arremangó con prolijidad el pantalón y no dudó en meterse en el agua hasta las rodillas. Ahora parecía lisiado. Sostenía la balsa y a la vez intentaba cargarla con su propio peso. Parece mentira, la balsa resistía. El otro seguro clasificaba visualmente todo el fabuloso botín que venderían seguro en lo de Mariano Compra Metales. Metales y cartones, y diarios secos, y ese tipo de cosas. Parecía satisfecho, como si mezclara cuentas de multiplicar simples con desacostumbrados olores a comidas.
-Está lista -dijo el mojado.
-Más bien -contestó el otro.
Enseguida puso manos a la obra, manos pequeñas, manos expertas. Abrazaba esos rectángulos marrones como yo abrazaba a mi mujer cuando la tenía.
-Dale, tenela firme que la cargo.
Así estuvieron un largo rato. Impertinentes, ruidosos pero trabajadores. Luego ataron sin mucha convicción los cartones a la balsa y volvieron a tierra firme y se sentaron. Bajaron la voz y desde acá nomás pude ver las luces intermitentes de un encendedor chispeando entre manos ahuecadas. Bien cerca uno del otro, planeaban algo. ¿Me habían visto? ¿Querían robarme? Así oculto, en un lugar tan oscuro, difícil verme. Al cabo de un rato se reanudaron las risotadas, ahora amplificadas y tan desbocadas como el agua que atraviesa una represa.

Una película sensible, con eso bastaría. 400 asas, un trípode todo terreno adaptable a estas pendientes, obturador abierto, dos o tres segundos y todo quedará en la película, en el estómago de mi noble Nikon. El Riachuelo planchado y muerto, con esa bruma superficial casi celeste, casi al filo de lo creíble, la balsa como empantanada en el cemento negro, gomoso, ambos niños retenidos casi por la fuerza en esa actitud inmóvil -¿de qué otra forma mantendría a un niño quieto?-, los verdes pastos enfermos de alquitrán doblándose por su propio peso como agachando la cabeza y perdiendo al sol -que es como perderlo todo-, los pájaros ausentes, los peces ausentes, los perros ausentes y hasta los gatos ausentes -son demasiadas las ratas y grandes como pollos-, ambos chicos con sus caras contarán la historia que está por suceder y, en la foto, en ese umbral de lo petrificado, estará todo lo que vendrá, en la tensión de los músculos, en la inclinación de los cuerpos, en la movilización del botín, en esa flotación abstracta, en esas piernas cercenadas aunque a la vez intactas, en el viento infructuoso -en ese páramo nadie encontraría nada por mecer, ni siquiera el viento-, en el frío de la noche presente con su color, en ese gris entre violáceo y amarillento presagiando lluvia o más frío que convertía a los dos protagonistas en noctámbulos, solitarios, aventurados, desafiantes, hábiles, inocentes, como todo niño: presas.
Lista la foto, la primera de la noche.

Con mi Nikon, que ya no tenía, lista, con el trípode afirmado y yo sentado con mi disparador en la diestra. No me importaba a quién le daría el material ni quién lo compraría. No me importaba, a nosotros no nos importa el después sólo nos importa el instante preciso, el milisegundo abrumador cuando el mundo real se detiene para oficiar de modelo ante la lente. "El umbral de lo inmóvil", como decía mi maestro. El umbral de lo inmóvil, buena definición.
El cuadro se movió apenas. Las cosas se mecían con vagancia, como el letargo cadencioso post siesta de verano, siesta larga. En el agua, media docena de círculos concéntricos quisieron multiplicarse pero no lo lograron, la intención se deshizo en silencio. El jefecito seguía con su trabajo. Se agachaba, abrazaba un pilón su tesoro de cartones, se incorporaba y caminaba hasta la balsa. El otro lo miraba fijo, me interesaba lo que podría estar diciéndole con esos ojos, con esos labios sellados, que quería ser como él seguro, o que quería terminar de una vez e irse a tirar panza arriba en su cama ahora que la cama era totalmente suya y que no tenía que compartirla con otro hermano, o que ya estaba bien de trabajo y que a algo podrían jugar, eso de jugar a ser adulto no resultaba tan divertido ya. Si los lugares donde el silencio reina son inquietantes éste era el sitio más inquietante del mundo, tanto que si hubieran estado más atentos habrían escuchado los latidos de mi corazón. Tan delator como el de un cuervo negro.
No exagero, nada justificaba el uso de la película blanco y negro, no hacía falta. Ya lo decía Mastrángelo, un viejo jefe que tuve, "si no se escucha el silencio tu foto no existe, ¿Ves? ¿ves acá? Decime qué ves. ¿No te parece que hay algo delante de todo esto, una hoja de calcar o algo así? Es soberbio", me decía y con el dorso de la mano, con el grueso anillo dorado sonando contra el vidrio llamaba mi atención al cuadro que siempre ponía como ejemplo. En la foto un viejo dormía -o estaba muerto- en primer plano, atrás una calle empedrada, vacía; de una alcantarilla unos metros más allá brotaba vapor, se elevaba como un gris tótem gaseoso. El resto de la calle era una cinta irregular empequeñeciendose hasta perderse de vista.
"Es soberbio. Así tiene que ser todo. ¿Está claro, tanito?", él a mí me decía tano y él era tano hasta la médula. "Es un soplo de movimiento, y el movimiento es vida, es grito, es sabor, es aroma, acá, en la naricita, entendés lo que te digo ¿no?, sabés la confianza que te tengo. Ahora, si en tu foto no veo silencio, la rompo y te la zampo en el culo. Creo que está claro."
Estaba.
En otros tiempos me hubiera quedado pensando, ¿qué pretenden éstos críos?, ¿no saben qué lugar es éste?, si el agua ni se puede tocar de lo contaminada que está y ni te digo beber, sería un suicidio, no pueden ser tan inconscientes; y me habría levantado para persuadirlos, me aprovecharía de lo alto que soy, flaco y alto, y de lo abajo estaban ellos, y los echaría a los gritos -la mejor manera de convencer a un crío- diciéndoles con cariño que los cagaría a patadas en el ortito ese inmundo que tenían. Se enojarían seguro pero sería por su bien. Además si este viejo loco les daba miedo, mejor, así lo pensarían dos veces antes de volver.
El petisito se sacudió la ropa con la elegancia de un elefante y algo le dijo al otro. A veces parecía que hablaban otro idioma. El otro respondió con la cabeza y se acomodó a babor, los cartones estaban todos apilados sobre la balsa -no puedo asegurar en qué momento lo hicieron-, hasta los bidones viajaban en un equilibrio ingenioso e infantil. Dos cualidades que se conocen muy bien. Con agilidad y sin mojarse el petiso subió a la balsa y se sentó al lado de su amigo. Ambos tenían gruesas estacas que usarían como remos. Dudaba mucho que pudieran avanzar, lo confieso, aunque tantas cosas interesantes perdí en mi vida por prejuzgar de esa manera. Calculé el tiempo: les tomaría más de dos minutos pasar por enfrente mío y más de una hora si lo que pretendían era llegar al Claro de Banfield, el único lugar seguro para desembarcar y salir de ese inmundo riacho. El más cercano en realidad. Varios atractivos turísticos les esperaban: polución, basuras atascadas en más basura, manchas químicas, ratas que se creen Cristo caminando sobre el agua, formas muertas, cadáveres de fábricas, esqueletos de autos, olores humanos, oscuridad y contornos construidos con un fango inclasificable, casi una ciénaga en plena ciudad, al borde de la gran ciudad donde las luces comienzan a enrojecerse.
*
Luego me enteré, los tenían marcados, por eso habían optado por esa ruta acuática. Y según escuché, no era la primera vez. La provincia estaba vacía y seca, no había más remedio que cruzar la frontera a la Capital para dar con la comida y sus increíbles recursos de subsistencia. Parece que los jodidos esos los habían cagado a palos no sé por qué razón -si es que debe existir alguna- y no hubo más remedio que hacerse fugitivo y traficante a los 10 años... Más de una vez me pregunté si con ese tipo de gente de su lado, la ley, la justicia en realidad, no se daba cuenta del mal negocio que estaba haciendo. Pobres pibes. Y eso que eran pibes...
Nadie se animó nunca a repetir su proeza y por años nadie puso un pié en este fango. Ahora muchos vienen acá a rezar, al altar ese que estas manos construyeron, a pedirles favores, como al Gauchito Gil, creen que sus almas fueron salvadas y que ahora son poderosas, sanadoras. Uno ya no puede andar tan tranquilo como antes, no todos son creyentes. Aunque algunos creyentes son más peligrosos que Satán mismo. Así van pasando las cosas. Lo cierto es que tardaron menos de lo que pensaba. Remaban bien, estaban cancheros. La balsa, en su endeble fisonomía, resistía y se acomodaba a los dobleces del agua crujiendo, demostrando que aún existe gente que cuenta con protección del cielo. Eso no podía estar flotando pero lo hacía. Parecía un desafío para las miradas incrédulas, pero en detrimento del espectáculo no había más que una sola platea ocupada.

La balsa dibujó sobre la película una trayectoria recta y uniforme. Su movimiento era lo único impreso, eso y el esfuerzo de ambos chicos al remo. La balsa flotaba sobre un manto tan oscuro que resultaba inevitable titularla "Vuelan". Un buen título para una foto así. Revelarla no sería fácil. El obturador tanto tiempo abierto, la película tan sensible, la ínfima luz... pero tenía silencios, la puta si los tenía. La podría oír hasta un sordo.
Uno de los chicos se paró y me señaló. Me sobresalté. Algo le decía al jefe, algo que no escuché. Escuchar sí, escuché. Con ese silencio podía haber escuchado al cabo de la Federal cortándose las uñas apoyado en la baranda del puente Alsina a unos 500 metros de acá. Escuchar sí, escuché, pero no había forma de entender ese idioma. Instintivamente me agaché y me quedé así por un tiempo. No estaba seguro de porqué debía esconderme, eran chicos, yo no les importaba, no tenía nada que pudiera interesarles -excepto mi equipo- pero no perdía nada escondiendome. Además me sentía tranquilo así tan cerca del olor a barro, de las caricias de las ramas. Escuché. El agua, su lento murmullo, un codo que cruje, maderas que crujen también como un andamio demasiado cargado, como un lobo marino en cubierta haraganeando, y redes. Qué especial es el olor a redes... Pero ahí no había nada que pescar, años hacía que nadie andaba por ahí con esas intensiones. Las voces holgazanas se tornaron lejanas. Era el momento de asomarse. No habían visto mi flash, ni el titilar rojo de mi Nikon, ni los leds verdes de las baterías, ni mi cigarro encendido. Cómo iban a verlo si nada de eso existía ya. En ese momento me acorde otra vez de mi jefe y de sus sonidos del silencio. Me había acostumbrado tanto a escuchar hasta lo que no sonaba que tenía los oídos más entrenados de la profesión, y eso que me dedicaba a la imagen y no al sonido. Había algo acechante en toda esa quietud y la niebla lo tornaba más notorio. Algo -casi- imperceptible acababa de suceder y ahí estaba yo en posición con mi Nikon para demostrarlo.
*
Que falta me hacía mi máquina. Uno, acostumbrado a tener tres manos, cuando quedan solo dos, sufre y mucho. Ellos lograron eso, me cercenaron, me alejaron de ella. No los pibes éstos, otros. Unos más grandulones, ¿y para qué? ¿Para venderla? ¿Para rematar todo mi equipo por centavos? ¿O por miles de dólares? Qué importa... Nadie puede usarla como yo, estrechando sus alargados recovecos, amándola; sí, estaba hecha para mis manos, nunca en mi vida estuve tan seguro de algo. Había nacido para mí, de Tokio directo al sur, a Banfield, a mis manos. Estas manos que se quedaron solas e inútiles desde ese día.
*
El jefe pibe era algo especial. Uno lo notaba enseguida. Nada le iba a costar llegar a convertirse en lo que soñaba ser. Cuestiones de personalidad, cuando uno tiene personalidad las cosas resultan de una manera casi lógica, como si uno contara con el manual de instrucciones para la vida en el bolsillo de atrás del pantalón. A mí no me pasó. De momento ser jefe de una banda -una banda de dos- y capitán de un navío -una balsa lastimosa- no resultaba poco. Tenía los ojos rasgados y esa sonrisa que ya comenté. Sus pómulos prominentes, su nariz infantil y un manojo de pelos lacios que mucho se parecían a un casco alemán -al menos a un casco de guerra- inspirando respeto. Ni rastros de barba, ni de imperfecciones, ni de acné. Su tez era trigueña, sus labios finos, hasta ínfimos. Los dientes mejor que estuvieran lo más ocultos posible. Seguro habría decidido usar bigote, uno bien tupido, a lo cana, aunque los odiara. Su escuálido cuerpo no coincidía con su personalidad, a él no parecía importarle. A esa edad los complejos son todavía diminutas preocupaciones perdidas en una parte poco visitada del cerebro. Ya tenía las manos callosas y un tanto grandes para su edad. Su voz no se decidía, un poco de niño, un poco de hombre, dependiendo del clima, del aire o del momento del día. Dentro de su cabeza -en la parte más visitada- sucedía algo similar, sólo que las veces que se comportaba como un niño debía pagarlo, y en esos casos los precios suelen ser caros.
El jefe, siempre me pregunté si alguien más lo llamaría así, porque ser el único no me hacía mucha gracia. Algo que en los últimos tiempos se repetía con frecuencia. El único que lo llamaba así, el único que podía visitar un lugar así, el único que podía pasar tanto tiempo ahí, el único que lo había elegido como vivienda. Sentirse único es casi tan correcto como sentirse loco aunque la locura no es un hecho definible, digo, nadie nunca escribió un manual de instrucciones de la locura, cómo explicarla y conocerla, léalo y sepa en solo media hora si usted ya está loco, si alguna vez lo estuvo, si está en vías de serlo o si nunca tendrá esa tremenda dicha. ¿Qué me dice? ¿Se anima?
Sí, me siento único. O me sentía. Quiero hablar de ellos y no hago más que volver a mí a cada momento. Soy incorregible.
Los seguí, seguí por tierra la trayectoria de la balsa, aunque llamarlo tierra era sólo un eufemismo. El barro por momentos alcanzaba mis rodillas, el ramaje me dejaba marcas en las mejillas. Yo seguía, fumaba y los observaba, fotografiándolos con mis manos rectangulares, mis dos manos. Por momentos la niebla los envolvía o los arbustos los ocultaban; por momentos era la vista cansada, o el humo del cigarro aguijoneando mis ojos o el fango que me quitaba altura. Me sorprendió la falta que me hacía verlos, la desesperación embargándome en esos segundos, porque no eran más que tres o cuatro los segundos, hasta que el cine monótono y previsible se restablecía. Tenía las piernas cansadas y el corazón desbocado, y para colmo, la cosa empeoraba, conocía bien ese camino. Seguir era una locura y más siendo de noche.
Seguí.
Al otro chico, al subordinado, al marinero, le sucedía algo similar. Tenía en su imagen marcada a fuego su futuro. Y mirá que son muchos los que piensan que el futuro se lo hace uno. No. El futuro, los grandes trazos del futuro, ya están escritos. Eso se lo discuto a muerte a quién sea. Los pequeños detalles, sí. Esos los elige cada cual. Hablo de lo fundamental: la compañera, los hijos, la profesión, la enfermedad, las habilidades, los miedos, las desgracias. Todo eso ya está escrito. Tiene un lugar, un momento inapelable dentro de cada vida. No digo que haya que sentarse a esperarlo pero... Que gracia me hacen los que piensan diferente.
En este chico, lo de su futuro resultaba tan claro que parecía la demostración misma del Teorema Carranza, o sea mi teorema. Un gran teorema. Pero no volvamos a mí, hablemos del marinero. Ahora que no remaban, sino transcurrían, algo hablaron -en su idioma- mientras descansaban. Es en los descansos cuando surgen las genialidades. El marinero tenía su mano derecha hundida en el líquido negro lo que equivalía a decir que no tenía mano. La balsa avanzaba lento y de a ratos se quejaba aunque no parecía importarles. En la boca del marino había un rictus que antes no había visto, me jugaba que se debía a esos pegamentos de mierda, y su nariz goteaba de una manera particular. Los ojos, ahora menos vivaces, se esforzaban por enfocar algo -lo que fuera- pero a pesar de los repetidos intentos fracasaban. Entonces volvía a intentarlo como preso de un juego absurdo y desquiciado. El futuro que iba a caerle encima en cualquier momento, lo aplastaría. Con cada paso, más se ponía del lado del abismo, y yo de abismos conozco bastante. Intercambiaron algunas palabras y luego se quedaron empapados de un silencio profundo y reflexivo. Me contagié.
Estudié su cara proponiéndome no llegar a la conclusión fácil del Teorema Carranza, no pude hacerlo; todo en ese chico se asociaba al desastre inminente. O más que inminente, inexorable, lo que en definitiva es peor. Tenía ganas de abrazarlo aún sabiendo que me rechazaría. Lo sentía cerca, no hijo, cerca. Lo sentía... particularmente cerca. El cigarro me quemó el dedo en el lugar donde se me amontonaban las quemaduras y me sacó de la ensoñación. A él, el marinero, le sucedió algo similar, se sobresaltó justo cuando parecía a punto de dormirse. Todas las noches sueño que caigo de golpe en un oscuro pozo sin fondo. En eso nos parecíamos. Se paró de golpe recuperando sin secuelas la mano derecha -ésta vez el agua había decidido devolvérsela-, perfiló su cuerpo con un cuidado excesivo y quedamos frente a frente. Podía hasta oler la tierra que emanaba su piel, lo rancio de su ropa, la suciedad hecha espadas en su pelo. Sabía que su niñez lo protegía de los desagradables olores del adulto, pero poco quedaba de su niñez. Ahora que el otro dormitaba su siesta de cuelgue él era el dueño, el jefe, el capitán. ¿Existía esa expresión orgullosa en su cara o yo la imaginaba? La imaginaba, la veía nítida en el encuadre que nunca llegaría a convertirse en foto. Ahí estaba.
Primer plano.
Torso y cabeza ladeadas, una gorra con inscripciones en inglés, un sueño inconcluso en cada pupila, una expresión seria, una tenue luz naranja llegando desde algún sitio, la brisa visible, un aire falso, la actitud relajada y a la vez un alerta apenas escondido tras sus ojos entornados y un tanto estrábicos.
Segundo plano.
Difumado, fuera de foco. El capitán descansando, la pila en equilibrio, olor a maderas mojadas, sensación a ratas que corren.
Resumen.
Algo alarmante, inminente, futuro escrito. Silencio.
*
Algo pisé, se movió y se perdió. Otra rata. Un silbido voló. Un crujido de maderas. Traté de concentrarme. El capitán hablaba con el marinero mientras ajustaba con destreza unos bultos cubiertos de arpillera. Algo acababa de suceder, algo que me alejaba de los crujidos, de la alarma. Ideas y conjeturas me atraparon. ¿Cuanto tiempo había transcurrido desde que zarparon? ¿Una hora? No podía asegurarlo pero no importaba. Tal vez más. Lo importante era otra cosa. Estuve a punto de olvidarlo y me odié por eso. Lo importante claro, a eso iba, lo olvidé y al mismo instante lo recuperé como quién agarra de las muñecas a un amigo que esta a punto de caer por un barranco. Lo importante no era el tiempo sino las cosas sucedidas en ese tiempo. Si tan solo transcurrieron sesenta escuálidos minutos cómo podía yo navegar en ese mar de certezas. Un mar tan claro y profundo que más parecía un sueño que la realidad. Mar ansiado, tan disímil al manojo de cosas desenfocadas que sucedían en mi mente que ya no me pertenecían. Profundidad, como nadar suspendido en gloria celeste, efímera, inexistente, no digna de mí. Como no corrían tiempos de andar desperdiciando decidí un cambio repentino de táctica.
Nadie andaba por ahí más que yo, así que para qué andar pensando en delirios persecutorios, una puesta en escena ideada sólo para engañar a este pobre estúpido. Nadie comprendía mejor que el viejo Carranza lo que estaba pasando ante mis ojos: un viaje, una procesión secreta. ¿Cómo podía alguien llegar a ser tan estúpido? Mi ceguera avanzaba aunque jamás le ganaría a mi estupidez. Los resultados saltaban a la vista. El viaje era mucho más que un mero viaje. El viaje de los dos chicos no se trataba sólo de una aventura infantil por un rio inmundo, ese viaje tenía algo más, ese viaje llevaba mi reputación a cuestas, ese viaje zarpó con mi locura bien atada sobre la cubierta como un cartón más y tenía como destino final -además del Claro de Banfield- ese puerto tan lejano anclado en el fondo mi memoria: un paraje hermoso, mundano, tan celestial como praderas soleadas, necesario, dotado en cada ápice de una despojada alegría, un sitio al que muchos se empeñan en llamar lucidez. A mí me parece que lucidez se parece tanto a Lucifer que prefiero decirle así: luz. Estaba de vuelta. Chau locura. La represa se quebró al fin dejando pasar el agua. Mis campos se regaban, mis semillas agonizantes volvían a beber, la gramilla del suelo creaba humus y reía, creó humus y se contagió de sol, de aire, de alimento vital y se hizo oxígeno, y color transparente, brillo, y represas rompiéndose, y estelas de movimiento, y vertientes, y arroyos, y ríos, y mares dinámicos, y luz, y hambre, ambición de ser, de volver a ser, de ocupar, fuerza, ruptura, movimiento, ruido reseco rompiéndose, ataduras cediendo, espacios desérticos extinguiéndose, volviendo a ser lo que eran, reconstruir, minutos edificantes. Todo cobraba sentido. Fotos comenzaban a llenar mi álbum: ella tomando mi cara con sus dos manos doncellas y mirándome a los ojos como si fuera yo todo que necesitaba de éste mundo, mi cara de perfil con la barba que ya no tengo, su cara de perfil -algo que ya tampoco tengo-, sus manos, cada ínfimo doblez de su piel, cada huella digital como un pequeño y delicioso barranco, anillos capturando el reflejo del flash como si estuviera construido en brillantes valiosísimos, y nada más, como si en ese rectángulo no entrara nada más. O sí, había más. Ese tinte rojizo, ese color azaroso que irrumpe y se instala caprichoso completando la obra. Ahora sí, nada más. Es que lo importante ya estaba ahí. ¿Para qué más? ¿Para qué menos? Eso también lo decía mi jefe.
Agolpándose en mi puerta, una cola que quería ser larga esperaba su turno para volver a entrar. Traían color y calor. Bienvenidos a casa, los esperaba a todos. Sabrán disculpar que no los recuerdo, aunque sepa desde el fondo de mi alma que son todos míos. Todos míos. Siéntense juntos que preparo la cámara.
Algo. Alerta. Sonidos desde afuera. Agua. Algo en el agua. Algo penetrando en ella trabajosamente, como si la materia fuera más densa que lo normal y se opusiera a ser, de alguna manera, desvirgada antes de tiempo. En un segundo todo era una imagen perfecta y al segundo siguiente todo me resultó confuso y difícil. Alguien había arrojado un cascote gigante contra mi bandeja de copas de cristal, alguien reía a carcajadas. Lo odié, lo odié con todas mis fuerzas hasta que supe quién era. Entonces me odié a mí mismo por odiar a ese angelito.
Uno de los dos reía, no supe distinguir cual. De espaldas eran tan parecidos, por no decir iguales. Desgarbados, flacos como espigas. Uno era más alto, es cierto, aunque en cuclillas parecían dos muñecos idénticos. Uno alzó la mano y la soltó con violencia, y otra vez el agua volvió a sonar. Le apuntaban a algo pero por lo visto la puntería no era lo mejor que tenían. Al menos el que tiraba las piedras -o lo que fuera que tiraba-. Reían tanto que en cualquier momento se desmayarían. Había un código, les hacía gracia algo, tal vez en ese cuelgue en el que estaban no podían hacer algo que en situaciones normales les resultaba sencillo. Las piedras siguieron, y las risas, y los minutos como arrastrándose contra la pared de un reloj. ¿Eran las 2, ya? ¿Era un día nuevo? La oscuridad naranja de la noche, la bruma enferma y el agua inquebrantable generaban una sustancia única ante mis ojos.

No pude entender cómo el flash no llamaba su atención. Sólo tenían ojos para su cargamento, las inmundicias que no representarían más plata que tres atados de cigarros. Igual no me detuve. Cambié el rollo, el otro lo puse dentro de un cilindro negro y prometí guardarlo en la heladera hasta tanto lo revelara. Puse un Blanco y Negro aunque no hiciera falta y tomé la cámara con mis manos. El trípode trastabilló, amagó con caerse y volvió a estabilizarse como si nada. Sin ayuda de nadie. ¿Será que nos falta nomás una pata para no andar todo el tiempo por el piso? Yo siempre quise que me llamaran trípode, pero... Podía sentir el torrente de sangre fluyendo por mis parietales en llamas, las fuerzas de regreso, el mundo entero de regreso. Estaba eufórico, algún gurú había olvidado cerrar la puerta del cuarto blanco y las luces, el aire y todo lo que se filtraba allí me invitaba a dejar para siempre ese encierro. "Las sandías me tiran azares", como quien diría, y yo qué hice..
Un crujido ahogó las risas. Fue la única vez en mi vida que escuché ecos en ese lugar. Estaba seguro que el aire era el causante del fenómeno, es que en ningún lugar del mundo podía existir un aire tan denso. Al menos no un lugar sano. Más que aire parecía algodón, ese que encuentro siempre en las bolsas grandes que viene a tirar por acá. ¿Podrá mi Nikkon fotografiar el eco? En ese momento la pregunta tenía su lógica. La expresión de las caras de los chicos era tan distinta que ahora parecían otras caras, caras extrañas de niños adultos, de adultos ancianos. Una transición de preocupaciones. Aunque no podía ser cierto, lo era. Uno de ellos llevaba mi cara, los dos llevaban mi cara. Así era, lo juro. Los dos.
La balsa que un minuto atrás no mostraba ningún desperfecto ahora resultaba tan estable como un secante en la orilla del mar. Otro ruido, algo se desató. Nico corrió a la proa. ¿Nico? ¿Proa? Se resbaló en la carrera y dió con los labios abiertos contra el piso recién lustrado. Un par de líneas rojas brotaron. Se levantó y siguió corriendo obstinado, supe que tenía la necesidad de llegar a la proa en segundos. No obstinado entonces, responsable. Zozobraría la embarcación por su culpa y eso se le notaba en las líneas de la cara -la mía- que ahora se adentraba en el terror. No quedaba tiempo ni espacio para el dolor, las líneas rojas quedaron ahí como dibujos rupestres. Llegar, correr, levantarse, anudar, sacar el agua, saltar, correr, anudar, gritar, mandar, pensar. ¿Cuál era el orden correcto? La orden. Lito llegó y gracias a su altura alcanzó sin dificultades la vela, y trató enseguida de amarrarla al mástil; giraba enloquecida y golpeaba sin piedad todo lo que estuviera a su alcance. El cargamento caía, varias piezas ya flotaban con esa cadencia caótica que tienen los objetos a punto de hundirse. A alivianar la carga, alguien dijo, a alivianar la carga, traté de gritarles, corrimos, esa sería la salvación, la última oportunidad. Seguimos corriendo, la madera de la cubierta era suave y húmeda. Un motor explotó, fuego, humo negro, ecos. A alivianar... De golpe tenía la imperiosa necesidad de salvarlos, salvarlos era salvarme, claro. Salvarme era imperioso. ¡La carga! La carga cayó y el estrépito en el agua fué atronador. Todo por un instante estuvo salpicado de negro, nuestros cuerpos y mis tres caras inclusive. La ciénaga tragaba los bártulos sin piedad, hambrienta. No iba a contentarse con tan poco. Me equivoqué, ya no creo que alivianar la carga sea la solución. Otra explosión, vidrios que se rompen, suena la alarma general, gritos, empujones, el capitán adentro le grita a la radio tras el vidrio polarizado pero nada, muchos sacan agua pero nada, la carga ya no está, pero nada. Las piletas son el doble de profundas, las barandas ceden y se hunden como robots derrotados, un menú pasa flotando ajeno a la tragedia. Las acciones osadas merman cuando los héroes comienzan a morirse y eso es precisamente lo que sucede. El transatlántico está irreconocible, los salvavidas naranjas no soportan el peso de los... ¿cúantos?¿trescientos?¿quinientos?¿mil pasajeros? Ahora, todo se quiebra, y lo que se quiebra abajo también se quiebra acá, adentro. Alisto mi cámara. Es ese Lito, el que cae al ¿agua? Le grito, Atilio! Verifico el rollo de reojo. ¿Es ese? Sí, doce son suficientes. No me escucha ¿Es Nicolás el que quiere ser de goma en éste mismo instante porque por más que estira su bracito no alcanza, no puede salvarlo? Y le brotan lagrimas, y disparo y gritos pidiendo ayuda. Disparo. ¿A quién? Si no hay nadie. ¿Yo? Disparo de nuevo. No, yo no soy nadie, ya lo recuerdo. Nico se tira ahora, lo toca al amigo, lo roza con su miedo, lo quiere ayudar, lo alcanza con su mano, con su deditos que ahora son más de nene. No los veo. Los siento, como tienen mi cara veo el agua que está allá lejos y que a la vez se me refriega en las mejillas. Los ojos me arden terriblemente. Lito ya no lucha, justo él que es un capo en el agua y Nico, que no sabe nadar, intenta animarlo, quizás sacar fuerzas desde algún puto lado para tomar a su amigo del forro y sacarlo del agua, ponerlo a salvo. Mimarlo. Pero no, y no se siente superheroe. Acuaman tendría hemorroides en ese riacho. Los latidos se aceleran y el cerebro se empasta. Disparo al agua, la foto saldrá negra, lo sé. Un último esfuerzo. Trato de... No, no los ayudo, yo también me doy por vencido.
El silencio comienza a ganar la batalla: chapoteos silenciosos, gritos silenciosos, desesperación silenciosa, horizonte chato y silencioso, y a tragar veneno, y a empezar a dejarse, claudica la respiración, el agua es pegajosa y sedante, ya veo que no ven, ya respiro que no aspiran, ya siento que lo que sienten es negro, sólo eso, y que no hay dolor en lo negro. El cuervo vuela en círculos. Los entiendo. ¿Para qué seguir? No me sorprende estar de acuerdo. ¿Para qué seguir? Disparo una vez más, la Nikkon tose y rebobina. Me paro, tiro la máquina al piso -estará bien- y los aplaudo, los admiro, les deseo buen viaje. Concéntricos son los círculos que se van cerrando en vez de abrirse. Concéntricos, equidistantes al punto, idénticos en forma pero no en tamaño, radio y perímetro calculado, estimación perfecta, grado de inclinación único e irrepetible. Alguien está cerrando la puerta, lo negro se pierde, la puerta no cruje, los ruidos se pierden, la trayectoria inequívoca, las formas precisas, los contornos encastran en goma espuma, el movimiento, todo se queda afuera cuando la puerta se cierra del todo y sin golpearse, sin alarma ni sorpresas, y todo se vuelve blanco, otra vez blanco.

Bastones


El hombre que pasa a mi lado escucha a Nirvana. Sé que es hombre por su perfume y aparte porque no soy tonto. Sé que es Nirvana porque conozco bastante y aparte porque no soy ni tan viejo ni tan inculto. Sí, tengo casi sesenta pero no soy viejo, me resisto. Y mi actitud, mi fuerza, me enorgullece, por eso sigo con la mía. Como siempre.
Sordo no soy. Sé lo que dicen de mí, pero no me importa. Allá ellos con sus miserias y su hipocresía. Miserable es aquel que no tiene nada y yo no soy uno de esos, estoy bien seguro. Tengo mis manos, por ejemplo. Tengo mis piernas, tengo mis oídos, tengo mi música, y mi bandoneón, y mi hija, que aunque la nombre en último lugar ella ocupa el primero en mi corazón. Hilda, viene a verme seguido, al menos una vez por semana cuando puede llegarse por acá, por la capital, sino qué va, no podría pagar esa enormidad en el viaje desde Ezeiza a donde estoy. Son unos cuantos mangos, el colectivo, el tren, el subte, si ni para comer tiene a veces. Yo le junto, amucho monedita tras monedita, y cuando viene le doy. No es mucho pero para dos o tres platos alcanza, y eso le rinde ahora que está sola. Llora, patalea, se niega, pero sé que lo necesita y me siento bien porque no es tristeza lo que le provoco sino gratitud, sana. Lo que sí siente es bronca, mucha bronca acumulada. Por su suerte, dice, pero no, yo le digo que no es así, que no hay que llamarle mala suerte ver a un hijo morir por la medicina asesina que tenemos, ni es mala suerte perder el laburo y ya no encontrarlo más, ni es mala suerte que tu casa se caiga a pedazos. Ni es mala suerte hablar mal, y no saber tantas cosas. No señora, le digo, no le digas mala suerte. Decilo tal como es: bastardos. Son bastardos. Los que nos gobiernan son bastardos, lo fueron todos desde que Perón murió. De ahí hasta hoy, todos fueron bastardos, y eso reúne a ladrones, cínicos, amnésicos, estúpidos, asesinos y egoístas. Y así estamos. Me escucha, yo sé que me escucha. Está bastante bien aprendida la Hilda y cada día la quiero más.
Gato, me dicen, y hace más de quince años que estoy acá, debajo de la tierra. Quizás más, no soy bueno para las cuentas. De domingo a domingo, de seis a diez de la noche en este pasillo, o en algún otro, pero la mayor parte en éste. Esa sí es una señal de que me estoy poniendo viejo: el estar siempre quieto. Después me escabullo por ahí y sigo viviendo del subte, así ahorro en pensión y no duermo en la calle. Acá estoy a salvo. Ojo que lo hice, eh, pero ya pasó, para eso sí estoy viejo, como mi bandoneón.
Sí, soy tanguero, me gusta bastante, pero no soy fanático, conozco a Nirvana y a los Stones, y a un par de orquestas más que ahora no recuerdo los nombres. El tango me gusta, o quizás debería decir me gustaba, porque ahora me la paso de tango en tango y ya le perdí un poco el gustito ¿Se entiende? Es mi trabajo, y el trabajo desgasta. No hay que echarle la culpa a nadie por eso. A veces las culpas existen pero a nadie le pertenecen.
Allá vuelve el de Nirvana, desde acá lo escucho, seguro que fue hasta el final del corredor donde a esta hora reparten diarios gratarola, muchos hacen eso. Así tienen algo para leer en el viaje. No sé para qué, si siempre dice lo mismo. Bueno, yo lo digo un poco por envidia porque no puedo hacerlo. Ojo que sé leer y muy bien. Leía mucho, antes, ahora no sé si me acordaría. Igual para eso la tengo a la Lola. La gorda tiene una voz hermosa. No lee bien, se traba bastante pero pone ganas y eso me gusta.
Hilda me contó cómo es la gorda, me la describió tan bien que fue como si la estuviera viendo. La ví, bah, a mi manera, como siempre. La nena me dijo: es gorda, muy gorda. ¿Te acordás de la tía? Bueno, así. Muy gorda -con la U bien larga-. No sabés cómo tiene las piernas, várices, sí, parecen mapas. Esos en donde se ven todas las rutas de un lugar, ¿me entendés?
¿Cómo no voy a entenderla? Si la escucho a Lola quejarse todo el día, especialmente cuando llega, cuando la traen mejor dicho. ¡Cómo grita! Los hijos son los que la traen, entre tres. A upa según parece. La fuerza que hay que tener... y ahí la dejan. Con su bolsa de red -de las viejas-, algo de frutas, abrigos, vendas, su bastón, y andá a saber que más trae. Comida seguro, porque lo que debe comer esa mujer. A veces la escucho, mastica que parece como si se encendiera una máquina, es un ruido monótono y desagradable. ¿Qué más me contó? Ah, sí. Su cara es más bien redonda, carnosa. Pero bien linda, dulce, como de madraza. Pensar que los hijos la traen acá, la tiran como una bolsa de pasto seco, para que muestre esas piernas como las tiene, así da lástima y le tiran algo. Yo lo sé por lo que comentan los que pasan. ¡Lo que dicen en voz baja!, les impresiona, claro. Más a los chicos, que no se callan nada, y que dicen la verdad siempre. Las barbaridades que escucho... pero me divierto, ¡eh!
Hablaba de la cultura, sí. Hilda me trae libros cada tanto, ellos son mi cultura. No sé de dónde los saca pero los consigue, y hasta más de uno trae a veces. Los comprará por chirolas, alguien se los regalará, andá a saber. Robarlos sí que no, ¡que yo no me entere! Si hasta prefiero no tenerlos nunca más. Lo digo en serio, ¿eh? ¿Sabés lo que sufro cuando no siento ese olor a lo interminable cerca de mí? ¿Sabés lo que es no sentir a Lola leerlos? Pero, lo prefiero antes que saber que mi hija es una ladrona. Es una tontería, ya sé, pero así se empieza. No, no. Así fui siempre, qué va a hacer. Los libros son mi puente con la otra vida, esa que no tiene miserias, esa que no tiene enfermedades; y Lola, mi compañera de trabajo, es quien de la mano, aun sin poder caminar, me lleva a ese mundo maravilloso.
-Gato, buen día -me dijo esta mañana. "No sabés el solazo que hay afuera. Quema. Estoy empapada, qué manera de transpirar. Vos, ¿cómo estás? ¿A qué hora llegaste?"
Los hijos se fueron y ninguno saludó al paquete, ni el paquete los saludó a ellos. Como de costumbre.
-Si no tengo reloj, lo sabés-. Igual sabía con certeza la hora pero no la dije por no parecer un obsesivo. "¿En serio sol? Ayer me pareció oler a lluvia, pero se ve que pasó de largo. Iría para el Uruguay seguro."
-O Paraguay.
-Paraguay queda para el otro lado.
-Bueh, es igual. Poca gente, ¿no?
-Sí, poca.
La gorda me lee los libros con una paciencia. Además, desinteresadamente, lo hace por mí porque sé que a ella no le interesan. Quizás no los entienda. No la culpo.
Sus dedos juguetean con uno ahora. Las páginas susurran, se acarician, se desean. Se nota que el libro es viejito, son los que más me gustan. Su voz se filtra de la que imagino una gran bocaza de gruesos labios casi cariocas. Atruena, es poderosa, pero aún así fluye repleta de inflexiones y cavidades sonoras. Tiene un don hermoso, al menos para quien sabe escuchar.
Y escucho.
"Un día oyó relatar una causa célebre que se estaba instruyendo, y que muy pronto debía sentenciarse." –dice, tose y continúa. "Un infeliz, por amor a una mujer y al hijo que de ella tenía, falto de todo recurso, había acuñado moneda falsa. En aquella época se castigaba este delito con la pena de muerte."
-Cuántos menos seríamos, ¿no?
No contesto esperando que continúe, pero frena como si el cerebro se le hubiera inundado y, consternada, me confiesa:
-Gato, ¿sabés? No aguanto más esta vida de mierda. Mis hijos, los guachos no parecen hijos míos. ¿Viste cómo me tratan? Y al borracho no lo conocés. Mejor. Y estas piernas... Parecen llenas de fuego. Se están consumiendo ¿sabés? De adentro hacia fuera. Un día de éstos vas a ver el humo. Bueno, ver, no. Disculpá, soy una boluda. ¿Viste? ¡Otra vez! No sirvo para nada. Bueno, en realidad sirvo para dar lástima. Es algo. Y con ese algo como.
-No joda, Lola, que ya tenemos bastante.
-Pero, si tengo razón. Igual, dejá. Ya pasó. Tocame algo, Gato. Alegrame un poco.
-Yo no te toco ni con mi bastón de ciego.
-¡Sos boludo! Tocate algo lindo, eso decía.
-Y ¿con un tango te voy a alegrar? Los tangos son para llorar...
-No jodas, hay tangos hermosos. Tocá 'Malevaje' ¿Lo sabés?
-Encontrame uno que no sepa y te regalo la recaudación de toda la semana.
-Sobrador.
-Tengo con qué.
-Tabién, tocá de una vez y no alardiés más.
-Se dice alardees ¿tamos?
-Tamo.
El bandoneón aspira llenando su fuelle de aire y se amolda a mí como si fuera una extensión natural de mis brazos. El sonido brota pintando de colores ocres y barnices brillantes el pasillo. En el aire, el aroma a café se mezcla con el tango como cada mañana. La población va en aumento, la arena del reloj comienza a pesar en mi muñeca.
"El malevaje extrañao/ me mira sin comprender;
me ve perdiendo el cartel / de guapo que ayer
brillaba en la acción."
Cuando termino ella habla.
-Maquillaje te dije, no 'Malevaje'. Vos, aparte de ciego, ¿sos sordo? ¡Estás hecho mierda!
-¿En serio?
-No, te estaba jodiendo. Me gustó. Gracias.
Abro mi estuche y lo coloco mirando al techo, es señal de que empieza la lucha. Alguien tropieza con sus tacos en un escalón y putea por lo bajo, pero para mí no hay volumen bajo que valga. Escucho con claridad lo que esa dulce boquita profiere con su dulce voz, y eso que las escaleras están a más de ocho metros, calculo. Es justo por donde se sienta siempre Lola, en el último escalón, con sus piernas asomadas a esa terrible catarata de peldaños.
-Adiós, lindo poema -le digo cuando pasa en frente mío. Ni cinco de bola me da. Lo atribuyo a mi mala dicción y lo olvido en seguida. Dos o tres conversaciones distintas caminan con direcciones erráticas y por sobre ellas, la voz de Lola pidiendo sobresale inconfundible.
Por la esquina, el volumen aumenta de golpe. Hordas de chicas bulliciosas avanzan. Distingo al menos diez voces distintas, todas con una tendencia a soprano envidiable. Lo que dicen no lo es. Se acercan con rapidez actuando como un bloque, como si alguien empujara por el pasillo un aparador repleto de radios a todo volumen. Me alcanzan, alguna patea el estuche de mi bandoneón todavía vacío, varias se ríen. Todo es bullicio, mis oídos zumban por un corto lapso. Me sobrepasan. Quiero relajarme, tragar un poco de silencio pero a mi derecha Lola comienza a gritar con desesperada aspereza. Insulta sin detenerse a respirar. Aturdido, me pongo de pie, dejo el fuelle en el piso retorciéndose e intento acercarme pero choco con confusos sacos frontales, con corbatas sedosas, con bolsas que chillan, y con una voz que pide perdón con sorpresa. El bullicio de las chicas se hace eco, luego risas ahogándose, y por último un zapateo divertido y una huida en masa. Lola continúa gritando y se desespera como si le hubieran quitado algo valioso que definitivamente no posee. Me siento mareado por lo repentino de mi puesta de pie, trato de dominarme pero los segundos que necesito me los niegan los gritos de mi amiga. Nadie pasa ahora o en algún sitio alejado se ha formado una tribuna estática disfrutando del espectáculo. Sé que la gente es así, curiosa y poco comedida. Nadie va a ayudar a Lola, lo doy por descontado. Camino rápido en dirección a sus gritos sabiendo que en algún lado una escalera abre sus fauces a un infinito inconmensurable. Al terror, de golpe, le crecieron escalones, y no es la primera vez. Lola ocupa el espacio sonoro con "mi bastón, mi bastón, las hijas de puta me patearon mi bastón, mi bastón", repetido como un moebius. No tengo claro cómo es el grito de guerra de un rinoceronte, pero ese merece serlo. Infunde miedo, respeto. Te incita a alejarte. La acústica de ese pasillo bajo y opresivo coopera envolviéndolo en una honda reverberancia. El reloj se pone lento y abrasivo, la resistencia contra algo invisible, tal vez la tensión, calienta el aire. Entre el mareo y el poco oxígeno en el aire, me abro paso. De golpe, en mi no videncia, comprendo la niebla. La veo, la palpo, se hace presente ante mis ojos inútiles y dificulta la visión que no poseo. Pienso en la picazón en un miembro cercenado y siento un paralelismo tan afín como nefasto. ¡Qué solos estamos en nuestras limitaciones! Pienso en Lola que continua gritando, la siento. Estoy casi llegando a ella. El olor de su transpiración me azota pero, sorpresivamente, de manera grata. Su voz no se queda quieta, ya no está en su sitio agachada. Sé lo que significa. Se está parando. Lola intenta ponerse de pie sin ayuda. ¡Si por un momento dejara de escuchar ese alarido enloquecido! Está sacada, no entiende razones, sólo intenta dar con su sagrado bastón -bastión de su ínfima justicia- sin evaluar los riesgos, sin meditar un segundo. Ahora sí escucho el rumor oscuro, casi tímido, escaleras abajo y confirmo lo acompañados que estamos. En mi mente resuenan las voces de sus tres hijos y, contra mi voluntad, algo de razón les concedo. Odio el momento. Debo alcanzarla y calmar su reacción animal, primitiva, pero en la confusión no logro saber si se encuentra a centímetros de mi mano o al otro lado del eterno y morboso pasillo. Ellos miran de lejos, los siento, añoro que alguien del rebaño reaccione y la ayude. Entonces grito pidiendo ayuda pero sólo logro más dramatismo televisivo y confusión.
Mis manos rozan una pared fría, y a la vez piso algo sinuoso e inconsistente, con algo en su interior. Es su bolsa. Lola ya no ocupa su lugar. Lola encara las escaleras. Ahora, yo también pierdo el control. El rumor no solo proviene de abajo sino también de atrás mío, de mi espalda y de mi cabeza. Escucho el raspar de la madera del bastón contra el borde de cada escalón. El miedo me paraliza. Sus gritos y maldiciones me hieren. Sé que de golpe enloqueció, sé que debo detenerla. Alguno de los dos debe acabar con esta locura pero ninguno cuenta con la racionalidad necesaria. Tanteo el primer escalón poniéndome en cuclillas y recuerdos terribles me azotan. Veo luces grises encendiéndose en diversos lugares de mi retina y siento a la vez terribles dolores. Mi oídos zumban, no puedo seguir, la llamo, le ruego, le ordeno, la insulto, la halago, la quiero, y al fín pierdo toda noción.
Una exclamación pasmada, aguda, teñida de una sorpresa premonitoria, se eleva por sobre el resto de los murmullos precediendo al desplomarse que acalla al fín todos los rumores.

Alambrados


No me explico qué hago acá.
Siempre me lo pregunto y nunca llego a una explicación decente. Envuelto en la lengua abrasadora del diablo, en los brazos calientes del sol, transpiro como si una nube me estuviera reclamando por cada gota de agua que llevo dentro.
Sin dudas, es culpa de mi viejo. Desde aquel día que se asomó sigiloso a mi cuna y me inyectó esta sangre canalla en mis venas, no tengo antídoto posible. Soy y seré siempre así, hasta la muerte. O tal vez la culpa sea de esta ciudad extrema y soberbia, inevitable. O del Paraná, que escupió este Gigante hermoso un día de sol en los albores de todo. Porque el Gigante está acá desde la creación misma, eso nadie lo niega, al menos en Rosario. Bueh, en realidad siempre hay ignorantes.
Transpiro. Todos transpiramos. Somos muchos y todavía falta más de media hora para el comienzo del partido. Los cánticos son cada vez más envolventes, todos saltan, los escalones tiemblan como poseídos por un ronquido profundo y a pesar de los días de cancha que tengo, siempre me intranquiliza. La tarde avanza, el calor es líquido y abrasivo. El alivio cobra forma de manguera, regándonos con un chorro larguísimo, casi una yarará de agua. El gordo, a mi lado, me habla sin acercarse a mi oído. No lo escucho. Igual asiento con la cabeza. Raúl, del otro lado, un escalón más abajo, se debate entre dos tipos más altos tratando de ver. Es bastante petiso y tiene seguido ese tipo de problemas. Los 3 vinimos juntos a la cancha como cada vez que Central juega de local, acá en Arroyito. El gordo es de ir de visitante también pero porque puede, tiene menos obligaciones. Decí que el viejo ya no puede andar que si no lo traía, y que Nala es muy chiquita, ahora cuando tenga un par de años más... Otra canalla nueva.
La masa de pelos se aquieta y deja de saltar por un minuto. La marea densa, estática por la temperatura, se relame por lo que está por suceder. Palpita. Desde el túnel dos tipos agitan sus brazos bailando una danza extraña, alertándonos. Con toda seguridad ya estarán oyendo los tapones golpeteando hartos de cemento, deseosos de verde gramilla. Oirán las arengas de los referentes dándose fuerza, recordándoles a los más jóvenes lo mucho que valen y la importancia de dejar el alma en la cancha por esa camiseta que usan. Lo último que diviso antes de la tormenta de papeles es una cabeza emergiendo del centro de la tierra, un porte orgulloso e inflado, vistiendo una casaca hermosa, sagrada, repleta de historias de padres y de abuelos, una cinta blanca de capitán y luego, nada. O todo. Un trajinar de cabezas, un desmoronamiento de empujones, un abandonarse de brazos entremezclados y transpirados, gritos, papeles volando y otros cayendo en masa sobre mi cabeza. Imagino a los once ya en la cancha preparándose para levantar los brazos y saludar. Otra que imaginarlos por ahora no me queda al menos hasta que el panorama no se recomponga. Los aplausos comienzan, primero tibios, luego explosión. Seguro estarán con los brazos arriba en el circulo central, ¡qué lindo ritual!
Los gorriones de papel aún revuelan resistiéndose a aterrizar, infectando el aire despejado con una nieve de tinta negra y hojas de diario. Ahora sí, todos vuelven arriba como escaladores. Yo hago lo mismo. Al gordo y a Raúl ya no los veo. No importa, en el entretiempo ya nos juntaremos en lo del Negro, el panchero oficial del Gigante, el punto de encuentro. Arroyito ahora mismo debe ser una mezcla de quietud, gritos contenidos y radios mezclándose. Siempre es así el barrio, cada domingo, cuando el mediodía empieza a extinguirse se convierte en testigo de nuestra procesión abriéndonos el paso entre sus amplias calles prístinas, sus jardines de modorra, y sus casas bajas y relajadas acompañándonos. Luego es latencia y una espera tensa para, al fín, convertirse en anfitrión de la alegría o de palabras repletas de insultos e injusticias.
Una pelota golpea el alambrado, los rombos plateados cimbran, un rumor de ecos metálicos crece contagiándose, avanzando eléctrico. Falta algo: los bombos. Se los extraña. Los prohibieron.
El arquero llega con sus guantes ampulosos y tras golpear con sus botines ambos postes, retira con pulcritud docenas de largas tiras de papel que cruzan el área, su dominio. Luego, agradece los aplausos y se dispone a atajar los primeros pelotazos de la tarde. Me sorprende su cara de nene, ¿me estaré poniendo viejo? La red es un tejido virgen y estático, y espero que siga siéndolo, al menos durante los primeros 45 minutos. El arquero es aún un simple ser humano.
Del otro lado, los rivales ya están. Parecen fantasmas. Esta vez no hubo ni chiflidos ni insultos. Casi no existen. No hay rivalidad, ni historia, ni cuentas pendientes con sus colores: es un tanto aburrido. Ellos recién ascienden y quieren sumar puntos para quedarse en primera. No conozco ninguna de esas caras. Hasta un poco de lástima me dan. Igual pienso en la victoria y en golear para llegar al clásico de la semana próxima con confianza. Un par de portátiles se imponen a mi derecha, sintonizan algo que conozco de memoria: "Tarde Canalla", el programa seguidor del equipo.
El pitido inicial se impone y un rumor, como agua a punto de ebullir, se eleva, explota, ebulle y luego pierde decibeles hasta convertirse en un murmullo. El partido está en marcha. Algo me dice, aunque parezca lo contrario, que no será una tarde relajada. Nunca lo son, últimamente. El sol se ensaña y nos ametralla a rayos la frente.
-Claro, si hace 39 grados –alguien cuenta. Le creo, aunque me parece que los 42 ya los pasamos también. La imagino a Nala en la pile de lona, con su mallita rosa, los voladitos y el pelo recogido con colitas, y la envidio. Los bomberos miran el partido mientras acá, de tanto en tanto, se abren desesperados pasillos acarreando desmayados. En cualquier momento lo veo pasar al gordo así, en andas. Eso sí, entre cuatro lo van a tener que acarrear. Los cantos continúan pero ya no se salta. Todo es monótono, hasta que un silencio extraño irrumpe prepotente. Cinco segundos, carreras desesperadas, un cruce llega tarde, el arquero sale, el nene, un ruido seco y después la alegría brota de treinta gargantas al otro extremo de la cancha. Gol, gol de los fantasmas. Gol de lo imprevisto. A sufrir de nuevo, sigo preguntándome qué hago acá.
El fín de la primera mitad barre con las alegrías planificadas. En el aire, la impotencia y el desencanto se entrechocan. La voz crujiente y metálica del estadio lastima los oídos. El resto es silencio, el aire huele a sorpresa y a hecho irreal. En la platea, a la derecha, varios se paran, tratan de sacudirse la modorra y buscan ojos compañeros para compartir el desencanto y las broncas. Miles de técnicos ensayan cambios, miles de periodistas marcan los errores. Alguno desempolva una virtud. Todos coinciden en algo: la esperanza.
Lavado de cabeza y a la cancha de nuevo. Los aplausos vuelven espontáneos, un poco más amortiguados tal vez. Insultos que alientan, represiones constructivas y a seguir sufriendo. De movida nomás llega el segundo gol de los fantasmas y me lo pierdo porque estoy pispeando para el lado del panchero. El gordo, Raúl, hubiera sido lindo tenerlos al lado. Bueh, ya pasó. Fué de cabeza, dicen, se lo comió el arquero, el nene, repite lo escuchado en la radio. Dos a cero abajo. Siento vergüenza por los pronósticos propios y ajenos. Siento vergüenza por sentir vergüenza. Se va a hacer difícil ahora.
El calor es una anécdota. Central ataca de cara a mí, al gordo y a Raúl. Ataca y ataca, pero a pesar de ello, el arquero fantasma no la pasa nada mal. Los minutos se esfuman y no llega el descuento. La victoria es desesperación y panacea, el empate lo añorado ¿Quién lo hubiera dicho?
Sin una razón aparente, las energías se unen, se positivizan y la química se produce: un estallido potente se traduce en un aliento sostenido, en gritos y, ahora sí, en saltos. Es el momento, el equipo se contagia y se hace más profundo. Lastima. El rival no retrocede más porque si no más que rival sería espectador. Nuestra energía irrumpe sobre el césped como un ejercito de refuerzos invisibles y arrasa con el equipo fantasma. El árbitro duda y no cobra a favor, lo hace en contra y recibe en la cara un ventarrón de insultos, amenazas y saludos a sus familiares. El contagio social es instantáneo. Instintos de furia, destellos animales, fuerzas imposibles de retener afluyen como si la emoción se tradujera en seres indómitos viviendo de incógnito en mis intestinos. La energía toma colores y dimensiones que exceden al estadio y nos transforma a todos en un solo hincha: un hincha colectivo, como si un único ser la habitara. Late, se comprime y se expande. Respira. El amasijo de cabezas respira como si cada uno de nosotros fuera una célula de ese terrible hincha colectivo. Entonces sí, el gol llega como hecho lógico, como encontrar la llave correcta en un manojo gigante y sentir cómo la cerradura cede y se desliza invisible retrotrayéndose, dejando la puerta liberada. La libertad de saber abrir es el placer en sí mismo, decía el viejo, recuerdo. Y en ese ruido agitado de redes raspando el balón, en ese combarse del perfecto rectángulo de piolines recibiendo el esférico, en ese amasijo de bocas dibujando círculos de O más profundos que un mandamiento, en ese sentir de emociones urgentes y simultáneas, en ese soberbio y preciso instante de la penetración, encuentra ese hincha colectivo, o sea yo, y el gordo, y Raúl, y todos, el placer. El placer que vinimos a buscar. Dos a uno, y todavía faltan cinco minutos.
*
Fué por Luca que me pelé. El tano la tenía clara.
Lo conocí tarde, es cierto, ya había muerto hacía rato. Descubrirlo, como quién abre la cortina de la ducha que oculta a la chica desnuda que espera, bajo la lluvia, entre el vapor, fue el placer en sí mismo. Aún más que su música, más que sus letras. Por eso estoy rapado. Y me gustó cómo me quedaba. Además enseguida conocí a Lorena y empezamos a salir, y eso... ¡Cómo me gastó Raúl! El gordo no tanto, no le pareció tan mal. Al tiempo todos se acostumbraron, me acostumbré y nos olvidamos del tema.
Lorena, pelirrojita, menuda, esbelta, preciosa, tenía todo lo que buscaba en una mujer. Me atraía de ella lo mucho le gustaba todo lo mío, y no lo hacía por obsecuencia, era deslumbramiento. Lorena poseía una energía auténtica. Me gustaba, me colmaba. Éramos felices como suelen ser los comienzos.
Lorena me regaló a Nala, y a ella, a Nala, no le tomó mucho tiempo ocupar el espacio de mi corazón que le pertenecía a su madre. Día tras día, a medida que fuimos conociéndonos Nala y yo, Lorena comenzó a perder protagonismo en mi vida. Empezaron a crecerle fallas, a nacerle defectos, a brotarle fealdades, cosa que con la nena pasaba a la inversa. Así, nacieron entre nosotros distancias inéditas, inexorables y, para peor, irreversibles. No hubo guerras, no hubo luchas, ni siquiera peleas. Las discusiones se espaciaron, como se espaciaron nuestras charlas. Esa ansiedad de estar juntos se fue perdiendo como se pierde la señal de la radio a medida que la estática crece. Y llegó el día en que Lorena fue sólo estática.
Hablé mucho con Raúl, él me ayudó más de lo que creía. Sus consejos fueron mi guía durante el tiempo que estuve perdido, mal, culpable. Lorena era la orilla y yo el bote que la mansa corriente del lago alejaba con lentitud. Sin lágrimas, sin fuego.
*
Los cinco minutos se convirtieron enseguida en cuatro, los cuatro en tres, y yo en un amasijo de tensiones emocionales hermosas.
-Uh! –grita el de al lado y todos nos contagiamos.
El tiempo se acaba y el equipo ataca con más tozudez que calidad, con más vergüenza que fútbol. Llueven centros -deben ser los primeros fantasmas con chichones de la historia- y el arco se me esconde tras una araña de brazos alzados e inquietos. Apostaría mi hija a que ninguno ya se acuerda del calor. Un cartel de luces amarillas indica los minutos restantes. El tiempo reglamentario terminó. Creo ver dos minutos más, al menos lo asocio con lo que escucho por ahí. Los fantasmas sacan del arco porque un disparo fallido se perdió lejos de todo. El arquero encuentra todas las excusas posibles para perder el tiempo. De repente, como suspendida en el aire, la veo, viaja y se siente mirada, se sabe estrella cuando cruza la mitad de la cancha volando, se convierte en doncella cuando dibuja su parábola descendente, pero el zaguero nuestro, un rústico que nada sabe de poemas, la revienta de un derechazo y la devuelve a campo fantasma. Si la pelota hablara... Alguien cabecea, dos se empujan, un rebote, un agarrón, un árbitro miope, otro agarrón y, de repente, una siniestra le pone claridad a todo inventando una trayectoria tan impensada como soberbia y lo deja al 9 canalla cara a cara con el arquero. Supongo al 9 ya repartiendo su mirada entre la redonda y el tipo de guantes que sale a su encuentro. ¿Alguien ve algo, che? Espero que el 9 sí. ¿Qué pasa? ¿Qué pasó? De golpe, lo impensado. Todos caemos. Con cada paso que doy pasan cinco escalones bajo mis pies. Nunca imaginé que tantas imágenes podían caber en mi cabeza cuando la vista es inútil. Veo a mi viejo saltando con la radio enfundada en cuero en la mano, la veo a mi vieja colgando la camiseta en la soga del fondo y la camiseta chorreando charcos sobre el contrapiso desparejo y gris; lo veo a Raúl borracho volviendo de bailar y cantando estas canciones que escucho; la veo a Lore, sí, Lore, ¿qué nos pasó?, tan hermosa tras la cortina y bajo la lluvia, que...; la veo a Nala abriendo los ojos y mirándome rutilante por primera vez, me veo en la foto del diario, acá, en la cancha, como ahora. Todo, de alguna manera extraña y sublime, se aparea con esta emoción rotunda. El nueve lo hizo. Empató el partido, el juez de línea corre a la mitad de la cancha, es un milagro, sí, me hace llorar, y gritar, y sentirme lleno. El tipo, el goleador, salta los carteles y se acerca a mí. Salta ágil y se agarra del alambrado en un ritual simio. Los botines trepan, los tapones engranan, él sigue hasta quedar cara a cara con la popular. Lo veo, lo tengo. Gol, grita él. Gol, gritan todos. Gol, grito yo. Terminó, grita el referí. La caída continúa, la soporto, me mantengo, floto. Y, de golpe, el alambre agranda sus rombos, mi cuerpo acierta el camino, lo veo al nueve acercarse hasta tomar una estatura normal. ¡Sí, es real! Me estiro, me empujan, me empujan más, y con el último aire, (Lore) con mi mano izquierda, (Lore, mi cielo) con el ultimo aliento mezquinado al sol, lo toco. (Lore por Dios) Sí, al héroe lo toco. (Lore, soy yo...) Gracias, Dios, por esta alegría. (Lore, ¿qué nos pasó?) Por estas (Lore, te amo) lágrimas...

Gdansk




-Al rojo, sí, al rojo. Por ustedes... –y besó la ficha.
La apoyó sobre el rombo dibujado sobre el paño, rojo sobre verde, como si con ese rectángulo plástico de múltiples tonalidades violáceas se fuera su última conexión con la vida, o con las cosas felices de la vida al menos, y cerró los ojos dejando que el vacío lo engullera aún sabiendo que su vida estaba en juego, la suya y otras dos más.
La sensación se coló en él haciendo estragos, como si su cuerpo fuera un cumpleaños de quince de alguna chica bien y la sensación, una banda de borrachos descontrolados. El solo perder el contacto con el plástico de la ficha le dio vértigo, un vértigo desquiciado. Ya estaba jugado.
La esfera de marfil blanco inició su carrera errática y enloquecida de cada noche como remontando un ciclón. En simultáneo, la rueda numérica comenzaba a girar a igual velocidad en sentido contrario. Chocarían, sí, chocarían al encontrarse y ese choque se inscribiría con letras doradas en el libro sagrado de su destino, el resultado de ese choque al menos: el resultado de la primer batalla.
-Colorado el tres –gritó el crupier. Ezra suspiró, dejando escapar el aire viciado que llevaba por más de un minuto retenido. La primera, sí, la primera es nuestra, mi amor, se dijo. La primera es nuestra. La quinta parte del pasaje, pensó y con su mano golpeó el bolsillo grande del saco gris que vestía. Lo había alquilado a cambio de una semana de trabajo en una obra no precisamente de teatro. Ese saco, el pantalón negro y los zapatos... La camisa era suya. Su sonrisa creció, distendiéndose, ínfima. Confianza necesitaba. Y fe. Mucha fe. Dios lo guiaría y pondría en sus manos la elección correcta. La única que cabía en realidad. Era una apuesta a matar o morir, lo sabía.
Cinco batallas, ya lo tenía estudiado. Cinco, con la primera ya ganada. Cinco, y cada una, progresivamente más difícil. Cinco, y todas formando parte de un plan. Un plan desquiciado pero lógico, si se piensa en términos de amor y distancia. Un plan extremo, que si lo lograba cumplir, lo convertiría en un hombre feliz. En definitiva, cinco golpes de suerte no eran una locura, un imposible. Digo, por cinco de esos no iba a firmar un pacto con el diablo, aunque si hubiera sabido cómo hacerlo seguro lo habría hecho.
Cinco pisos hasta la terraza donde brilla el sol, pensó, y ahí vamos a estar juntos, amor. Juntos otra vez, los tres. Los extraño. Los extraño mucho.
Su primer paga se amontonó sobre la mesa y un palo, con algo parecido a un limpiador en la punta, se lo alcanzó. El contacto con el plástico le devolvió a su cuerpo la tranquilidad.
-Fe, si que la tengo –se dijo.
Jugueteó con las fichas sin levantarlas del paño y sin pensar las reacomodó sobre el rectángulo donde decía "segunda Docena". No cambiaría sus planes, Dios le había dicho qué hacer. Bueno, en realidad, era un trabajo en equipo. El equipo de los sueños: Dios, él y los sueños. Dios, el mentor, el supremo; los sueños, el método, la vía de comunicación; y él, Ezra, el traductor por llamarlo de alguna manera, y el ejecutante.
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En el primero de sus cinco sueños vió a su hijo, Noha.
Noha, de tres años de edad y casi tres que él no lo veía. Se podía decir que casi ni lo conocía. Dos años, nueve meses y once días en la vida de alguien de tres es prácticamente toda la vida.
Su sueño con Noha fue vívido, tanto que despertó buscándolo en los alrededores de la cama como si fuera natural que ahí estuviese. Lloró, ¡cómo lloró cuando lo tuvo enfrente! Si hasta podía tocarlo... Los ojos grandes y castaños con los que miraba se parecían mucho a los suyos, no cabía duda. Y estaba tan grande y tan fuerte... La pena inapelable de no haberlo visto crecer, caminar, hablar, lo aniquiló. Noha usaba un trajecito rojo. No negro.
Dos semanas después tuvo el siguiente sueño.
En éste, apareció su esposa: Nadiah. La tercera parte implicada en el plan. Aun no había olvidado el de su hijo y ya llegaba ése. ¿Qué debía pensar? Con toda seguridad, algo trascendente, pero todavía no se le ocurría.
Sí, fue un sueño fuerte, pero sólo en un aspecto más que el anterior: en lo erótico. Perturbador, incisivo, cruel. Seguro tardaría mucho en dejarlo atrás. Una cama, sábanas blancas, vírgenes pero a la vez gastadas. Un lado plano, liso y prolijo, un espacio vacío en espera, y otro arrugado y lleno, ocultando formas, montañas irregulares, curvas de mujer, las formas de la mujer que más había amado es su vida. La última que había tocado. Las formas se movieron, se incorporaron en la cama y, ya sentada, dejaron al descubierto dos razones nada modestas y casi perfectas; mientras Ezra apoyaba sus rodillas en un colchón terso y blando tratando de llegar a ellas. El sueño luego discurrió caliente y lógico, pero él se quedó con sus dos razones pétreas.
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-¡No va más! –gritó a la par del crupier pero cuando éste lo miró, Ezra ni se dió por enterado. De nuevo la bola blanca, maciza, corría su loca carrera, casi inacabable. Tenso, trató de levantar y bajar sus hombros para relajarse, pero no obtuvo ningún resultado positivo. Si la segunda batalla lo llevaba hasta ese estado de nerviosismo no soportaría la cuarta, de eso estaba seguro. Debía encontrar una forma de tranquilizarse, de distraerse, tal vez un trago, pero, ¿con qué iba a pagarlo? ¿Con el dinero del pasaje de Nadiah? No. Seguro, eso no sucedería. Casi se olvidó del tema al escuchar ese nombre mágico pronunciado por su propia mente.
La bola llegó a su punto de mayor velocidad girando bien cerca del aro superior de la ruleta, y luego, obedeciendo a la gravedad, cayó para chocar con la rueda numérica que, como de costumbre, giraba en el sentido contrario. Saltó, golpeó, rodó, volvió a saltar y se posó firme en una de las ranuras mientras los números jugaban en su calesita de la fortuna. Era negro. Vueltas, vueltas. Si, negro pero... tenía dos cifras? Vueltas, vueltas. Los ojos de Ezra habían aprendido a ver en ese frenesí. A interpretarlo. Trece. Estaba seguro.
-Negro el trece –gritó a la par otra vez, sólo que ahora el crupier ni se molestó en mirarlo y empezó a retirar las fichas perdedoras de la mesa. Un desparramo numeroso en donde no figuraban las suyas. Una gota se descolgó por su espalda y se detuvo incómoda en el borde de los pantalones. La primera gota de la noche. El alivio se instaló otra vez en sus músculos, pero ahora en una ración más reducida, como las raciones de comida que recibían en su tierra, su Polonia natal. La amada y odiada Polonia. Ya nadie de su familia sufriría más. Esa tierra nueva que lo albergó a él, los hospedaría a ellos, y con trabajo, y con esfuerzo, lograrían lo que nunca habían podido hacer en su puta vida: ejercer su dignidad. Ser.
Voces sonaban en su cabeza. Casi sin darse cuenta dejó de lado el castellano torpe que hablaba y volvió a su lengua por unos segundos. Alguno lo miró a pesar de la indiscutida indiferencia reinante. Quizás se debía a lo común de ver extranjeros en esa época en Buenos Aires, más, tan cerca del puerto como estaban. Los barcos los traían como racimos. Almas viejas escapándole al horror de la post-guerra -casi peor al de la guerra misma-, llegando desesperados, abandonando sus pocas pertenencias, desertando de la vida. Sentir al infinito pisarte los talones es mejor a quemarse por siempre en él, solo que Ezra había dejado a dos suyos ahí dentro y eso le quemaba más que cualquier hoguera. El terror y el hambre le amputaron sus brazos y habían quedado allá, en la vieja Europa, entendiéndose por brazos a Nadiah y a Noha, por supuesto.
-Sí! -se dijo, y cerró el puño con la fuerza que contagia la alegría de la victoria, aunque contrastando demasiado con su presente.
Dos quintas partes.
Dos anhelos partes.
Los dos primeros sueños ya formaban parte de una realidad. Ellos fueron la clave de esas victorias. Efímeras, pequeñas, pero victorias al fin. Ezra supo interpretarlos y en eso residía su mérito. De ahí en más, le quedaban tres duras pruebas, eso significaba que no debía dormirse. No ésta vez. Debía saber ver el momento y atacar, el plan perfecto, el que traería a las razones de vivir de vuelta a su vida, a través del mar, un viejo conocido.
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El casino, o casi eso, funcionaba en Retiro, y no creo que haga falta decir lo clandestino que era. Lo que sí hace falta decir es que en él (casi) nadie había ganado una fortuna, ni siquiera, una gran cantidad de dinero, aunque éste circulara a montones. En el aire podía sentirse su áspero olor. La fama del lugar era mala y se rumoreaba que las trampas para engatusar a los clientes más tontos (o más inexpertos que es casi lo mismo, solo que éstos últimos tienen la posibilidad de curarse) eran muchas, aunque nunca se había descubierto ningún fraude ni nada parecido. O al menos ninguno había visto la luz. Lo cual significaba una suerte muy conveniente para sus dueños, entre los que se encontraban varios prestigiosos políticos de la República. Aunque la palabra prestigio era un termino que comenzaba a bastardearse con mucha rapidez en las calles empedradas de la reina del plata.
Todo eso Ezra lo sabía, no en vano había vivido casi tres años en esos conventillos atestados donde todo se terminaba sabiendo con el paso del tiempo. Lo sabía bien, pero la fé lo guiaba con autoridad y él debía seguirla; además, tenía un plan. Lo que quizás no sabía es que la fé es ciega. Siempre.
El casino funcionaba en Retiro, y Retiro no era una de las zonas más destacadas de la ciudad, por así decirlo. Zona de conventillos e inmigrantes. Zona de necesidades y simplezas pero también de miserias y penurias. Inmigrantes tanto internos como externos se codeaban en sus dominios. Chaqueños e Italianos, españoles y santafecinos. Personas diametralmente opuestas pero unidos por una misma desgracia: el desarraigo, y una desgracia nunca es un buen augurio cuando de unión de personas se trata.
En esa época, las distancias resultaban inexorables, y decir mil kilómetros y decir diez mil significaba, prácticamente, referirse al más allá. Sus casas, súbitamente convertidas en lugares a los que jamás volverían, resultaban casi tan tangibles como el horizonte. Y existían dos razones de tal impedimento: una, la económica y otra la tecnológica, los transportes no eran de lo más eficiente y avanzado. El tiempo traería adelantos significativos pero tendrían que esperar muchos soles para verlos con sus propios ojos. Y muchos ni siquiera los verían.
Estar lejos te marca y en cada una de esas caras pobladoras de esos barrios aledaños al puerto se veía esa marca con nitidez. Caminando por las veredas angostas, raspando los empedrados grises, protestando por la humedad, comiendo en sus bodegones o perdiéndose en los largos pasillos multiplicados como ratas de pensión. En esas piezas se albergaban colchones sin camas (y quizás solo eso) y las maderas crujían, las escaleras eran tan estrechas que hasta había que usarlas de a uno por vez al subir o bajar. En esas piezas el sol equivalía a privilegio y el aire puro a lujo. Las puertas se multiplicaban tan contiguas y tan pegadas como las putas de cada noche; asomarse a ellas (a las puertas, no a las putas) era estirar los ojos para, en vano, tratar de divisar el final de esos lugares lúgubres y misteriosamente emocionantes.
El casino era una de esas puertas. Solo una puerta más del lado de la calle, marrón, opaca; pero un lujo del lado de adentro: terciopelo, alfombras, mármol, brillos amarillos. Un efecto irreal para el visitante distraído, un contraste supremo. Un engaño bien disfrazado para quien el juego lo asociara al vicio inexorable.
Una puerta, el pasillo largo, pulcro y austero, algunas puertas laterales conduciendo a piezas vacías, macetas secas, un recodo al final, una luz tenue, más pasillo, más puertas, y una puerta más al final: la puerta. Tras ella, gente de seguridad –grandes monos- porque solo caras conocidas o contraseñas correctas podían franquear ese acceso. Escaleras al sótano, una cortina densa y luego sí, uno podía ser Gardel si lo quería, y más si arribaba con la billetera bien gorda. En esos tiempos no había plásticos de crédito ni nada similar. Solo billetes y favores, nada más.
Una vez dentro todo era bueno: ruleta, cartas, dados, música, gatos y tragos, y hasta otros ingredientes especiales si el cliente lo solicitaba. Teniendo al gobierno de su lado, la casa podía conseguir muchas cosas, más de las que no eran tan cotidianas.
Ezra entró recomendado y con dos billetes grandes. No mucho, pero la cosa cambiaría con rapidez. No había que llamarla suerte porque no lo era, solo buena interpretación y un manojo de sueños. Y Dios, por supuesto.
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En el tercer sueño se presentaba su madre. Su santa y muerta madre.
La primera gran guerra se la había llevado, al igual que a su padre, a su hermano mayor y a otros familiares cercanos. De un plumazo (morterazo) todos dejaron el mundo y él con su suerte a cuestas solo obtuvo rasguños y algunas insignificantes esquirlas que aún su cuerpo hospedaba en algún sitio. Odió a su suerte como a la guerra misma durante años. Prefirió estar muerto más de una vez, hasta a Dios le había rogado para que se lo llevara. No podía levantar la vista y ver esa devastación donde antes habían crecido jardines y flores. Y madres.
En definitiva, todo fué muerte hasta que Nadiah llegó a su vida, sigilosa como un ángel. Radiante, como un ángel. Frágil y hermosa, como un ángel. Una mañana apareció de la nada, entre escombros y hambre, sin nada más que perder que su propio cuerpo y se echó a sus brazos (literalmente) a llorar, como si ese hombro le hubiera servido para eso durante toda su corta vida. Tal vez así había sido, porque para Ezra, el rostro de la chica –la que luego sería su esposa-, portaba un sabor muy conocido, un tesoro que un día descubriría. Diecisiete años tenía ella, veintiséis él y casi un año la guerra.
En definitiva, su madre apareció ante él.
Salió de abajo de un gran trozo de concreto –otrora una pared de nuestra casa- levantándolo como si se tratara de cartón, y sonreía. Sí, sonreía. Aunque para Ezra eso no era novedoso. Ella siempre sonreía.
-¿Qué sucio está todo esto, luego vas a tener que ayudarme a barrer, sí mi hijo? –dijo. Le faltaba el brazo izquierdo.
A Ezra, los ojos se le poblaron de lagrimas a pesar de lo profundamente dormido que estaba, lo supo al día siguiente por las manchas en la almohada. No podía ser, no podía estar soñando esa atrocidad. Se sentía profanando la tumba de su madre. Deseó con todas sus fuerzas el final del sueño, pero no era más que un deseo y en los sueños los deseos no funcionan.
El sueño, entonces, prosiguió.
-¿Me vas a ayudar, hijo? Sí, seguro así será, como en los viejos tiempos. ¿Te acordás cuando tenías seis años y salíamos juntos a pasear por las calles? ¿Éramos muy felices, no?
Ezra no tuvo tiempo de contestar, ni de reaccionar. Un ruido terrible llenó sus oídos y una pared de humo y cal se levantó entre ellos invadiendo todo el aire, haciendo difícil respirar. Haciendo difícil vivir.
Ya nada se vió.
El sueño había terminado al fín.
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La pila de fichas se veía tan erguida y tan pareja como un edificio sin derrumbar. Prolijas y apoyadas sobre la línea perimetral de la grilla numérica, en el único punto compartido por los cuadros uno, dos, cuatro y cinco, la pila desafiaba al destino. En la jerga del juego, ese tipo de apuesta se lo denomina cuadrado, o sea, se apuesta por cuatro números a la vez y, en el caso de acertar, se divide el premio mayor por cuatro, y es eso lo ganado. A más posibilidades menos retribución, por supuesto. Como en la vida.
Otra vez la carrera loca, o mejor dicho la traducción de la locura misma a un hecho terrenal o lúdico en éste caso. La bola blanca entre el pulgar y el índice del crupier, el hacerla rodar veloz en la ruleta, el roce perfecto del marfil y la madera, el encontronazo, el ´novamas´, la danza errática, las miradas lascivas, la vida y la muerte golpeándose codo a codo en disputa del papel principal en el reparto, la ilusión increscendo primero y desvaneciéndose luego, los rebotes, los latidos, el silencio, el frío...
Muchos continuaron atentos al movimiento circular de la ruleta tratando de verificar su suerte aún mucho después de que Ezra estuviera seguro del resultado.
-Negroooo, el cuaaatroo –gritó el crupier casi sorprendiéndose de no tener coro del loco de traje ridículo.
El polaco ganó por tercera vez consecutiva.
Ezra esperó paciente por sus nuevas fichas y luego, con sumo cuidado, las recogió de la mesa y se retiró al hall contiguo, donde un mozo de impecable negro y blanco le sirvió un trago como cortesía de la casa. Se sentó a una mesa, en un sector aislado donde había al menos otras diez o doce iguales, todas para dos personas, la mayoría desiertas. Un sitio especial para espectros. Probó el trago y en su cara se dibujó una mueca de duda, como si le costara identificar ese sabor caliente y expresivo que se filtraba por su garganta. Ginebra, en ese casino siempre se servía ginebra o Whisky, pero de los buenos, bastante diferentes a los que él acostumbraba tomar a solas en su pensión. Aún así, y a pesar de esas diferencias que para muchos serían duras, a Ezra no se lo notaba ni triste ni contrariado. Era un escapado de la guerra (toda la vida lo sería) y esa gente tiene bien aprendida esa lección que aconseja conformarse con lo que se tiene, no ser un conformista, pero sí dar gracias cada día por cada cosa.
Apoyó las fichas sobre la mesita y las examinó como si en su degradé de colores se escondiera una figura o un mensaje secreto solo para él. Esa faena lo mantuvo ocupado por más de diez minutos, cosa que se podría atribuir con facilidad a una inédita serenidad colándose por sus poros. O algo parecido.
La victoria tiene un sabor tan dulce, tan poderoso, que después de probarla el azúcar se torna amarga; por eso, la textura delicada de las fichas lo alucinaba tanto que le resultaba imposible dejar de acariciarlas, una a una, como si en ellas se materializara Nadiah, como si las fichas estuvieran recubiertas con su piel. ¿Podía estar tan cerca? No era una panacea. La mitad del camino tantas veces planeado, y pensado, y estudiado, y vuelto a planear, ya estaba cumplido. Y bien cumplido. Más de la mitad del pasaje Gdansk – Buenos Aires. La alegría parecía un germen diseminándose en su cuerpo con mesura pero sin ninguna traba.
Miró la mesa, o mejor dicho enfocó su parte conciente en ella porque sus ojos la habían estado apuntando en los últimos diez minutos al menos, y vió como alguien (él mismo) había construido una torre de elementos rectangulares tan alta que alcanzaba casi al vaso que prácticamente ni había tocado y sonrió. El momento del tercer asalto llegaba.
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De atrás de los pastizales a los que siempre le había temido, apareció el ser. Un hombre grande, adulto, viejo, como de treinta años. Desarreglado, corroído. Podía saberlo aún sin ver su cara con facilidad. Se le acercó, Ezra, como por instinto, ocultó del alcance de aquel extraño los juguetes que su padre había construido, y trató de hacerse visera con sus manos, pero el sol esa mañana se empeñaba en envolver las cosas en un extraño fulgor. Brillaba tanto... El extraño se paró en frente a Ezra que, desde su perspectiva, lo creía un gigante. Y quizás lo fuera. De repente, cuando el hombre se hizo visible al interponerse entre él y el sol, el rostro se le antojó familiar, o más aún, necesario. Un rostro futuro. El extraño, que ya no lo era, abrió el puño derecho y dejó caer sobre el pasto helado un papel blanco y arrugado que casi no se distinguía del suelo, y desapareció por donde había aparecido sin decir una palabra. Ezra se hubiese sorprendido bastante si eso hubiese sucedido de otra manera, si el hombre hubiese hablado: porque esa extraña voz sería suya veinte años más tarde.
Veinte años más tarde, Ezra despertó de la siesta transpirado y con la imperiosa necesidad de conseguir un lápiz. No podía darse el lujo de olvidar lo visto en ese papel. Si existen los momentos en los que uno no cabe dentro de sí mismo, ese era uno.
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Ezra se acercó a la mesa donde el crupier lo recibió con una amplia sonrisa, en vez de golpearlo como en realidad parecía querer. Ocupó el mismo lugar de antes y esperó con paciencia a la siguiente vuelta, el comienzo de la cuarta batalla. A tientas, sacó un papel arrugado del bolsillo, lo recorrió con los dedos como leyendo en braile el 15, lo estrujó y lo devolvió a donde pertenecía. Para Ezra era más valioso que un gran hallazgo arqueológico.
Un hermoso edificio de reflejos lilas y rojos se alzaba sobre la mitad de la línea externa del cuadrado número trece. Era una jugada más difícil que el cuadro pero con mejor premio, se apostaba por tres números, los tres que ocupaban esa fila: el trece, el catorce y el quince.
-Cada batalla va a ser mejor que la anterior –se dijo y preparándose como capear una tempestad, miró a la ruleta sacra, al crupier amagando con hacerla girar, esperó el "no va más y luego se abandonó a la fé (o a lo que fuera).
Esta vez no hubo bola que corriera, ni sufrimiento, ni espera alguna. Todo ese minuto discurrió dentro de un sopor inhabitado y distante donde nada pareció ocurrir. Como si se hubiera tapado los oídos para no escuchar, solo que logrando extender esa habilidad a todos sus sentidos. Como si por un momento hubiera desconectado el enchufe de alimentación de su propio cuerpo. No vió, no escuchó, no sintió, no nada. Un letargo -quizás bendito- se apropió de él y eso en definitiva salvó su vida. Al menos ese día.
Entonces, alguien palmeó su espalda, dos vivaron, varias mujeres se enteraron de su existencia, otro le dirigió una mirada de odio. En sus ojos se formó una imagen nublada como si alguien hubiera interpuesto un vidrio sucio entre él y la mesa. Daba la sensación de estar mirando la televisión al encenderse, solo que en ese tiempo no había muchos televisores en el mundo. La imagen empezó a aclararse señal que los motores de la visión comenzaban a funcionar de nuevo. Igual, le tomó un rato largo conectar la mente asociativa a eso que sus ojos enfocaban. Parecían tomas de prueba. Ensayos de fotos en movimiento. Todo Ezra lo negaba. No podía ser tan dulce una visión. No, no podía serlo.
Pero lo era.
Los edificios de fichas rectangulares se habían multiplicado hasta convertirse en una mini ciudad y permanecían en la espera, como una mujer sola en un café. Ahí, sobre el paño verde, hermosos. En sus ojos nacieron montañas de azúcar y su sonrisa se hizo tan amplia y tan radiante que en vez de dar envidia contagiaba alegría. Los rectángulos no estaban solos, ahora contaban con la compañía de diez hexágonos de bordes rojos y blancos, y un centro circular brilloso. Marfil, marfil puro. Casi un elefante.
-Desea recogerlas, señor, o ¿es una gentileza suya para los empleados? –le preguntó el crupier, con su sonrisa de alquiler.
-No, no, perdón... –dijo y apuntaló sus edificios sobre el cuadro perfecto que brillaba en su retina y en la mesa.
Un pleno.
Todo al veintisiete.
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Gdansk, fué en la primera mitad del siglo veinte uno de los puertos europeos que embarcó a más personas de la Europa Oriental hacia ese sitio misterioso y prometedor que se encontraba prácticamente del otro lado del mundo: Buenos Aires. Personas que, escapando de la guerra y de la locura, se subían a cualquier cosa en movimiento con tal que llevara como destino algún sitio alejado de Europa. La vieja y convulsionada Europa.
Así, miles de polacos dejaron atrás sus tierras, sus familias y sus diezmados recuerdos en pos de lograr convertirse en puntas de lanza en un extraño nuevo (¡y por favor, pacífico!) país, para luego, una vez instalados, poder llevar a su gente allá y, de una vez por todas, vivir con tranquilidad. Solo eso: Vivir. Aunque fuera mucho pedir para esa época.
Ezra Vladinwicz, era una de esas tantas almas. Un caso idéntico a muchos, un polaco no muerto con un logró muy importante en su haber, un paso importantísimo para su porvenir inmediato, aunque en realidad para él solo significaba la mitad de su cometido. Sin quererlo, había dejado en manos del azar a la otra parte de la historia, la integrada por Nadiah y por Noha, sin ninguna duda su motor vital. Algo así como el último tanque de oxigeno en medio de tanta mierda.
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Ese día, en ese puerto gris, el turno le tocó a Dios. Al menos eso pensó Ezra.
Era la mañana del día más cálido que le podría tocar vivir a Polonia y el sol parecía sonreír ante esa rotunda victoria. El barco estaba en posición. Los viejos amarres, las redes retorcidas, los marineros rústicos, los cajones apilados a punto de ser arriados, la bandera mitad roja, mitad blanca, mitad sangre, mitad frío, los pasajeros subiendo, el marrón y el gris prevaleciendo, los abrigos puestos y las pertenencias al hombro, los familiares, los amores, la guardia atenta de los soldados, dos tanques, la tensión y la emoción mixturándose, el adiós hecho lagrimas, los nudos de los amarres, los nudos en las gargantas, los pañuelos agitados, la confusión de los niños y la señal de la bocina, indicaban que la hora había llegado.
Entre la gente que despedía a los viajantes no se encontraban ni Nadiah ni su hijo, seguro ganas no les habían faltado pero varias condiciones les habían jugado en contra: la del dinero la principal. Igual la despedida ya había ocurrido unas cuantas horas atrás en su Varsovia natal, en la partida del camión que lo acercó a Gdansk y a su puerto. Esos besos y abrazos bastaron para Ezra, como basta el agua para el que tiene sed. Eso y la promesa.
-No te prometo volver acá, sino volver a vernos –dijo, y más que promesa sonó a juramento, y a fé. Después partió sin una sola muestra de dolor, al menos hacia fuera.
Ahora, Ezra apoyado contra la baranda de la proa del barco escuchaba con atención el dialogo de los viajantes con sus amigos y familiares. Se fijaba en sus caras desconocidas, en sus rasgos duros y rectos, no parecía buscar sino aprender. Su mente, quizás, repleta de dudas, pensaba en todo lo que le restaba aprender del nuevo mundo que lo esperaba. O mejor dicho que no lo esperaba.

En ese instante, entre toda esa gente, lo vió. Ahí estaba, sólo, impávido, estático, mezclado, sin nadie que se fijara en él, sin nadie hablándole, mirando fijo sus ojos. Dos lagrimas rodaron. Lo que siguió se parecía más a un torrente que a un llanto. La emoción se dibujó en su cara como si de golpe hubiera recibido la clave de cómo ser la persona mas expresiva del mundo, algo que no era su especialidad en absoluto. Justamente a él...
Dios lo miró a los ojos como si en medio de todo ese gentío solo él existiera. Pero no importaba, se notaba que Ezra lo sabía: Dios se le presentó en ese instante y insertó en su cabeza una imagen que él debería interpretar.
Un estruendoso ruido arruinó el cuadro y ya no lo distinguió entre la gente. El barco comenzaba su largo viaje.
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-Veintisiete dijo Dios, veintisiete será.
Retiró las manos de la carpeta. El contorno verde lo abandonó y los dolores arribaron a su cuerpo como una invasión.
–No son una buena señal -pensó crujiendo los dedos y acertando por quinta vez en la noche. La pila sobre el número veintisiete era por lejos la más alta de la noche, pero aún así no pagaba un pasaje Polonia - Buenos Aires ida.
La ruleta comenzó a girar y Ezra a perder el contacto con la realidad. Un click infrecuente, apenas audible, salió de algún sitio, y la bola rebotó una vez más de lo que tenía planeado, hizo equilibrio sobre un borde y se posó, muerta.
Dios se había equivocado.
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-No se ponga así, señor ¿Sabe cuánta gente salió por éste mugroso pasillo así triste como hoy se va usted, y a los pocos días les cambió la suerte, volvieron y se forraron? Muchos. No todos, seguro. Pero a más de uno conozco, se lo aseguro.
El empleado del casino, impecablemente vestido y falsamente comprensivo acompaña a Ezra a la salida y lo abraza en el largo camino a la calle. El pasillo es una oscura alegoría a la derrota. Ezra no responde, cuenta las baldosas.
-Hágame caso hombre. Repóngase. Junte algo de dinero, pida y cuando se sienta con suerte, vuelva. Va a ver cuanta razón tengo.
Doblan por el último recodo. La puerta se ve al final como un oasis. Siete, quince, setenta y tres baldosas. Ezra se suelta del abrazo empalagoso del empleado sin cortesía y camina adelante. El empleado sigue hablando pero ya Ezra ni lo escucha. Solo pide que al final del corredor, atrás de esa puerta, el día amanezca soleado.


Diesel


Silbaban. Te juro, nunca había escuchado algo así. Entonces esta campana se rajó. ¿Qué querías? Sí, agarré el subte y a la mierda. Ahora subo los escalones, de dos en dos, de tres en tres. La remera se me llena de aire, la basura vuela, hay tanto viento. ¿Es eterna esta escalera? ¿Porqué tuviste que hacerlo?
Es una noche confusa, todo oscuro. Mi cabeza está demasiado enferma para pensar bien pero aún tengo claro lo del apuro, quiero decir, estoy corriendo y todavía sé porqué corro. Miro arriba, a la superficie, por entre mis pelos que cuelgan y bailan con ritmo de cumbia, subo, es cierto, pero es como si me faltaran horas para llegar arriba. El subte me dejó y se fué haciendo temblar los deditos de mis pies. Después, silencio, un silencio raro, como si alguien estuviera por atraparme.
Estación Pueyrredón. Ahora nadie sabe, corro, y es por eso que me miran, sólo porque corro y es raro ver correr así a una chica, pero yo sé correr, corro bien, no como otras. Eso sí, tengo que tranquilizarme, ellos no saben de vos, nadie sabe de vos. Corro y mis pechos saltan, me duelen, y estos escalones de mierda que no se terminan, y transpiro como loca, y no entiendo nada. Ya no quiero estar así, me jode, no me gusta fumar esa mierda, a mí dejame con el porro, es un poco más caro ya sé, pero hace rato somos amiguitos. Ahora, así colgada no sé cómo voy a hacer para llegar al diesel. Gotas de transpiración y voces que vienen de arriba se confunden con gritos, gritos de tipos raros que se mezclan con los tuyos dentro de mi cabeza, parezco loca, ya sé. Esta vez no te salvaste, lo presiento, apuesto lo que quieras, te oí gritar, caías, ruido a ropa pesada y ese cuerpo era tuyo, estoy segura, y los silbidos de las balas, y el loquito ése, el más pendejo, cueteando para todos lados. Corro más rápido ahora y no sé si es para que no me alcance la cana de mierda o tu recuerdo. La escalera termina, miro adelante y algo me espera, algo malo, y atrás la boca del subte con sus dientes filosos. No puedo esperarte, conozco cómo se comunican entre ellos, no soy tontita, cada vez son más, escapar, sí, escapar, cuanto antes, cuatro cuadras no es mucho, puedo hacerlo, el diesel, no sé, subirme y que me lleve a la mierda, seguir hasta que alguien me baje, nos baje. No me acostumbro a hablar de dos sin vos, sabés, pero ya no pude esperarte, perdoname, tuve que rajar. ¿Qué querés que haga ahora, boludo de mierda? Me pregunto quién carajo te calentó la cabeza, de dónde sacaste esa idea pelotuda, que va a ser fácil, que hay transa, que es zona liberada, dijiste, y nos salvamos, dijiste.
Y nos salvamos.
Mirá vos.
Piramos para Uruguay, a la concha de la lora y a empezar de nuevo. Iluso. Iluso y pelotudo. ¿Sabes cómo te van a llorar en la villa? No sé ahora quién les va a llevar lo que vos le llevabas, ni pensar quiero. Tengo una comparsa en la cabeza, me falta el aire. Te odio, y me lo repito seguido para sentirme mejor. Seguro, ahora ellos van a subir esas escaleras de ahí atrás, y me van a agarrar, y otra vez adentro y no puedo volver a entrar, ahí sí me suicido. Mis piernas quieren piedad, tengo en los oídos retumbando los cuetazos como si no pudieran salir de mi cabeza, rebotando de una pared a la otra, de un oído al otro. Claro, sí está vacío ahí dentro, dirías, y yo meta risa, tenés razón, pero adentro de la tuya tampoco hay mucho, de paso.
Te bajaron, sí, seguro, te escuché, mierda, ¿quién los llamó?, ¿justo hoy tenían que llegar tan rápido? Doblo la esquina, Pueyrredón y Corrientes, agarro Pueyrredón, la basura vuela, los gritos no son lo que pensaba, son vendedores. Dos viejos me señalan, se cruzan en mi camino, se ríen, los empujo, se burlan de mis tetas que saltan. Me quieren tocar. Una pareja mira zapatillas en una vidriera, por el precio, deberían estar en cajas fuertes más que en vidrieras, son como las Nike que vos les llevastes a los pibes. Las luces se apagan, los giles ponen candados, eligen llaves, atan cadenas, charlan, los miro a los ojos tratando de encontrar ahí algo que se parezca a la angustia que llevo pegada y no veo nada. Son caras cansadas, pero felices y me miran con lástima. Sí, no me preguntes cómo lo sé, así piensa mi cabeza, te juro, todo es negro. Debe ser la pasta, te dije, no me hagas fumar eso, pero vos, terco... Bueno, ya ves, la cagamos por no hacerme caso.
Los colectivos me aturden, alguien me putea como si lo hubiera asustado. Ni vos ni ellos me persiguen pero tengo en la punta de la cabeza una inundación, y tengo que llegar antes del cuelgue, si no ya fué. La comparsa que escuchaba, ahora cualquiera puede escucharla, ya no es sólo mía, golpea, golpea, se vuelca, el sonido rebalsa mi cabeza, se vuelca por mis ojos, por mis pestañas. Ya fué. Nos metimos en algo malo, los miro pero nadie se entera, alguien tendría que avisarles, están viniendo para llevarnos a todos.
Ya veo la estación, está sola y triste, parece mala con esas. paredes sucias, las columnas viejas, los huequitos llenos de murciélagos y ratas. Te odio. Tengo un miedo que me muero. Protegernos... Que diferente podría haber sido todo. El piso tiembla, hay nubes negras de calor, salen de las rejas del subte, se mueven de reja en reja, por el asfalto vuelan diarios rotos. No sabés cómo te odio nene, y sabés porqué te lo digo: no tenías derecho a dejarnos solos.
Ya fué, cruzo. A un tachero algo le pasa conmigo, y yo como si tuviera auriculares, no escucho, no veo, no coordino. De golpe miro mis piernas y veo un pulpo que me mira fijo con los ojitos así, chiquitos. Dos pibes meten alambre en un teléfono, los miro, me saludan, me conocen, cinco o seis mujeres anudan cartones, también me conocen. Lo primero que voy a hacer es hablar con los otros pibes, ellos saben todo, qué otra cosa querés que haga, no voy a ir a la cana, ni a preguntarles a esos otros giles, qué saben. ¿Mi casa? ¡Olvidate! Ojalá se mueran. A la villa tampoco voy a volver.
Todavía escucho esa cumbia maldita, nuestra cumbia, la cumbia que querías escuchar ese día. Suena tonto que en un lugar tan fino se escuche cumbia, pero ya sabés cómo son los ricos esos, ¿pero justo esa cumbia? Por más que me la trate de sacar de la cabeza, me suena y me suena, parece que me tragué un pasadiscos a monedas, te digo que soy capaz de gastarme cada moneda del bolsillo con tal de escucharla.
Va a llover. Se siente el olor a tierra mojada y las hormigas se chocan como tontas, ciegas y apuradas, es hermoso ese olor, tierra mojada, como allá, ¿te acordás? Me zumban los oídos, estás diciéndome algo, seguro, prevenirme, siempre estuviste ahí para cuidarme, es por los turros esos escondidos por acá, ¿no? Les siento el olor. Tengo recuerdos raros, locos, y escuchá porque sólo vos podés entenderlos: viernes a la madrugada, amanece, vamos borrachos pateando piedras al costado de la ruta, volviendo, la música del boliche retumba atrás, medio lejos ya, nos vamos, los oídos zumban por eso me acordé, tu mano juega con la mía, no te conocía así, digo tantos años de verte en la villa, las cosas que me decías cuando pasaba, guarangadas, de lejos, porque cuando pasaba por al lado y te miraba, bien que te hacías el boludo. Tu paso de cumbia, no sabés lo que me divierte verte bailar con ese paso tan raro que hacés, parecés una iguana, una iguana payasa. Te sentía a través de tus deditos, y hasta me dejaste en casa, caminamos como cincuenta cuadras entre casas de ricos, los buches nos miraban, no quería llegar nunca. No te puedo dejar así para que tu viejo te mate, me dijiste, sos chica negrita, mirate la pinta, no te los pongas en contra, ya cuando cumplas los 18 va a ser distinto. Sí, fijate, qué razón tenías, todavía no tengo 18 y ya hace más de dos años que no vivo más en casa, ni cinco me dan, ni les importaba que viniera ni que me fuera, ni que llegara borracha o colgada, ni que quedara preñada, ni que me lo sacara, ni que me hiciera puta, ni que afanara, ni que palmara. Qué te iba a andar contando esas cosas de la familia, vos, tan dulce y ellos tan mierda. Tenés razón, te dije, me acuerdo, caminemos un rato más, ya se me pasa, y se me doblaban las patas mientras te lo decía. Lo único que quería era estar más tiempo agarrada fuerte de tu mano y que me llevaras a donde sea, hasta donde lo lindo no se terminara nunca.
Caen las primeras gotas, son tan finitas, tan pobres que el viento ni las deja tocar el suelo. Cruzo otra calle sin mirar, total estoy jugada, la patrulla, enfrente, me miran, me persiguen con esas luces azules horribles, me hago la cansada, estoy cansada, camino, soy la más calmada del mundo, finjo, ¿entendés?. Ya fue, llego bien, faltan dos cuadras nada más, hago pasos más lentos, al revés de mi corazón que galopa, como loco está, me doy manija y me vuelve loca no poder parar. Sabés qué, me muero porque tus manos me agarren de sorpresa por atrás, y que me digas que corra, que no pare, que nos persiguen, que los tenemos casi encima, esos putos, que todo está bien igual, que hay que ser rápidos, y vivos, así sí nos salvamos, que te pesan las billeteras con olor a cuero de turista y a restaurant de rico, que vamos a comprar de todo con esa guita, pienso en polleras y pinturas nuevas, que qué boluda soy sí para Uruguay hay que agarrar para el otro lado, no importa, dale, seguí negrita, corramos, tomemos el diesel, vámonos a la recontramierda. Pero tus manos no aparecen.
Dale aparecé, dale, hermoso. ¿Dónde estás?
Por favor te lo pido, no me dejes sola...
No. Ni mi desesperación te trae, y me niego a mirar atrás, a darme vuelta. No siento tus pasos ruidosos, tus botas contra las baldosas y ese ruido que no escucho es una púa, un vidrio filoso cortándome la panza. Voy a vomitar, es por todas esas caras que me miran. Estoy ojeada. Casi empiezo a correr de nuevo, una alarma en mi pecho me lo pide, me lo ordena, me niego, hay dos cosas que me atan, esperarte -aunque no tenga sentido- y la cana, enfrente. Esperarte es la muerte y lo sé, pero soy media tontita. Problema tuyo si no creés en Gilda, yo sí. La ley ni se entera que corro por lo que corro, y además son todos gordos putos. Las líneas de las baldosas se me cruzan, no es una buena señal. Si voy a desmayarme que sea en el diesel por favor, sólo eso te pido, Gildita. El resto que sea lo que la Virgen mande. Se me aparecen mis hermanos con sólo pensarlos. Los veo, claro, a todos, al Lalo, al Ramón, a la Lilita, a la brujita petisa, veo sus caritas, esos ojos que me hablan, pobrecitos, ellos me dan fuerza ahora, esta fuerza, desde casa, de la calle, de donde estén, no sé cómo pero están. Sé que entendés, será la Virgen que nos mantiene unidos, Dios no nos dio padres pero nos recomendó a ella y yo, porque sé que es mi responsabilidad, les hablé a los cinco y los fui convenciendo, hablando, palabra a palabra, por lo menos tenemos algo, algo, alguien que nos cuida, en serio, y fueron muchas las cosas que pasamos, no hace falta que te cuente.
No aguanto más, la lluvia, los primeros gotones, las carreras de la gente, los toldos gordos golpeando con fuerza el aire, los truenos, los relámpagos al final de la avenida, el cielo rojo en honor a vos, por eso corro, corro y las palabras se me escapan solas de la boca, la gente me mira, no entienden a quién le hablo, tiro lo que tengo, el buzo, el collar, anillos, pulseritas, de golpe todo me pesa, no puedo cargarlo, me largo, me tiro a la avenida como si fuera la más linda y celeste pileta del mundo, un viento me zumba de golpe, cerca de mi cara y luego se va, así como si nada, apurado, viene otro viento, y otro más, ¿los vientos me esquivan? ¿el viento esquiva?, hablo con la Virgen, las líneas se cruzan y se pelean por guiar mis pasos, la lluvia ya me moja, ya es una lluvia respetable, ella no me esquiva y le doy gracias, por todas partes hay luces amarillas titilando, volcándose y convirtiéndose en largas rayas que terminan enredadas con las rayas de las baldosas, formando nudos raros que quedan tirados en el piso. Si te deja tranquilo, te miento y te digo que todo está bien, que me falta sólo llegar a la vereda, hacer media cuadra, entrar por el jol central de la estación y llegar al andén 7 a tiempo para subir al diesel. El tema es que ya no estoy tan segura que pueda mentirte, que sirva de algo mentirte. Se puso puto todo, ya fue, no importa, me tengo que acordar de lo tercos que somos y todo estará bien. Bien, bien, bien...
No sé Virgen Santa, disculpame, no sé si es tu voz o la mía, o son mis hermanos, o él que ya morió. La puta, qué acompañada estoy, y yo que tenía miedo de quedarme sola. ¡Cuidado!, alguien grita, algo debe pasar, si pudiera abrir más los ojos y ver, vos seguí así Virgen Santa que vamos bien, seguro se están dando cuenta, ¡era hora! Hay que matar a todos los mierdas esos y después todos al diesel, y a la concha de la lora, y que nos busquen si quieren. Tropiezo, debe ser el cordón eso duro y largo, mis tobillos se hunden de golpe, la lluvia ya es diluvio, casi llega al cordón, cosas chicas me golpean, bajo el agua, rebotan en mis pies y después siguen nadando. No te va a sonar bien esto, el piso se pone arriba de mi cabeza, más vientos me rozan, alguien me toma de las manos y me arrastra, me tira de cara a la alcantarilla, me resisto, pero no, me tira en la vereda y se queda mirándome como un veterinario mira a un perro callejero recién atropellado, una música suena bien cerca, hay parlantes pegados a mi oreja ¿o están adentro? y también me miran con un gran ojo plateado. "Hay algo irresistible tras esos ojitos tuyos", me dice una voz que escuché en la villa, y en la ruta, y a dos locos cantando borrachos. Ya no sé a quién creerle, el hombre que me arrastró también me habla, sus palabras son extrañas, sonidos sin sentido, me paro, trato de dejar de hablar o, aunque sea, de retomar el control de lo que digo, casi ya ni entiendo mis propias palabras. Gracias, quiero decir, y rajar, pero mi voz me da miedo, se parece cada vez más a... no sé a qué, ¿a un perro? ¿a la tierra? El olor a tierra ya es gusto a tierra, todo está mal, los de la gorra se acercan, todo se derrumba dentro mío, y hasta ese ruido siento, como a trueno, te juro, perdoname nene, perdón, tuve que rajar, Virgen Santa,
per
do
na
nos.
Es el jol, las luces altas, amarillas, las reconozco, las máquinas de boletos, los vendedores y los pungas, los tipos echados sobre el mostrador con callos en los codos, los baldosones rojos, el viejo del micrófono. ¡No puedo creerlo! No lo logré sola, estoy bien segurita, tropiezo cada tres pasos, parece a propósito, me despego del pecho la remera empapada, la verguenza me levanta calores, sombras oscuras me miran, parezco Jesucito cargando la cruz y ellos, los romanos que gritan, se ríen, y me escupen, me tocan. Perdón Vir... La lluvia golpea fuerte contra las chapas del techo y ya no escucho otra cosa, ahí se va mi único sentido sano, te odio, lo digo y no se por qué lo digo, lo grito, lo grito más alto que la lluvia, que las chapas, que mamáááááá, más fuerte que el brillo de las placas de los turros que me están mirando, los siento, por sobre los romanos, y los soldados, por sobre estas pobres rodillas que ya no me sostienen, y todas mis fuerzas se van con ese grito, se me dobla la espalda, el dolor es insoportable. Date cuenta, nene, cuando mucha gente te mira fijo y en silencio es que algo terrible te pasa.
Y algo terrible pasa, me doy cuenta que ya no hay ruidos, hasta la lluvia hace silencio. Decime mentirosa, si querés, pero te lo juro por la Virgen que para mí no es sorpresa, lo sabía, en serio, lo sabía, el agua sube, el piso se inunda, ¿vieron que algo estaba por pasar?, trato de decirles, pero ya no me escuchan, no me miran, todos, los romanos, la poli, los mirones, los de los callos, todos miran al otro lado, hacia la luz, ya no soy nadie para ellos. Es la Virgen, te lo dije. Llegó.

El viejo del micrófono dice que el tren está por salir, el motor del diesel es casi tan lindo como nuestra cumbia, y está despertando.