Bastones
El hombre que pasa a mi lado escucha a Nirvana. Sé que es hombre por su perfume y aparte porque no soy tonto. Sé que es Nirvana porque conozco bastante y aparte porque no soy ni tan viejo ni tan inculto. Sí, tengo casi sesenta pero no soy viejo, me resisto. Y mi actitud, mi fuerza, me enorgullece, por eso sigo con la mía. Como siempre.
Sordo no soy. Sé lo que dicen de mí, pero no me importa. Allá ellos con sus miserias y su hipocresía. Miserable es aquel que no tiene nada y yo no soy uno de esos, estoy bien seguro. Tengo mis manos, por ejemplo. Tengo mis piernas, tengo mis oídos, tengo mi música, y mi bandoneón, y mi hija, que aunque la nombre en último lugar ella ocupa el primero en mi corazón. Hilda, viene a verme seguido, al menos una vez por semana cuando puede llegarse por acá, por la capital, sino qué va, no podría pagar esa enormidad en el viaje desde Ezeiza a donde estoy. Son unos cuantos mangos, el colectivo, el tren, el subte, si ni para comer tiene a veces. Yo le junto, amucho monedita tras monedita, y cuando viene le doy. No es mucho pero para dos o tres platos alcanza, y eso le rinde ahora que está sola. Llora, patalea, se niega, pero sé que lo necesita y me siento bien porque no es tristeza lo que le provoco sino gratitud, sana. Lo que sí siente es bronca, mucha bronca acumulada. Por su suerte, dice, pero no, yo le digo que no es así, que no hay que llamarle mala suerte ver a un hijo morir por la medicina asesina que tenemos, ni es mala suerte perder el laburo y ya no encontrarlo más, ni es mala suerte que tu casa se caiga a pedazos. Ni es mala suerte hablar mal, y no saber tantas cosas. No señora, le digo, no le digas mala suerte. Decilo tal como es: bastardos. Son bastardos. Los que nos gobiernan son bastardos, lo fueron todos desde que Perón murió. De ahí hasta hoy, todos fueron bastardos, y eso reúne a ladrones, cínicos, amnésicos, estúpidos, asesinos y egoístas. Y así estamos. Me escucha, yo sé que me escucha. Está bastante bien aprendida la Hilda y cada día la quiero más.
Gato, me dicen, y hace más de quince años que estoy acá, debajo de la tierra. Quizás más, no soy bueno para las cuentas. De domingo a domingo, de seis a diez de la noche en este pasillo, o en algún otro, pero la mayor parte en éste. Esa sí es una señal de que me estoy poniendo viejo: el estar siempre quieto. Después me escabullo por ahí y sigo viviendo del subte, así ahorro en pensión y no duermo en la calle. Acá estoy a salvo. Ojo que lo hice, eh, pero ya pasó, para eso sí estoy viejo, como mi bandoneón.
Sí, soy tanguero, me gusta bastante, pero no soy fanático, conozco a Nirvana y a los Stones, y a un par de orquestas más que ahora no recuerdo los nombres. El tango me gusta, o quizás debería decir me gustaba, porque ahora me la paso de tango en tango y ya le perdí un poco el gustito ¿Se entiende? Es mi trabajo, y el trabajo desgasta. No hay que echarle la culpa a nadie por eso. A veces las culpas existen pero a nadie le pertenecen.
Allá vuelve el de Nirvana, desde acá lo escucho, seguro que fue hasta el final del corredor donde a esta hora reparten diarios gratarola, muchos hacen eso. Así tienen algo para leer en el viaje. No sé para qué, si siempre dice lo mismo. Bueno, yo lo digo un poco por envidia porque no puedo hacerlo. Ojo que sé leer y muy bien. Leía mucho, antes, ahora no sé si me acordaría. Igual para eso la tengo a la Lola. La gorda tiene una voz hermosa. No lee bien, se traba bastante pero pone ganas y eso me gusta.
Hilda me contó cómo es la gorda, me la describió tan bien que fue como si la estuviera viendo. La ví, bah, a mi manera, como siempre. La nena me dijo: es gorda, muy gorda. ¿Te acordás de la tía? Bueno, así. Muy gorda -con la U bien larga-. No sabés cómo tiene las piernas, várices, sí, parecen mapas. Esos en donde se ven todas las rutas de un lugar, ¿me entendés?
¿Cómo no voy a entenderla? Si la escucho a Lola quejarse todo el día, especialmente cuando llega, cuando la traen mejor dicho. ¡Cómo grita! Los hijos son los que la traen, entre tres. A upa según parece. La fuerza que hay que tener... y ahí la dejan. Con su bolsa de red -de las viejas-, algo de frutas, abrigos, vendas, su bastón, y andá a saber que más trae. Comida seguro, porque lo que debe comer esa mujer. A veces la escucho, mastica que parece como si se encendiera una máquina, es un ruido monótono y desagradable. ¿Qué más me contó? Ah, sí. Su cara es más bien redonda, carnosa. Pero bien linda, dulce, como de madraza. Pensar que los hijos la traen acá, la tiran como una bolsa de pasto seco, para que muestre esas piernas como las tiene, así da lástima y le tiran algo. Yo lo sé por lo que comentan los que pasan. ¡Lo que dicen en voz baja!, les impresiona, claro. Más a los chicos, que no se callan nada, y que dicen la verdad siempre. Las barbaridades que escucho... pero me divierto, ¡eh!
Hablaba de la cultura, sí. Hilda me trae libros cada tanto, ellos son mi cultura. No sé de dónde los saca pero los consigue, y hasta más de uno trae a veces. Los comprará por chirolas, alguien se los regalará, andá a saber. Robarlos sí que no, ¡que yo no me entere! Si hasta prefiero no tenerlos nunca más. Lo digo en serio, ¿eh? ¿Sabés lo que sufro cuando no siento ese olor a lo interminable cerca de mí? ¿Sabés lo que es no sentir a Lola leerlos? Pero, lo prefiero antes que saber que mi hija es una ladrona. Es una tontería, ya sé, pero así se empieza. No, no. Así fui siempre, qué va a hacer. Los libros son mi puente con la otra vida, esa que no tiene miserias, esa que no tiene enfermedades; y Lola, mi compañera de trabajo, es quien de la mano, aun sin poder caminar, me lleva a ese mundo maravilloso.
-Gato, buen día -me dijo esta mañana. "No sabés el solazo que hay afuera. Quema. Estoy empapada, qué manera de transpirar. Vos, ¿cómo estás? ¿A qué hora llegaste?"
Los hijos se fueron y ninguno saludó al paquete, ni el paquete los saludó a ellos. Como de costumbre.
-Si no tengo reloj, lo sabés-. Igual sabía con certeza la hora pero no la dije por no parecer un obsesivo. "¿En serio sol? Ayer me pareció oler a lluvia, pero se ve que pasó de largo. Iría para el Uruguay seguro."
-O Paraguay.
-Paraguay queda para el otro lado.
-Bueh, es igual. Poca gente, ¿no?
-Sí, poca.
La gorda me lee los libros con una paciencia. Además, desinteresadamente, lo hace por mí porque sé que a ella no le interesan. Quizás no los entienda. No la culpo.
Sus dedos juguetean con uno ahora. Las páginas susurran, se acarician, se desean. Se nota que el libro es viejito, son los que más me gustan. Su voz se filtra de la que imagino una gran bocaza de gruesos labios casi cariocas. Atruena, es poderosa, pero aún así fluye repleta de inflexiones y cavidades sonoras. Tiene un don hermoso, al menos para quien sabe escuchar.
Y escucho.
"Un día oyó relatar una causa célebre que se estaba instruyendo, y que muy pronto debía sentenciarse." –dice, tose y continúa. "Un infeliz, por amor a una mujer y al hijo que de ella tenía, falto de todo recurso, había acuñado moneda falsa. En aquella época se castigaba este delito con la pena de muerte."
-Cuántos menos seríamos, ¿no?
No contesto esperando que continúe, pero frena como si el cerebro se le hubiera inundado y, consternada, me confiesa:
-Gato, ¿sabés? No aguanto más esta vida de mierda. Mis hijos, los guachos no parecen hijos míos. ¿Viste cómo me tratan? Y al borracho no lo conocés. Mejor. Y estas piernas... Parecen llenas de fuego. Se están consumiendo ¿sabés? De adentro hacia fuera. Un día de éstos vas a ver el humo. Bueno, ver, no. Disculpá, soy una boluda. ¿Viste? ¡Otra vez! No sirvo para nada. Bueno, en realidad sirvo para dar lástima. Es algo. Y con ese algo como.
-No joda, Lola, que ya tenemos bastante.
-Pero, si tengo razón. Igual, dejá. Ya pasó. Tocame algo, Gato. Alegrame un poco.
-Yo no te toco ni con mi bastón de ciego.
-¡Sos boludo! Tocate algo lindo, eso decía.
-Y ¿con un tango te voy a alegrar? Los tangos son para llorar...
-No jodas, hay tangos hermosos. Tocá 'Malevaje' ¿Lo sabés?
-Encontrame uno que no sepa y te regalo la recaudación de toda la semana.
-Sobrador.
-Tengo con qué.
-Tabién, tocá de una vez y no alardiés más.
-Se dice alardees ¿tamos?
-Tamo.
El bandoneón aspira llenando su fuelle de aire y se amolda a mí como si fuera una extensión natural de mis brazos. El sonido brota pintando de colores ocres y barnices brillantes el pasillo. En el aire, el aroma a café se mezcla con el tango como cada mañana. La población va en aumento, la arena del reloj comienza a pesar en mi muñeca.
"El malevaje extrañao/ me mira sin comprender;
me ve perdiendo el cartel / de guapo que ayer
brillaba en la acción."
Cuando termino ella habla.
-Maquillaje te dije, no 'Malevaje'. Vos, aparte de ciego, ¿sos sordo? ¡Estás hecho mierda!
-¿En serio?
-No, te estaba jodiendo. Me gustó. Gracias.
Abro mi estuche y lo coloco mirando al techo, es señal de que empieza la lucha. Alguien tropieza con sus tacos en un escalón y putea por lo bajo, pero para mí no hay volumen bajo que valga. Escucho con claridad lo que esa dulce boquita profiere con su dulce voz, y eso que las escaleras están a más de ocho metros, calculo. Es justo por donde se sienta siempre Lola, en el último escalón, con sus piernas asomadas a esa terrible catarata de peldaños.
-Adiós, lindo poema -le digo cuando pasa en frente mío. Ni cinco de bola me da. Lo atribuyo a mi mala dicción y lo olvido en seguida. Dos o tres conversaciones distintas caminan con direcciones erráticas y por sobre ellas, la voz de Lola pidiendo sobresale inconfundible.
Por la esquina, el volumen aumenta de golpe. Hordas de chicas bulliciosas avanzan. Distingo al menos diez voces distintas, todas con una tendencia a soprano envidiable. Lo que dicen no lo es. Se acercan con rapidez actuando como un bloque, como si alguien empujara por el pasillo un aparador repleto de radios a todo volumen. Me alcanzan, alguna patea el estuche de mi bandoneón todavía vacío, varias se ríen. Todo es bullicio, mis oídos zumban por un corto lapso. Me sobrepasan. Quiero relajarme, tragar un poco de silencio pero a mi derecha Lola comienza a gritar con desesperada aspereza. Insulta sin detenerse a respirar. Aturdido, me pongo de pie, dejo el fuelle en el piso retorciéndose e intento acercarme pero choco con confusos sacos frontales, con corbatas sedosas, con bolsas que chillan, y con una voz que pide perdón con sorpresa. El bullicio de las chicas se hace eco, luego risas ahogándose, y por último un zapateo divertido y una huida en masa. Lola continúa gritando y se desespera como si le hubieran quitado algo valioso que definitivamente no posee. Me siento mareado por lo repentino de mi puesta de pie, trato de dominarme pero los segundos que necesito me los niegan los gritos de mi amiga. Nadie pasa ahora o en algún sitio alejado se ha formado una tribuna estática disfrutando del espectáculo. Sé que la gente es así, curiosa y poco comedida. Nadie va a ayudar a Lola, lo doy por descontado. Camino rápido en dirección a sus gritos sabiendo que en algún lado una escalera abre sus fauces a un infinito inconmensurable. Al terror, de golpe, le crecieron escalones, y no es la primera vez. Lola ocupa el espacio sonoro con "mi bastón, mi bastón, las hijas de puta me patearon mi bastón, mi bastón", repetido como un moebius. No tengo claro cómo es el grito de guerra de un rinoceronte, pero ese merece serlo. Infunde miedo, respeto. Te incita a alejarte. La acústica de ese pasillo bajo y opresivo coopera envolviéndolo en una honda reverberancia. El reloj se pone lento y abrasivo, la resistencia contra algo invisible, tal vez la tensión, calienta el aire. Entre el mareo y el poco oxígeno en el aire, me abro paso. De golpe, en mi no videncia, comprendo la niebla. La veo, la palpo, se hace presente ante mis ojos inútiles y dificulta la visión que no poseo. Pienso en la picazón en un miembro cercenado y siento un paralelismo tan afín como nefasto. ¡Qué solos estamos en nuestras limitaciones! Pienso en Lola que continua gritando, la siento. Estoy casi llegando a ella. El olor de su transpiración me azota pero, sorpresivamente, de manera grata. Su voz no se queda quieta, ya no está en su sitio agachada. Sé lo que significa. Se está parando. Lola intenta ponerse de pie sin ayuda. ¡Si por un momento dejara de escuchar ese alarido enloquecido! Está sacada, no entiende razones, sólo intenta dar con su sagrado bastón -bastión de su ínfima justicia- sin evaluar los riesgos, sin meditar un segundo. Ahora sí escucho el rumor oscuro, casi tímido, escaleras abajo y confirmo lo acompañados que estamos. En mi mente resuenan las voces de sus tres hijos y, contra mi voluntad, algo de razón les concedo. Odio el momento. Debo alcanzarla y calmar su reacción animal, primitiva, pero en la confusión no logro saber si se encuentra a centímetros de mi mano o al otro lado del eterno y morboso pasillo. Ellos miran de lejos, los siento, añoro que alguien del rebaño reaccione y la ayude. Entonces grito pidiendo ayuda pero sólo logro más dramatismo televisivo y confusión.
Mis manos rozan una pared fría, y a la vez piso algo sinuoso e inconsistente, con algo en su interior. Es su bolsa. Lola ya no ocupa su lugar. Lola encara las escaleras. Ahora, yo también pierdo el control. El rumor no solo proviene de abajo sino también de atrás mío, de mi espalda y de mi cabeza. Escucho el raspar de la madera del bastón contra el borde de cada escalón. El miedo me paraliza. Sus gritos y maldiciones me hieren. Sé que de golpe enloqueció, sé que debo detenerla. Alguno de los dos debe acabar con esta locura pero ninguno cuenta con la racionalidad necesaria. Tanteo el primer escalón poniéndome en cuclillas y recuerdos terribles me azotan. Veo luces grises encendiéndose en diversos lugares de mi retina y siento a la vez terribles dolores. Mi oídos zumban, no puedo seguir, la llamo, le ruego, le ordeno, la insulto, la halago, la quiero, y al fín pierdo toda noción.
Una exclamación pasmada, aguda, teñida de una sorpresa premonitoria, se eleva por sobre el resto de los murmullos precediendo al desplomarse que acalla al fín todos los rumores.
Sordo no soy. Sé lo que dicen de mí, pero no me importa. Allá ellos con sus miserias y su hipocresía. Miserable es aquel que no tiene nada y yo no soy uno de esos, estoy bien seguro. Tengo mis manos, por ejemplo. Tengo mis piernas, tengo mis oídos, tengo mi música, y mi bandoneón, y mi hija, que aunque la nombre en último lugar ella ocupa el primero en mi corazón. Hilda, viene a verme seguido, al menos una vez por semana cuando puede llegarse por acá, por la capital, sino qué va, no podría pagar esa enormidad en el viaje desde Ezeiza a donde estoy. Son unos cuantos mangos, el colectivo, el tren, el subte, si ni para comer tiene a veces. Yo le junto, amucho monedita tras monedita, y cuando viene le doy. No es mucho pero para dos o tres platos alcanza, y eso le rinde ahora que está sola. Llora, patalea, se niega, pero sé que lo necesita y me siento bien porque no es tristeza lo que le provoco sino gratitud, sana. Lo que sí siente es bronca, mucha bronca acumulada. Por su suerte, dice, pero no, yo le digo que no es así, que no hay que llamarle mala suerte ver a un hijo morir por la medicina asesina que tenemos, ni es mala suerte perder el laburo y ya no encontrarlo más, ni es mala suerte que tu casa se caiga a pedazos. Ni es mala suerte hablar mal, y no saber tantas cosas. No señora, le digo, no le digas mala suerte. Decilo tal como es: bastardos. Son bastardos. Los que nos gobiernan son bastardos, lo fueron todos desde que Perón murió. De ahí hasta hoy, todos fueron bastardos, y eso reúne a ladrones, cínicos, amnésicos, estúpidos, asesinos y egoístas. Y así estamos. Me escucha, yo sé que me escucha. Está bastante bien aprendida la Hilda y cada día la quiero más.
Gato, me dicen, y hace más de quince años que estoy acá, debajo de la tierra. Quizás más, no soy bueno para las cuentas. De domingo a domingo, de seis a diez de la noche en este pasillo, o en algún otro, pero la mayor parte en éste. Esa sí es una señal de que me estoy poniendo viejo: el estar siempre quieto. Después me escabullo por ahí y sigo viviendo del subte, así ahorro en pensión y no duermo en la calle. Acá estoy a salvo. Ojo que lo hice, eh, pero ya pasó, para eso sí estoy viejo, como mi bandoneón.
Sí, soy tanguero, me gusta bastante, pero no soy fanático, conozco a Nirvana y a los Stones, y a un par de orquestas más que ahora no recuerdo los nombres. El tango me gusta, o quizás debería decir me gustaba, porque ahora me la paso de tango en tango y ya le perdí un poco el gustito ¿Se entiende? Es mi trabajo, y el trabajo desgasta. No hay que echarle la culpa a nadie por eso. A veces las culpas existen pero a nadie le pertenecen.
Allá vuelve el de Nirvana, desde acá lo escucho, seguro que fue hasta el final del corredor donde a esta hora reparten diarios gratarola, muchos hacen eso. Así tienen algo para leer en el viaje. No sé para qué, si siempre dice lo mismo. Bueno, yo lo digo un poco por envidia porque no puedo hacerlo. Ojo que sé leer y muy bien. Leía mucho, antes, ahora no sé si me acordaría. Igual para eso la tengo a la Lola. La gorda tiene una voz hermosa. No lee bien, se traba bastante pero pone ganas y eso me gusta.
Hilda me contó cómo es la gorda, me la describió tan bien que fue como si la estuviera viendo. La ví, bah, a mi manera, como siempre. La nena me dijo: es gorda, muy gorda. ¿Te acordás de la tía? Bueno, así. Muy gorda -con la U bien larga-. No sabés cómo tiene las piernas, várices, sí, parecen mapas. Esos en donde se ven todas las rutas de un lugar, ¿me entendés?
¿Cómo no voy a entenderla? Si la escucho a Lola quejarse todo el día, especialmente cuando llega, cuando la traen mejor dicho. ¡Cómo grita! Los hijos son los que la traen, entre tres. A upa según parece. La fuerza que hay que tener... y ahí la dejan. Con su bolsa de red -de las viejas-, algo de frutas, abrigos, vendas, su bastón, y andá a saber que más trae. Comida seguro, porque lo que debe comer esa mujer. A veces la escucho, mastica que parece como si se encendiera una máquina, es un ruido monótono y desagradable. ¿Qué más me contó? Ah, sí. Su cara es más bien redonda, carnosa. Pero bien linda, dulce, como de madraza. Pensar que los hijos la traen acá, la tiran como una bolsa de pasto seco, para que muestre esas piernas como las tiene, así da lástima y le tiran algo. Yo lo sé por lo que comentan los que pasan. ¡Lo que dicen en voz baja!, les impresiona, claro. Más a los chicos, que no se callan nada, y que dicen la verdad siempre. Las barbaridades que escucho... pero me divierto, ¡eh!
Hablaba de la cultura, sí. Hilda me trae libros cada tanto, ellos son mi cultura. No sé de dónde los saca pero los consigue, y hasta más de uno trae a veces. Los comprará por chirolas, alguien se los regalará, andá a saber. Robarlos sí que no, ¡que yo no me entere! Si hasta prefiero no tenerlos nunca más. Lo digo en serio, ¿eh? ¿Sabés lo que sufro cuando no siento ese olor a lo interminable cerca de mí? ¿Sabés lo que es no sentir a Lola leerlos? Pero, lo prefiero antes que saber que mi hija es una ladrona. Es una tontería, ya sé, pero así se empieza. No, no. Así fui siempre, qué va a hacer. Los libros son mi puente con la otra vida, esa que no tiene miserias, esa que no tiene enfermedades; y Lola, mi compañera de trabajo, es quien de la mano, aun sin poder caminar, me lleva a ese mundo maravilloso.
-Gato, buen día -me dijo esta mañana. "No sabés el solazo que hay afuera. Quema. Estoy empapada, qué manera de transpirar. Vos, ¿cómo estás? ¿A qué hora llegaste?"
Los hijos se fueron y ninguno saludó al paquete, ni el paquete los saludó a ellos. Como de costumbre.
-Si no tengo reloj, lo sabés-. Igual sabía con certeza la hora pero no la dije por no parecer un obsesivo. "¿En serio sol? Ayer me pareció oler a lluvia, pero se ve que pasó de largo. Iría para el Uruguay seguro."
-O Paraguay.
-Paraguay queda para el otro lado.
-Bueh, es igual. Poca gente, ¿no?
-Sí, poca.
La gorda me lee los libros con una paciencia. Además, desinteresadamente, lo hace por mí porque sé que a ella no le interesan. Quizás no los entienda. No la culpo.
Sus dedos juguetean con uno ahora. Las páginas susurran, se acarician, se desean. Se nota que el libro es viejito, son los que más me gustan. Su voz se filtra de la que imagino una gran bocaza de gruesos labios casi cariocas. Atruena, es poderosa, pero aún así fluye repleta de inflexiones y cavidades sonoras. Tiene un don hermoso, al menos para quien sabe escuchar.
Y escucho.
"Un día oyó relatar una causa célebre que se estaba instruyendo, y que muy pronto debía sentenciarse." –dice, tose y continúa. "Un infeliz, por amor a una mujer y al hijo que de ella tenía, falto de todo recurso, había acuñado moneda falsa. En aquella época se castigaba este delito con la pena de muerte."
-Cuántos menos seríamos, ¿no?
No contesto esperando que continúe, pero frena como si el cerebro se le hubiera inundado y, consternada, me confiesa:
-Gato, ¿sabés? No aguanto más esta vida de mierda. Mis hijos, los guachos no parecen hijos míos. ¿Viste cómo me tratan? Y al borracho no lo conocés. Mejor. Y estas piernas... Parecen llenas de fuego. Se están consumiendo ¿sabés? De adentro hacia fuera. Un día de éstos vas a ver el humo. Bueno, ver, no. Disculpá, soy una boluda. ¿Viste? ¡Otra vez! No sirvo para nada. Bueno, en realidad sirvo para dar lástima. Es algo. Y con ese algo como.
-No joda, Lola, que ya tenemos bastante.
-Pero, si tengo razón. Igual, dejá. Ya pasó. Tocame algo, Gato. Alegrame un poco.
-Yo no te toco ni con mi bastón de ciego.
-¡Sos boludo! Tocate algo lindo, eso decía.
-Y ¿con un tango te voy a alegrar? Los tangos son para llorar...
-No jodas, hay tangos hermosos. Tocá 'Malevaje' ¿Lo sabés?
-Encontrame uno que no sepa y te regalo la recaudación de toda la semana.
-Sobrador.
-Tengo con qué.
-Tabién, tocá de una vez y no alardiés más.
-Se dice alardees ¿tamos?
-Tamo.
El bandoneón aspira llenando su fuelle de aire y se amolda a mí como si fuera una extensión natural de mis brazos. El sonido brota pintando de colores ocres y barnices brillantes el pasillo. En el aire, el aroma a café se mezcla con el tango como cada mañana. La población va en aumento, la arena del reloj comienza a pesar en mi muñeca.
"El malevaje extrañao/ me mira sin comprender;
me ve perdiendo el cartel / de guapo que ayer
brillaba en la acción."
Cuando termino ella habla.
-Maquillaje te dije, no 'Malevaje'. Vos, aparte de ciego, ¿sos sordo? ¡Estás hecho mierda!
-¿En serio?
-No, te estaba jodiendo. Me gustó. Gracias.
Abro mi estuche y lo coloco mirando al techo, es señal de que empieza la lucha. Alguien tropieza con sus tacos en un escalón y putea por lo bajo, pero para mí no hay volumen bajo que valga. Escucho con claridad lo que esa dulce boquita profiere con su dulce voz, y eso que las escaleras están a más de ocho metros, calculo. Es justo por donde se sienta siempre Lola, en el último escalón, con sus piernas asomadas a esa terrible catarata de peldaños.
-Adiós, lindo poema -le digo cuando pasa en frente mío. Ni cinco de bola me da. Lo atribuyo a mi mala dicción y lo olvido en seguida. Dos o tres conversaciones distintas caminan con direcciones erráticas y por sobre ellas, la voz de Lola pidiendo sobresale inconfundible.
Por la esquina, el volumen aumenta de golpe. Hordas de chicas bulliciosas avanzan. Distingo al menos diez voces distintas, todas con una tendencia a soprano envidiable. Lo que dicen no lo es. Se acercan con rapidez actuando como un bloque, como si alguien empujara por el pasillo un aparador repleto de radios a todo volumen. Me alcanzan, alguna patea el estuche de mi bandoneón todavía vacío, varias se ríen. Todo es bullicio, mis oídos zumban por un corto lapso. Me sobrepasan. Quiero relajarme, tragar un poco de silencio pero a mi derecha Lola comienza a gritar con desesperada aspereza. Insulta sin detenerse a respirar. Aturdido, me pongo de pie, dejo el fuelle en el piso retorciéndose e intento acercarme pero choco con confusos sacos frontales, con corbatas sedosas, con bolsas que chillan, y con una voz que pide perdón con sorpresa. El bullicio de las chicas se hace eco, luego risas ahogándose, y por último un zapateo divertido y una huida en masa. Lola continúa gritando y se desespera como si le hubieran quitado algo valioso que definitivamente no posee. Me siento mareado por lo repentino de mi puesta de pie, trato de dominarme pero los segundos que necesito me los niegan los gritos de mi amiga. Nadie pasa ahora o en algún sitio alejado se ha formado una tribuna estática disfrutando del espectáculo. Sé que la gente es así, curiosa y poco comedida. Nadie va a ayudar a Lola, lo doy por descontado. Camino rápido en dirección a sus gritos sabiendo que en algún lado una escalera abre sus fauces a un infinito inconmensurable. Al terror, de golpe, le crecieron escalones, y no es la primera vez. Lola ocupa el espacio sonoro con "mi bastón, mi bastón, las hijas de puta me patearon mi bastón, mi bastón", repetido como un moebius. No tengo claro cómo es el grito de guerra de un rinoceronte, pero ese merece serlo. Infunde miedo, respeto. Te incita a alejarte. La acústica de ese pasillo bajo y opresivo coopera envolviéndolo en una honda reverberancia. El reloj se pone lento y abrasivo, la resistencia contra algo invisible, tal vez la tensión, calienta el aire. Entre el mareo y el poco oxígeno en el aire, me abro paso. De golpe, en mi no videncia, comprendo la niebla. La veo, la palpo, se hace presente ante mis ojos inútiles y dificulta la visión que no poseo. Pienso en la picazón en un miembro cercenado y siento un paralelismo tan afín como nefasto. ¡Qué solos estamos en nuestras limitaciones! Pienso en Lola que continua gritando, la siento. Estoy casi llegando a ella. El olor de su transpiración me azota pero, sorpresivamente, de manera grata. Su voz no se queda quieta, ya no está en su sitio agachada. Sé lo que significa. Se está parando. Lola intenta ponerse de pie sin ayuda. ¡Si por un momento dejara de escuchar ese alarido enloquecido! Está sacada, no entiende razones, sólo intenta dar con su sagrado bastón -bastión de su ínfima justicia- sin evaluar los riesgos, sin meditar un segundo. Ahora sí escucho el rumor oscuro, casi tímido, escaleras abajo y confirmo lo acompañados que estamos. En mi mente resuenan las voces de sus tres hijos y, contra mi voluntad, algo de razón les concedo. Odio el momento. Debo alcanzarla y calmar su reacción animal, primitiva, pero en la confusión no logro saber si se encuentra a centímetros de mi mano o al otro lado del eterno y morboso pasillo. Ellos miran de lejos, los siento, añoro que alguien del rebaño reaccione y la ayude. Entonces grito pidiendo ayuda pero sólo logro más dramatismo televisivo y confusión.
Mis manos rozan una pared fría, y a la vez piso algo sinuoso e inconsistente, con algo en su interior. Es su bolsa. Lola ya no ocupa su lugar. Lola encara las escaleras. Ahora, yo también pierdo el control. El rumor no solo proviene de abajo sino también de atrás mío, de mi espalda y de mi cabeza. Escucho el raspar de la madera del bastón contra el borde de cada escalón. El miedo me paraliza. Sus gritos y maldiciones me hieren. Sé que de golpe enloqueció, sé que debo detenerla. Alguno de los dos debe acabar con esta locura pero ninguno cuenta con la racionalidad necesaria. Tanteo el primer escalón poniéndome en cuclillas y recuerdos terribles me azotan. Veo luces grises encendiéndose en diversos lugares de mi retina y siento a la vez terribles dolores. Mi oídos zumban, no puedo seguir, la llamo, le ruego, le ordeno, la insulto, la halago, la quiero, y al fín pierdo toda noción.
Una exclamación pasmada, aguda, teñida de una sorpresa premonitoria, se eleva por sobre el resto de los murmullos precediendo al desplomarse que acalla al fín todos los rumores.