Alambrados
No me explico qué hago acá.
Siempre me lo pregunto y nunca llego a una explicación decente. Envuelto en la lengua abrasadora del diablo, en los brazos calientes del sol, transpiro como si una nube me estuviera reclamando por cada gota de agua que llevo dentro.
Sin dudas, es culpa de mi viejo. Desde aquel día que se asomó sigiloso a mi cuna y me inyectó esta sangre canalla en mis venas, no tengo antídoto posible. Soy y seré siempre así, hasta la muerte. O tal vez la culpa sea de esta ciudad extrema y soberbia, inevitable. O del Paraná, que escupió este Gigante hermoso un día de sol en los albores de todo. Porque el Gigante está acá desde la creación misma, eso nadie lo niega, al menos en Rosario. Bueh, en realidad siempre hay ignorantes.
Transpiro. Todos transpiramos. Somos muchos y todavía falta más de media hora para el comienzo del partido. Los cánticos son cada vez más envolventes, todos saltan, los escalones tiemblan como poseídos por un ronquido profundo y a pesar de los días de cancha que tengo, siempre me intranquiliza. La tarde avanza, el calor es líquido y abrasivo. El alivio cobra forma de manguera, regándonos con un chorro larguísimo, casi una yarará de agua. El gordo, a mi lado, me habla sin acercarse a mi oído. No lo escucho. Igual asiento con la cabeza. Raúl, del otro lado, un escalón más abajo, se debate entre dos tipos más altos tratando de ver. Es bastante petiso y tiene seguido ese tipo de problemas. Los 3 vinimos juntos a la cancha como cada vez que Central juega de local, acá en Arroyito. El gordo es de ir de visitante también pero porque puede, tiene menos obligaciones. Decí que el viejo ya no puede andar que si no lo traía, y que Nala es muy chiquita, ahora cuando tenga un par de años más... Otra canalla nueva.
La masa de pelos se aquieta y deja de saltar por un minuto. La marea densa, estática por la temperatura, se relame por lo que está por suceder. Palpita. Desde el túnel dos tipos agitan sus brazos bailando una danza extraña, alertándonos. Con toda seguridad ya estarán oyendo los tapones golpeteando hartos de cemento, deseosos de verde gramilla. Oirán las arengas de los referentes dándose fuerza, recordándoles a los más jóvenes lo mucho que valen y la importancia de dejar el alma en la cancha por esa camiseta que usan. Lo último que diviso antes de la tormenta de papeles es una cabeza emergiendo del centro de la tierra, un porte orgulloso e inflado, vistiendo una casaca hermosa, sagrada, repleta de historias de padres y de abuelos, una cinta blanca de capitán y luego, nada. O todo. Un trajinar de cabezas, un desmoronamiento de empujones, un abandonarse de brazos entremezclados y transpirados, gritos, papeles volando y otros cayendo en masa sobre mi cabeza. Imagino a los once ya en la cancha preparándose para levantar los brazos y saludar. Otra que imaginarlos por ahora no me queda al menos hasta que el panorama no se recomponga. Los aplausos comienzan, primero tibios, luego explosión. Seguro estarán con los brazos arriba en el circulo central, ¡qué lindo ritual!
Los gorriones de papel aún revuelan resistiéndose a aterrizar, infectando el aire despejado con una nieve de tinta negra y hojas de diario. Ahora sí, todos vuelven arriba como escaladores. Yo hago lo mismo. Al gordo y a Raúl ya no los veo. No importa, en el entretiempo ya nos juntaremos en lo del Negro, el panchero oficial del Gigante, el punto de encuentro. Arroyito ahora mismo debe ser una mezcla de quietud, gritos contenidos y radios mezclándose. Siempre es así el barrio, cada domingo, cuando el mediodía empieza a extinguirse se convierte en testigo de nuestra procesión abriéndonos el paso entre sus amplias calles prístinas, sus jardines de modorra, y sus casas bajas y relajadas acompañándonos. Luego es latencia y una espera tensa para, al fín, convertirse en anfitrión de la alegría o de palabras repletas de insultos e injusticias.
Una pelota golpea el alambrado, los rombos plateados cimbran, un rumor de ecos metálicos crece contagiándose, avanzando eléctrico. Falta algo: los bombos. Se los extraña. Los prohibieron.
El arquero llega con sus guantes ampulosos y tras golpear con sus botines ambos postes, retira con pulcritud docenas de largas tiras de papel que cruzan el área, su dominio. Luego, agradece los aplausos y se dispone a atajar los primeros pelotazos de la tarde. Me sorprende su cara de nene, ¿me estaré poniendo viejo? La red es un tejido virgen y estático, y espero que siga siéndolo, al menos durante los primeros 45 minutos. El arquero es aún un simple ser humano.
Del otro lado, los rivales ya están. Parecen fantasmas. Esta vez no hubo ni chiflidos ni insultos. Casi no existen. No hay rivalidad, ni historia, ni cuentas pendientes con sus colores: es un tanto aburrido. Ellos recién ascienden y quieren sumar puntos para quedarse en primera. No conozco ninguna de esas caras. Hasta un poco de lástima me dan. Igual pienso en la victoria y en golear para llegar al clásico de la semana próxima con confianza. Un par de portátiles se imponen a mi derecha, sintonizan algo que conozco de memoria: "Tarde Canalla", el programa seguidor del equipo.
El pitido inicial se impone y un rumor, como agua a punto de ebullir, se eleva, explota, ebulle y luego pierde decibeles hasta convertirse en un murmullo. El partido está en marcha. Algo me dice, aunque parezca lo contrario, que no será una tarde relajada. Nunca lo son, últimamente. El sol se ensaña y nos ametralla a rayos la frente.
-Claro, si hace 39 grados –alguien cuenta. Le creo, aunque me parece que los 42 ya los pasamos también. La imagino a Nala en la pile de lona, con su mallita rosa, los voladitos y el pelo recogido con colitas, y la envidio. Los bomberos miran el partido mientras acá, de tanto en tanto, se abren desesperados pasillos acarreando desmayados. En cualquier momento lo veo pasar al gordo así, en andas. Eso sí, entre cuatro lo van a tener que acarrear. Los cantos continúan pero ya no se salta. Todo es monótono, hasta que un silencio extraño irrumpe prepotente. Cinco segundos, carreras desesperadas, un cruce llega tarde, el arquero sale, el nene, un ruido seco y después la alegría brota de treinta gargantas al otro extremo de la cancha. Gol, gol de los fantasmas. Gol de lo imprevisto. A sufrir de nuevo, sigo preguntándome qué hago acá.
El fín de la primera mitad barre con las alegrías planificadas. En el aire, la impotencia y el desencanto se entrechocan. La voz crujiente y metálica del estadio lastima los oídos. El resto es silencio, el aire huele a sorpresa y a hecho irreal. En la platea, a la derecha, varios se paran, tratan de sacudirse la modorra y buscan ojos compañeros para compartir el desencanto y las broncas. Miles de técnicos ensayan cambios, miles de periodistas marcan los errores. Alguno desempolva una virtud. Todos coinciden en algo: la esperanza.
Lavado de cabeza y a la cancha de nuevo. Los aplausos vuelven espontáneos, un poco más amortiguados tal vez. Insultos que alientan, represiones constructivas y a seguir sufriendo. De movida nomás llega el segundo gol de los fantasmas y me lo pierdo porque estoy pispeando para el lado del panchero. El gordo, Raúl, hubiera sido lindo tenerlos al lado. Bueh, ya pasó. Fué de cabeza, dicen, se lo comió el arquero, el nene, repite lo escuchado en la radio. Dos a cero abajo. Siento vergüenza por los pronósticos propios y ajenos. Siento vergüenza por sentir vergüenza. Se va a hacer difícil ahora.
El calor es una anécdota. Central ataca de cara a mí, al gordo y a Raúl. Ataca y ataca, pero a pesar de ello, el arquero fantasma no la pasa nada mal. Los minutos se esfuman y no llega el descuento. La victoria es desesperación y panacea, el empate lo añorado ¿Quién lo hubiera dicho?
Sin una razón aparente, las energías se unen, se positivizan y la química se produce: un estallido potente se traduce en un aliento sostenido, en gritos y, ahora sí, en saltos. Es el momento, el equipo se contagia y se hace más profundo. Lastima. El rival no retrocede más porque si no más que rival sería espectador. Nuestra energía irrumpe sobre el césped como un ejercito de refuerzos invisibles y arrasa con el equipo fantasma. El árbitro duda y no cobra a favor, lo hace en contra y recibe en la cara un ventarrón de insultos, amenazas y saludos a sus familiares. El contagio social es instantáneo. Instintos de furia, destellos animales, fuerzas imposibles de retener afluyen como si la emoción se tradujera en seres indómitos viviendo de incógnito en mis intestinos. La energía toma colores y dimensiones que exceden al estadio y nos transforma a todos en un solo hincha: un hincha colectivo, como si un único ser la habitara. Late, se comprime y se expande. Respira. El amasijo de cabezas respira como si cada uno de nosotros fuera una célula de ese terrible hincha colectivo. Entonces sí, el gol llega como hecho lógico, como encontrar la llave correcta en un manojo gigante y sentir cómo la cerradura cede y se desliza invisible retrotrayéndose, dejando la puerta liberada. La libertad de saber abrir es el placer en sí mismo, decía el viejo, recuerdo. Y en ese ruido agitado de redes raspando el balón, en ese combarse del perfecto rectángulo de piolines recibiendo el esférico, en ese amasijo de bocas dibujando círculos de O más profundos que un mandamiento, en ese sentir de emociones urgentes y simultáneas, en ese soberbio y preciso instante de la penetración, encuentra ese hincha colectivo, o sea yo, y el gordo, y Raúl, y todos, el placer. El placer que vinimos a buscar. Dos a uno, y todavía faltan cinco minutos.
*
Fué por Luca que me pelé. El tano la tenía clara.
Lo conocí tarde, es cierto, ya había muerto hacía rato. Descubrirlo, como quién abre la cortina de la ducha que oculta a la chica desnuda que espera, bajo la lluvia, entre el vapor, fue el placer en sí mismo. Aún más que su música, más que sus letras. Por eso estoy rapado. Y me gustó cómo me quedaba. Además enseguida conocí a Lorena y empezamos a salir, y eso... ¡Cómo me gastó Raúl! El gordo no tanto, no le pareció tan mal. Al tiempo todos se acostumbraron, me acostumbré y nos olvidamos del tema.
Lorena, pelirrojita, menuda, esbelta, preciosa, tenía todo lo que buscaba en una mujer. Me atraía de ella lo mucho le gustaba todo lo mío, y no lo hacía por obsecuencia, era deslumbramiento. Lorena poseía una energía auténtica. Me gustaba, me colmaba. Éramos felices como suelen ser los comienzos.
Lorena me regaló a Nala, y a ella, a Nala, no le tomó mucho tiempo ocupar el espacio de mi corazón que le pertenecía a su madre. Día tras día, a medida que fuimos conociéndonos Nala y yo, Lorena comenzó a perder protagonismo en mi vida. Empezaron a crecerle fallas, a nacerle defectos, a brotarle fealdades, cosa que con la nena pasaba a la inversa. Así, nacieron entre nosotros distancias inéditas, inexorables y, para peor, irreversibles. No hubo guerras, no hubo luchas, ni siquiera peleas. Las discusiones se espaciaron, como se espaciaron nuestras charlas. Esa ansiedad de estar juntos se fue perdiendo como se pierde la señal de la radio a medida que la estática crece. Y llegó el día en que Lorena fue sólo estática.
Hablé mucho con Raúl, él me ayudó más de lo que creía. Sus consejos fueron mi guía durante el tiempo que estuve perdido, mal, culpable. Lorena era la orilla y yo el bote que la mansa corriente del lago alejaba con lentitud. Sin lágrimas, sin fuego.
*
Los cinco minutos se convirtieron enseguida en cuatro, los cuatro en tres, y yo en un amasijo de tensiones emocionales hermosas.
-Uh! –grita el de al lado y todos nos contagiamos.
El tiempo se acaba y el equipo ataca con más tozudez que calidad, con más vergüenza que fútbol. Llueven centros -deben ser los primeros fantasmas con chichones de la historia- y el arco se me esconde tras una araña de brazos alzados e inquietos. Apostaría mi hija a que ninguno ya se acuerda del calor. Un cartel de luces amarillas indica los minutos restantes. El tiempo reglamentario terminó. Creo ver dos minutos más, al menos lo asocio con lo que escucho por ahí. Los fantasmas sacan del arco porque un disparo fallido se perdió lejos de todo. El arquero encuentra todas las excusas posibles para perder el tiempo. De repente, como suspendida en el aire, la veo, viaja y se siente mirada, se sabe estrella cuando cruza la mitad de la cancha volando, se convierte en doncella cuando dibuja su parábola descendente, pero el zaguero nuestro, un rústico que nada sabe de poemas, la revienta de un derechazo y la devuelve a campo fantasma. Si la pelota hablara... Alguien cabecea, dos se empujan, un rebote, un agarrón, un árbitro miope, otro agarrón y, de repente, una siniestra le pone claridad a todo inventando una trayectoria tan impensada como soberbia y lo deja al 9 canalla cara a cara con el arquero. Supongo al 9 ya repartiendo su mirada entre la redonda y el tipo de guantes que sale a su encuentro. ¿Alguien ve algo, che? Espero que el 9 sí. ¿Qué pasa? ¿Qué pasó? De golpe, lo impensado. Todos caemos. Con cada paso que doy pasan cinco escalones bajo mis pies. Nunca imaginé que tantas imágenes podían caber en mi cabeza cuando la vista es inútil. Veo a mi viejo saltando con la radio enfundada en cuero en la mano, la veo a mi vieja colgando la camiseta en la soga del fondo y la camiseta chorreando charcos sobre el contrapiso desparejo y gris; lo veo a Raúl borracho volviendo de bailar y cantando estas canciones que escucho; la veo a Lore, sí, Lore, ¿qué nos pasó?, tan hermosa tras la cortina y bajo la lluvia, que...; la veo a Nala abriendo los ojos y mirándome rutilante por primera vez, me veo en la foto del diario, acá, en la cancha, como ahora. Todo, de alguna manera extraña y sublime, se aparea con esta emoción rotunda. El nueve lo hizo. Empató el partido, el juez de línea corre a la mitad de la cancha, es un milagro, sí, me hace llorar, y gritar, y sentirme lleno. El tipo, el goleador, salta los carteles y se acerca a mí. Salta ágil y se agarra del alambrado en un ritual simio. Los botines trepan, los tapones engranan, él sigue hasta quedar cara a cara con la popular. Lo veo, lo tengo. Gol, grita él. Gol, gritan todos. Gol, grito yo. Terminó, grita el referí. La caída continúa, la soporto, me mantengo, floto. Y, de golpe, el alambre agranda sus rombos, mi cuerpo acierta el camino, lo veo al nueve acercarse hasta tomar una estatura normal. ¡Sí, es real! Me estiro, me empujan, me empujan más, y con el último aire, (Lore) con mi mano izquierda, (Lore, mi cielo) con el ultimo aliento mezquinado al sol, lo toco. (Lore por Dios) Sí, al héroe lo toco. (Lore, soy yo...) Gracias, Dios, por esta alegría. (Lore, ¿qué nos pasó?) Por estas (Lore, te amo) lágrimas...
Siempre me lo pregunto y nunca llego a una explicación decente. Envuelto en la lengua abrasadora del diablo, en los brazos calientes del sol, transpiro como si una nube me estuviera reclamando por cada gota de agua que llevo dentro.
Sin dudas, es culpa de mi viejo. Desde aquel día que se asomó sigiloso a mi cuna y me inyectó esta sangre canalla en mis venas, no tengo antídoto posible. Soy y seré siempre así, hasta la muerte. O tal vez la culpa sea de esta ciudad extrema y soberbia, inevitable. O del Paraná, que escupió este Gigante hermoso un día de sol en los albores de todo. Porque el Gigante está acá desde la creación misma, eso nadie lo niega, al menos en Rosario. Bueh, en realidad siempre hay ignorantes.
Transpiro. Todos transpiramos. Somos muchos y todavía falta más de media hora para el comienzo del partido. Los cánticos son cada vez más envolventes, todos saltan, los escalones tiemblan como poseídos por un ronquido profundo y a pesar de los días de cancha que tengo, siempre me intranquiliza. La tarde avanza, el calor es líquido y abrasivo. El alivio cobra forma de manguera, regándonos con un chorro larguísimo, casi una yarará de agua. El gordo, a mi lado, me habla sin acercarse a mi oído. No lo escucho. Igual asiento con la cabeza. Raúl, del otro lado, un escalón más abajo, se debate entre dos tipos más altos tratando de ver. Es bastante petiso y tiene seguido ese tipo de problemas. Los 3 vinimos juntos a la cancha como cada vez que Central juega de local, acá en Arroyito. El gordo es de ir de visitante también pero porque puede, tiene menos obligaciones. Decí que el viejo ya no puede andar que si no lo traía, y que Nala es muy chiquita, ahora cuando tenga un par de años más... Otra canalla nueva.
La masa de pelos se aquieta y deja de saltar por un minuto. La marea densa, estática por la temperatura, se relame por lo que está por suceder. Palpita. Desde el túnel dos tipos agitan sus brazos bailando una danza extraña, alertándonos. Con toda seguridad ya estarán oyendo los tapones golpeteando hartos de cemento, deseosos de verde gramilla. Oirán las arengas de los referentes dándose fuerza, recordándoles a los más jóvenes lo mucho que valen y la importancia de dejar el alma en la cancha por esa camiseta que usan. Lo último que diviso antes de la tormenta de papeles es una cabeza emergiendo del centro de la tierra, un porte orgulloso e inflado, vistiendo una casaca hermosa, sagrada, repleta de historias de padres y de abuelos, una cinta blanca de capitán y luego, nada. O todo. Un trajinar de cabezas, un desmoronamiento de empujones, un abandonarse de brazos entremezclados y transpirados, gritos, papeles volando y otros cayendo en masa sobre mi cabeza. Imagino a los once ya en la cancha preparándose para levantar los brazos y saludar. Otra que imaginarlos por ahora no me queda al menos hasta que el panorama no se recomponga. Los aplausos comienzan, primero tibios, luego explosión. Seguro estarán con los brazos arriba en el circulo central, ¡qué lindo ritual!
Los gorriones de papel aún revuelan resistiéndose a aterrizar, infectando el aire despejado con una nieve de tinta negra y hojas de diario. Ahora sí, todos vuelven arriba como escaladores. Yo hago lo mismo. Al gordo y a Raúl ya no los veo. No importa, en el entretiempo ya nos juntaremos en lo del Negro, el panchero oficial del Gigante, el punto de encuentro. Arroyito ahora mismo debe ser una mezcla de quietud, gritos contenidos y radios mezclándose. Siempre es así el barrio, cada domingo, cuando el mediodía empieza a extinguirse se convierte en testigo de nuestra procesión abriéndonos el paso entre sus amplias calles prístinas, sus jardines de modorra, y sus casas bajas y relajadas acompañándonos. Luego es latencia y una espera tensa para, al fín, convertirse en anfitrión de la alegría o de palabras repletas de insultos e injusticias.
Una pelota golpea el alambrado, los rombos plateados cimbran, un rumor de ecos metálicos crece contagiándose, avanzando eléctrico. Falta algo: los bombos. Se los extraña. Los prohibieron.
El arquero llega con sus guantes ampulosos y tras golpear con sus botines ambos postes, retira con pulcritud docenas de largas tiras de papel que cruzan el área, su dominio. Luego, agradece los aplausos y se dispone a atajar los primeros pelotazos de la tarde. Me sorprende su cara de nene, ¿me estaré poniendo viejo? La red es un tejido virgen y estático, y espero que siga siéndolo, al menos durante los primeros 45 minutos. El arquero es aún un simple ser humano.
Del otro lado, los rivales ya están. Parecen fantasmas. Esta vez no hubo ni chiflidos ni insultos. Casi no existen. No hay rivalidad, ni historia, ni cuentas pendientes con sus colores: es un tanto aburrido. Ellos recién ascienden y quieren sumar puntos para quedarse en primera. No conozco ninguna de esas caras. Hasta un poco de lástima me dan. Igual pienso en la victoria y en golear para llegar al clásico de la semana próxima con confianza. Un par de portátiles se imponen a mi derecha, sintonizan algo que conozco de memoria: "Tarde Canalla", el programa seguidor del equipo.
El pitido inicial se impone y un rumor, como agua a punto de ebullir, se eleva, explota, ebulle y luego pierde decibeles hasta convertirse en un murmullo. El partido está en marcha. Algo me dice, aunque parezca lo contrario, que no será una tarde relajada. Nunca lo son, últimamente. El sol se ensaña y nos ametralla a rayos la frente.
-Claro, si hace 39 grados –alguien cuenta. Le creo, aunque me parece que los 42 ya los pasamos también. La imagino a Nala en la pile de lona, con su mallita rosa, los voladitos y el pelo recogido con colitas, y la envidio. Los bomberos miran el partido mientras acá, de tanto en tanto, se abren desesperados pasillos acarreando desmayados. En cualquier momento lo veo pasar al gordo así, en andas. Eso sí, entre cuatro lo van a tener que acarrear. Los cantos continúan pero ya no se salta. Todo es monótono, hasta que un silencio extraño irrumpe prepotente. Cinco segundos, carreras desesperadas, un cruce llega tarde, el arquero sale, el nene, un ruido seco y después la alegría brota de treinta gargantas al otro extremo de la cancha. Gol, gol de los fantasmas. Gol de lo imprevisto. A sufrir de nuevo, sigo preguntándome qué hago acá.
El fín de la primera mitad barre con las alegrías planificadas. En el aire, la impotencia y el desencanto se entrechocan. La voz crujiente y metálica del estadio lastima los oídos. El resto es silencio, el aire huele a sorpresa y a hecho irreal. En la platea, a la derecha, varios se paran, tratan de sacudirse la modorra y buscan ojos compañeros para compartir el desencanto y las broncas. Miles de técnicos ensayan cambios, miles de periodistas marcan los errores. Alguno desempolva una virtud. Todos coinciden en algo: la esperanza.
Lavado de cabeza y a la cancha de nuevo. Los aplausos vuelven espontáneos, un poco más amortiguados tal vez. Insultos que alientan, represiones constructivas y a seguir sufriendo. De movida nomás llega el segundo gol de los fantasmas y me lo pierdo porque estoy pispeando para el lado del panchero. El gordo, Raúl, hubiera sido lindo tenerlos al lado. Bueh, ya pasó. Fué de cabeza, dicen, se lo comió el arquero, el nene, repite lo escuchado en la radio. Dos a cero abajo. Siento vergüenza por los pronósticos propios y ajenos. Siento vergüenza por sentir vergüenza. Se va a hacer difícil ahora.
El calor es una anécdota. Central ataca de cara a mí, al gordo y a Raúl. Ataca y ataca, pero a pesar de ello, el arquero fantasma no la pasa nada mal. Los minutos se esfuman y no llega el descuento. La victoria es desesperación y panacea, el empate lo añorado ¿Quién lo hubiera dicho?
Sin una razón aparente, las energías se unen, se positivizan y la química se produce: un estallido potente se traduce en un aliento sostenido, en gritos y, ahora sí, en saltos. Es el momento, el equipo se contagia y se hace más profundo. Lastima. El rival no retrocede más porque si no más que rival sería espectador. Nuestra energía irrumpe sobre el césped como un ejercito de refuerzos invisibles y arrasa con el equipo fantasma. El árbitro duda y no cobra a favor, lo hace en contra y recibe en la cara un ventarrón de insultos, amenazas y saludos a sus familiares. El contagio social es instantáneo. Instintos de furia, destellos animales, fuerzas imposibles de retener afluyen como si la emoción se tradujera en seres indómitos viviendo de incógnito en mis intestinos. La energía toma colores y dimensiones que exceden al estadio y nos transforma a todos en un solo hincha: un hincha colectivo, como si un único ser la habitara. Late, se comprime y se expande. Respira. El amasijo de cabezas respira como si cada uno de nosotros fuera una célula de ese terrible hincha colectivo. Entonces sí, el gol llega como hecho lógico, como encontrar la llave correcta en un manojo gigante y sentir cómo la cerradura cede y se desliza invisible retrotrayéndose, dejando la puerta liberada. La libertad de saber abrir es el placer en sí mismo, decía el viejo, recuerdo. Y en ese ruido agitado de redes raspando el balón, en ese combarse del perfecto rectángulo de piolines recibiendo el esférico, en ese amasijo de bocas dibujando círculos de O más profundos que un mandamiento, en ese sentir de emociones urgentes y simultáneas, en ese soberbio y preciso instante de la penetración, encuentra ese hincha colectivo, o sea yo, y el gordo, y Raúl, y todos, el placer. El placer que vinimos a buscar. Dos a uno, y todavía faltan cinco minutos.
*
Fué por Luca que me pelé. El tano la tenía clara.
Lo conocí tarde, es cierto, ya había muerto hacía rato. Descubrirlo, como quién abre la cortina de la ducha que oculta a la chica desnuda que espera, bajo la lluvia, entre el vapor, fue el placer en sí mismo. Aún más que su música, más que sus letras. Por eso estoy rapado. Y me gustó cómo me quedaba. Además enseguida conocí a Lorena y empezamos a salir, y eso... ¡Cómo me gastó Raúl! El gordo no tanto, no le pareció tan mal. Al tiempo todos se acostumbraron, me acostumbré y nos olvidamos del tema.
Lorena, pelirrojita, menuda, esbelta, preciosa, tenía todo lo que buscaba en una mujer. Me atraía de ella lo mucho le gustaba todo lo mío, y no lo hacía por obsecuencia, era deslumbramiento. Lorena poseía una energía auténtica. Me gustaba, me colmaba. Éramos felices como suelen ser los comienzos.
Lorena me regaló a Nala, y a ella, a Nala, no le tomó mucho tiempo ocupar el espacio de mi corazón que le pertenecía a su madre. Día tras día, a medida que fuimos conociéndonos Nala y yo, Lorena comenzó a perder protagonismo en mi vida. Empezaron a crecerle fallas, a nacerle defectos, a brotarle fealdades, cosa que con la nena pasaba a la inversa. Así, nacieron entre nosotros distancias inéditas, inexorables y, para peor, irreversibles. No hubo guerras, no hubo luchas, ni siquiera peleas. Las discusiones se espaciaron, como se espaciaron nuestras charlas. Esa ansiedad de estar juntos se fue perdiendo como se pierde la señal de la radio a medida que la estática crece. Y llegó el día en que Lorena fue sólo estática.
Hablé mucho con Raúl, él me ayudó más de lo que creía. Sus consejos fueron mi guía durante el tiempo que estuve perdido, mal, culpable. Lorena era la orilla y yo el bote que la mansa corriente del lago alejaba con lentitud. Sin lágrimas, sin fuego.
*
Los cinco minutos se convirtieron enseguida en cuatro, los cuatro en tres, y yo en un amasijo de tensiones emocionales hermosas.
-Uh! –grita el de al lado y todos nos contagiamos.
El tiempo se acaba y el equipo ataca con más tozudez que calidad, con más vergüenza que fútbol. Llueven centros -deben ser los primeros fantasmas con chichones de la historia- y el arco se me esconde tras una araña de brazos alzados e inquietos. Apostaría mi hija a que ninguno ya se acuerda del calor. Un cartel de luces amarillas indica los minutos restantes. El tiempo reglamentario terminó. Creo ver dos minutos más, al menos lo asocio con lo que escucho por ahí. Los fantasmas sacan del arco porque un disparo fallido se perdió lejos de todo. El arquero encuentra todas las excusas posibles para perder el tiempo. De repente, como suspendida en el aire, la veo, viaja y se siente mirada, se sabe estrella cuando cruza la mitad de la cancha volando, se convierte en doncella cuando dibuja su parábola descendente, pero el zaguero nuestro, un rústico que nada sabe de poemas, la revienta de un derechazo y la devuelve a campo fantasma. Si la pelota hablara... Alguien cabecea, dos se empujan, un rebote, un agarrón, un árbitro miope, otro agarrón y, de repente, una siniestra le pone claridad a todo inventando una trayectoria tan impensada como soberbia y lo deja al 9 canalla cara a cara con el arquero. Supongo al 9 ya repartiendo su mirada entre la redonda y el tipo de guantes que sale a su encuentro. ¿Alguien ve algo, che? Espero que el 9 sí. ¿Qué pasa? ¿Qué pasó? De golpe, lo impensado. Todos caemos. Con cada paso que doy pasan cinco escalones bajo mis pies. Nunca imaginé que tantas imágenes podían caber en mi cabeza cuando la vista es inútil. Veo a mi viejo saltando con la radio enfundada en cuero en la mano, la veo a mi vieja colgando la camiseta en la soga del fondo y la camiseta chorreando charcos sobre el contrapiso desparejo y gris; lo veo a Raúl borracho volviendo de bailar y cantando estas canciones que escucho; la veo a Lore, sí, Lore, ¿qué nos pasó?, tan hermosa tras la cortina y bajo la lluvia, que...; la veo a Nala abriendo los ojos y mirándome rutilante por primera vez, me veo en la foto del diario, acá, en la cancha, como ahora. Todo, de alguna manera extraña y sublime, se aparea con esta emoción rotunda. El nueve lo hizo. Empató el partido, el juez de línea corre a la mitad de la cancha, es un milagro, sí, me hace llorar, y gritar, y sentirme lleno. El tipo, el goleador, salta los carteles y se acerca a mí. Salta ágil y se agarra del alambrado en un ritual simio. Los botines trepan, los tapones engranan, él sigue hasta quedar cara a cara con la popular. Lo veo, lo tengo. Gol, grita él. Gol, gritan todos. Gol, grito yo. Terminó, grita el referí. La caída continúa, la soporto, me mantengo, floto. Y, de golpe, el alambre agranda sus rombos, mi cuerpo acierta el camino, lo veo al nueve acercarse hasta tomar una estatura normal. ¡Sí, es real! Me estiro, me empujan, me empujan más, y con el último aire, (Lore) con mi mano izquierda, (Lore, mi cielo) con el ultimo aliento mezquinado al sol, lo toco. (Lore por Dios) Sí, al héroe lo toco. (Lore, soy yo...) Gracias, Dios, por esta alegría. (Lore, ¿qué nos pasó?) Por estas (Lore, te amo) lágrimas...