Ninguno
Ni la gorda con cara de buena con su fino saco de hilo blanco, ni el pibe que duerme en el asiento de al lado y se agarra fuerte de su mochila urbana, ni los cinco tipos y las ocho mujeres que miran su celular de brillo azul como quien mira a una lámpara de la que debería brotar un genio generoso, ni las dos amigas que hablan y gesticulan y se miran a los ojos (yo no las escucho, veo sus muecas de asombro y el interés que ponen en sus palabras), ni la vieja con las bolsas del supermercado atadas con suma prolijidad, ni el gordo que cabecea hacia delante cada vez que el sueño intermitente lo vence, ni la nena que pasa vendiendo placas de stickers, ni el hombre con pinta de prolijo empresario que lee un pesado libro técnico, ni el flaco que apoya contra la puerta su vieja mochila de Callejeros, ni el que agradece a Dios por todo lo que ni él ni nosotros le damos, ni el paraguayo con la camiseta de Libertad, ni la nena que mira aburrida por la sucia y rayada ventanilla, ni la chica que bosteza y cambia a cada rato de radio en su mp3 escondido, ni las sombras difusas en el vagón de atrás, ni el humo hermanado que se escapa del bullicio del furgón de adelante, ni las risas anchas que los cuatro obreros le dedican al truco, ni la mina que pasa y deja un surco con su perfume que por suerte no es el tuyo, ni el chancho picaboletos, ni el cana, ni el ciego con su latita, ni el vendedor de mentoplú, ni el diariero, ni nadie. No. Nadie. Ninguno sabe de vos y de mí. Ninguno sabe lo que te quiero. Ninguno sabe que ya no estás y que quiero morirme. Ninguno sabe.