Y en el octavo, Dios creó las segundas oportunidades
La polaroid sobre la silla,un brillante truco de apariencias
Zahira levantó la mano de su esposo y la dejó caer sin cuidado. Su brazo se sacudió espasmódicamente como si estuviera repleto de gusanos, pero la cabeza siguió inerte, apoyada boca abajo contra el parquet como si nada. El acto le pareció gracioso y aprovechó para tomarlo como un póstumo pedido de disculpas. Despeinó con sus dedos, cariñosamente, los pelos enrulados de él y luego se puso de pie. Ambas rodillas le crujieron. Así, el panorama resultaba aún más aterrador: vajilla rota, un par de vasos de promoción de cerveza también, una botella marrón y vacía, y la olla, intacta y aún tibia. Todo en el piso. El mantel yacía arrastrado en una catarata alimenticia, la mesa ofrecía su cálida desnudez para el tacto perfecto de la mujer de la casa y la televisión, invisible con su cartel de silencio dibujado en la pantalla, estrenaba su obsoleto nuevo rol. Ferro y Platense empataban 0 a 0 y terminaba el partido.
Caminó varios pasos construyendo en su retina la imagen de la posición en la que había quedado el cuerpo de su marido y, sin saberlo, acertó bastante con la realidad. Rodeó la escena milagrosamente sin pisar la sangre del piso y se dirigió al otro extremo del amplio comedor. Buscó la ventana, corrió la cortina, la que quedaba prendida al barral, y se asomó a la oscura parte del barrio de Palermo que daba a su departamento. Todo sonaba a quietud esa noche, tan quieto y silencioso como de costumbre. El viento le rozó la cara con suavidad produciéndole una sensación agradable. A veces, no ver tiene sus privilegios, pensó y estiró su mano izquierda siguiendo con su tacto el contorno de la soga rugosa y firme que colgaba desde la terraza hasta su piso. El octavo. Bailoteaba pendular.
Sonrió pensando en lo que vendría luego. Adivinó una denuncia de algún vecino atento, primero la espera silenciosa, la rápida llegada de la solícita policía de Buenos Aires -¡Qué buenos son! Los mejores del mundo probablemente-, el bullicio de las ambulancias, el cuchichear de los curiosos, la voz nerviosa y calculada de algún cronista televisivo, y luego el impecable manto del olvido. Su esposo, tan violento y certero, dió en el blanco. Sólo un disparo y un cuerpo inerte cayó lentamente acariciando la pared donde había permanecido escondido. Imaginó la pared manchada de rojo como en las películas de hace tanto tiempo.
El botín que parecía tan fácil en la casa del hombre alcohólico y la mujer no vidente no lo había sido en realidad. En los ojos del visitante los peritos notarían esa sorpresa dibujada. Dos cuerpos sobre el parquet. Muertos. Una terrible tragedia. Dos tiros prácticamente simultáneos. Casi una de Tarantino. Uno arrastrando el mantel en su caída y el otro desprendiendo la cortina izquierda por su propio peso. Y Zahira en el medio en una desgarrante crisis nerviosa.
-Pobre, -iban a decir. -y además sin poder ver... Que desesperación. No? Imagínense...
-Mejor, -respondería alguien - para qué querés ver eso?
-Si, la verdad.
Un excelente truco. El mejor de su vida. Su morada boca disimulada, sonreía. No siempre esta vida te da segundas oportunidades querida, pensó. El último tren a casa pasa sólo una vez.
"El hombre araña se llevó a mi esposo", una excelente historia para el noticiero del mediodía. Zahira llorando, desconsolada, y en su retina, el preciso instante en que dejaba en manos del ladrón muerto la 11.25 negra, caliente, brillante, hermosa, que había comprado esa misma mañana en el Once. Sin boleta.