Gdansk




-Al rojo, sí, al rojo. Por ustedes... –y besó la ficha.
La apoyó sobre el rombo dibujado sobre el paño, rojo sobre verde, como si con ese rectángulo plástico de múltiples tonalidades violáceas se fuera su última conexión con la vida, o con las cosas felices de la vida al menos, y cerró los ojos dejando que el vacío lo engullera aún sabiendo que su vida estaba en juego, la suya y otras dos más.
La sensación se coló en él haciendo estragos, como si su cuerpo fuera un cumpleaños de quince de alguna chica bien y la sensación, una banda de borrachos descontrolados. El solo perder el contacto con el plástico de la ficha le dio vértigo, un vértigo desquiciado. Ya estaba jugado.
La esfera de marfil blanco inició su carrera errática y enloquecida de cada noche como remontando un ciclón. En simultáneo, la rueda numérica comenzaba a girar a igual velocidad en sentido contrario. Chocarían, sí, chocarían al encontrarse y ese choque se inscribiría con letras doradas en el libro sagrado de su destino, el resultado de ese choque al menos: el resultado de la primer batalla.
-Colorado el tres –gritó el crupier. Ezra suspiró, dejando escapar el aire viciado que llevaba por más de un minuto retenido. La primera, sí, la primera es nuestra, mi amor, se dijo. La primera es nuestra. La quinta parte del pasaje, pensó y con su mano golpeó el bolsillo grande del saco gris que vestía. Lo había alquilado a cambio de una semana de trabajo en una obra no precisamente de teatro. Ese saco, el pantalón negro y los zapatos... La camisa era suya. Su sonrisa creció, distendiéndose, ínfima. Confianza necesitaba. Y fe. Mucha fe. Dios lo guiaría y pondría en sus manos la elección correcta. La única que cabía en realidad. Era una apuesta a matar o morir, lo sabía.
Cinco batallas, ya lo tenía estudiado. Cinco, con la primera ya ganada. Cinco, y cada una, progresivamente más difícil. Cinco, y todas formando parte de un plan. Un plan desquiciado pero lógico, si se piensa en términos de amor y distancia. Un plan extremo, que si lo lograba cumplir, lo convertiría en un hombre feliz. En definitiva, cinco golpes de suerte no eran una locura, un imposible. Digo, por cinco de esos no iba a firmar un pacto con el diablo, aunque si hubiera sabido cómo hacerlo seguro lo habría hecho.
Cinco pisos hasta la terraza donde brilla el sol, pensó, y ahí vamos a estar juntos, amor. Juntos otra vez, los tres. Los extraño. Los extraño mucho.
Su primer paga se amontonó sobre la mesa y un palo, con algo parecido a un limpiador en la punta, se lo alcanzó. El contacto con el plástico le devolvió a su cuerpo la tranquilidad.
-Fe, si que la tengo –se dijo.
Jugueteó con las fichas sin levantarlas del paño y sin pensar las reacomodó sobre el rectángulo donde decía "segunda Docena". No cambiaría sus planes, Dios le había dicho qué hacer. Bueno, en realidad, era un trabajo en equipo. El equipo de los sueños: Dios, él y los sueños. Dios, el mentor, el supremo; los sueños, el método, la vía de comunicación; y él, Ezra, el traductor por llamarlo de alguna manera, y el ejecutante.
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En el primero de sus cinco sueños vió a su hijo, Noha.
Noha, de tres años de edad y casi tres que él no lo veía. Se podía decir que casi ni lo conocía. Dos años, nueve meses y once días en la vida de alguien de tres es prácticamente toda la vida.
Su sueño con Noha fue vívido, tanto que despertó buscándolo en los alrededores de la cama como si fuera natural que ahí estuviese. Lloró, ¡cómo lloró cuando lo tuvo enfrente! Si hasta podía tocarlo... Los ojos grandes y castaños con los que miraba se parecían mucho a los suyos, no cabía duda. Y estaba tan grande y tan fuerte... La pena inapelable de no haberlo visto crecer, caminar, hablar, lo aniquiló. Noha usaba un trajecito rojo. No negro.
Dos semanas después tuvo el siguiente sueño.
En éste, apareció su esposa: Nadiah. La tercera parte implicada en el plan. Aun no había olvidado el de su hijo y ya llegaba ése. ¿Qué debía pensar? Con toda seguridad, algo trascendente, pero todavía no se le ocurría.
Sí, fue un sueño fuerte, pero sólo en un aspecto más que el anterior: en lo erótico. Perturbador, incisivo, cruel. Seguro tardaría mucho en dejarlo atrás. Una cama, sábanas blancas, vírgenes pero a la vez gastadas. Un lado plano, liso y prolijo, un espacio vacío en espera, y otro arrugado y lleno, ocultando formas, montañas irregulares, curvas de mujer, las formas de la mujer que más había amado es su vida. La última que había tocado. Las formas se movieron, se incorporaron en la cama y, ya sentada, dejaron al descubierto dos razones nada modestas y casi perfectas; mientras Ezra apoyaba sus rodillas en un colchón terso y blando tratando de llegar a ellas. El sueño luego discurrió caliente y lógico, pero él se quedó con sus dos razones pétreas.
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-¡No va más! –gritó a la par del crupier pero cuando éste lo miró, Ezra ni se dió por enterado. De nuevo la bola blanca, maciza, corría su loca carrera, casi inacabable. Tenso, trató de levantar y bajar sus hombros para relajarse, pero no obtuvo ningún resultado positivo. Si la segunda batalla lo llevaba hasta ese estado de nerviosismo no soportaría la cuarta, de eso estaba seguro. Debía encontrar una forma de tranquilizarse, de distraerse, tal vez un trago, pero, ¿con qué iba a pagarlo? ¿Con el dinero del pasaje de Nadiah? No. Seguro, eso no sucedería. Casi se olvidó del tema al escuchar ese nombre mágico pronunciado por su propia mente.
La bola llegó a su punto de mayor velocidad girando bien cerca del aro superior de la ruleta, y luego, obedeciendo a la gravedad, cayó para chocar con la rueda numérica que, como de costumbre, giraba en el sentido contrario. Saltó, golpeó, rodó, volvió a saltar y se posó firme en una de las ranuras mientras los números jugaban en su calesita de la fortuna. Era negro. Vueltas, vueltas. Si, negro pero... tenía dos cifras? Vueltas, vueltas. Los ojos de Ezra habían aprendido a ver en ese frenesí. A interpretarlo. Trece. Estaba seguro.
-Negro el trece –gritó a la par otra vez, sólo que ahora el crupier ni se molestó en mirarlo y empezó a retirar las fichas perdedoras de la mesa. Un desparramo numeroso en donde no figuraban las suyas. Una gota se descolgó por su espalda y se detuvo incómoda en el borde de los pantalones. La primera gota de la noche. El alivio se instaló otra vez en sus músculos, pero ahora en una ración más reducida, como las raciones de comida que recibían en su tierra, su Polonia natal. La amada y odiada Polonia. Ya nadie de su familia sufriría más. Esa tierra nueva que lo albergó a él, los hospedaría a ellos, y con trabajo, y con esfuerzo, lograrían lo que nunca habían podido hacer en su puta vida: ejercer su dignidad. Ser.
Voces sonaban en su cabeza. Casi sin darse cuenta dejó de lado el castellano torpe que hablaba y volvió a su lengua por unos segundos. Alguno lo miró a pesar de la indiscutida indiferencia reinante. Quizás se debía a lo común de ver extranjeros en esa época en Buenos Aires, más, tan cerca del puerto como estaban. Los barcos los traían como racimos. Almas viejas escapándole al horror de la post-guerra -casi peor al de la guerra misma-, llegando desesperados, abandonando sus pocas pertenencias, desertando de la vida. Sentir al infinito pisarte los talones es mejor a quemarse por siempre en él, solo que Ezra había dejado a dos suyos ahí dentro y eso le quemaba más que cualquier hoguera. El terror y el hambre le amputaron sus brazos y habían quedado allá, en la vieja Europa, entendiéndose por brazos a Nadiah y a Noha, por supuesto.
-Sí! -se dijo, y cerró el puño con la fuerza que contagia la alegría de la victoria, aunque contrastando demasiado con su presente.
Dos quintas partes.
Dos anhelos partes.
Los dos primeros sueños ya formaban parte de una realidad. Ellos fueron la clave de esas victorias. Efímeras, pequeñas, pero victorias al fin. Ezra supo interpretarlos y en eso residía su mérito. De ahí en más, le quedaban tres duras pruebas, eso significaba que no debía dormirse. No ésta vez. Debía saber ver el momento y atacar, el plan perfecto, el que traería a las razones de vivir de vuelta a su vida, a través del mar, un viejo conocido.
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El casino, o casi eso, funcionaba en Retiro, y no creo que haga falta decir lo clandestino que era. Lo que sí hace falta decir es que en él (casi) nadie había ganado una fortuna, ni siquiera, una gran cantidad de dinero, aunque éste circulara a montones. En el aire podía sentirse su áspero olor. La fama del lugar era mala y se rumoreaba que las trampas para engatusar a los clientes más tontos (o más inexpertos que es casi lo mismo, solo que éstos últimos tienen la posibilidad de curarse) eran muchas, aunque nunca se había descubierto ningún fraude ni nada parecido. O al menos ninguno había visto la luz. Lo cual significaba una suerte muy conveniente para sus dueños, entre los que se encontraban varios prestigiosos políticos de la República. Aunque la palabra prestigio era un termino que comenzaba a bastardearse con mucha rapidez en las calles empedradas de la reina del plata.
Todo eso Ezra lo sabía, no en vano había vivido casi tres años en esos conventillos atestados donde todo se terminaba sabiendo con el paso del tiempo. Lo sabía bien, pero la fé lo guiaba con autoridad y él debía seguirla; además, tenía un plan. Lo que quizás no sabía es que la fé es ciega. Siempre.
El casino funcionaba en Retiro, y Retiro no era una de las zonas más destacadas de la ciudad, por así decirlo. Zona de conventillos e inmigrantes. Zona de necesidades y simplezas pero también de miserias y penurias. Inmigrantes tanto internos como externos se codeaban en sus dominios. Chaqueños e Italianos, españoles y santafecinos. Personas diametralmente opuestas pero unidos por una misma desgracia: el desarraigo, y una desgracia nunca es un buen augurio cuando de unión de personas se trata.
En esa época, las distancias resultaban inexorables, y decir mil kilómetros y decir diez mil significaba, prácticamente, referirse al más allá. Sus casas, súbitamente convertidas en lugares a los que jamás volverían, resultaban casi tan tangibles como el horizonte. Y existían dos razones de tal impedimento: una, la económica y otra la tecnológica, los transportes no eran de lo más eficiente y avanzado. El tiempo traería adelantos significativos pero tendrían que esperar muchos soles para verlos con sus propios ojos. Y muchos ni siquiera los verían.
Estar lejos te marca y en cada una de esas caras pobladoras de esos barrios aledaños al puerto se veía esa marca con nitidez. Caminando por las veredas angostas, raspando los empedrados grises, protestando por la humedad, comiendo en sus bodegones o perdiéndose en los largos pasillos multiplicados como ratas de pensión. En esas piezas se albergaban colchones sin camas (y quizás solo eso) y las maderas crujían, las escaleras eran tan estrechas que hasta había que usarlas de a uno por vez al subir o bajar. En esas piezas el sol equivalía a privilegio y el aire puro a lujo. Las puertas se multiplicaban tan contiguas y tan pegadas como las putas de cada noche; asomarse a ellas (a las puertas, no a las putas) era estirar los ojos para, en vano, tratar de divisar el final de esos lugares lúgubres y misteriosamente emocionantes.
El casino era una de esas puertas. Solo una puerta más del lado de la calle, marrón, opaca; pero un lujo del lado de adentro: terciopelo, alfombras, mármol, brillos amarillos. Un efecto irreal para el visitante distraído, un contraste supremo. Un engaño bien disfrazado para quien el juego lo asociara al vicio inexorable.
Una puerta, el pasillo largo, pulcro y austero, algunas puertas laterales conduciendo a piezas vacías, macetas secas, un recodo al final, una luz tenue, más pasillo, más puertas, y una puerta más al final: la puerta. Tras ella, gente de seguridad –grandes monos- porque solo caras conocidas o contraseñas correctas podían franquear ese acceso. Escaleras al sótano, una cortina densa y luego sí, uno podía ser Gardel si lo quería, y más si arribaba con la billetera bien gorda. En esos tiempos no había plásticos de crédito ni nada similar. Solo billetes y favores, nada más.
Una vez dentro todo era bueno: ruleta, cartas, dados, música, gatos y tragos, y hasta otros ingredientes especiales si el cliente lo solicitaba. Teniendo al gobierno de su lado, la casa podía conseguir muchas cosas, más de las que no eran tan cotidianas.
Ezra entró recomendado y con dos billetes grandes. No mucho, pero la cosa cambiaría con rapidez. No había que llamarla suerte porque no lo era, solo buena interpretación y un manojo de sueños. Y Dios, por supuesto.
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En el tercer sueño se presentaba su madre. Su santa y muerta madre.
La primera gran guerra se la había llevado, al igual que a su padre, a su hermano mayor y a otros familiares cercanos. De un plumazo (morterazo) todos dejaron el mundo y él con su suerte a cuestas solo obtuvo rasguños y algunas insignificantes esquirlas que aún su cuerpo hospedaba en algún sitio. Odió a su suerte como a la guerra misma durante años. Prefirió estar muerto más de una vez, hasta a Dios le había rogado para que se lo llevara. No podía levantar la vista y ver esa devastación donde antes habían crecido jardines y flores. Y madres.
En definitiva, todo fué muerte hasta que Nadiah llegó a su vida, sigilosa como un ángel. Radiante, como un ángel. Frágil y hermosa, como un ángel. Una mañana apareció de la nada, entre escombros y hambre, sin nada más que perder que su propio cuerpo y se echó a sus brazos (literalmente) a llorar, como si ese hombro le hubiera servido para eso durante toda su corta vida. Tal vez así había sido, porque para Ezra, el rostro de la chica –la que luego sería su esposa-, portaba un sabor muy conocido, un tesoro que un día descubriría. Diecisiete años tenía ella, veintiséis él y casi un año la guerra.
En definitiva, su madre apareció ante él.
Salió de abajo de un gran trozo de concreto –otrora una pared de nuestra casa- levantándolo como si se tratara de cartón, y sonreía. Sí, sonreía. Aunque para Ezra eso no era novedoso. Ella siempre sonreía.
-¿Qué sucio está todo esto, luego vas a tener que ayudarme a barrer, sí mi hijo? –dijo. Le faltaba el brazo izquierdo.
A Ezra, los ojos se le poblaron de lagrimas a pesar de lo profundamente dormido que estaba, lo supo al día siguiente por las manchas en la almohada. No podía ser, no podía estar soñando esa atrocidad. Se sentía profanando la tumba de su madre. Deseó con todas sus fuerzas el final del sueño, pero no era más que un deseo y en los sueños los deseos no funcionan.
El sueño, entonces, prosiguió.
-¿Me vas a ayudar, hijo? Sí, seguro así será, como en los viejos tiempos. ¿Te acordás cuando tenías seis años y salíamos juntos a pasear por las calles? ¿Éramos muy felices, no?
Ezra no tuvo tiempo de contestar, ni de reaccionar. Un ruido terrible llenó sus oídos y una pared de humo y cal se levantó entre ellos invadiendo todo el aire, haciendo difícil respirar. Haciendo difícil vivir.
Ya nada se vió.
El sueño había terminado al fín.
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La pila de fichas se veía tan erguida y tan pareja como un edificio sin derrumbar. Prolijas y apoyadas sobre la línea perimetral de la grilla numérica, en el único punto compartido por los cuadros uno, dos, cuatro y cinco, la pila desafiaba al destino. En la jerga del juego, ese tipo de apuesta se lo denomina cuadrado, o sea, se apuesta por cuatro números a la vez y, en el caso de acertar, se divide el premio mayor por cuatro, y es eso lo ganado. A más posibilidades menos retribución, por supuesto. Como en la vida.
Otra vez la carrera loca, o mejor dicho la traducción de la locura misma a un hecho terrenal o lúdico en éste caso. La bola blanca entre el pulgar y el índice del crupier, el hacerla rodar veloz en la ruleta, el roce perfecto del marfil y la madera, el encontronazo, el ´novamas´, la danza errática, las miradas lascivas, la vida y la muerte golpeándose codo a codo en disputa del papel principal en el reparto, la ilusión increscendo primero y desvaneciéndose luego, los rebotes, los latidos, el silencio, el frío...
Muchos continuaron atentos al movimiento circular de la ruleta tratando de verificar su suerte aún mucho después de que Ezra estuviera seguro del resultado.
-Negroooo, el cuaaatroo –gritó el crupier casi sorprendiéndose de no tener coro del loco de traje ridículo.
El polaco ganó por tercera vez consecutiva.
Ezra esperó paciente por sus nuevas fichas y luego, con sumo cuidado, las recogió de la mesa y se retiró al hall contiguo, donde un mozo de impecable negro y blanco le sirvió un trago como cortesía de la casa. Se sentó a una mesa, en un sector aislado donde había al menos otras diez o doce iguales, todas para dos personas, la mayoría desiertas. Un sitio especial para espectros. Probó el trago y en su cara se dibujó una mueca de duda, como si le costara identificar ese sabor caliente y expresivo que se filtraba por su garganta. Ginebra, en ese casino siempre se servía ginebra o Whisky, pero de los buenos, bastante diferentes a los que él acostumbraba tomar a solas en su pensión. Aún así, y a pesar de esas diferencias que para muchos serían duras, a Ezra no se lo notaba ni triste ni contrariado. Era un escapado de la guerra (toda la vida lo sería) y esa gente tiene bien aprendida esa lección que aconseja conformarse con lo que se tiene, no ser un conformista, pero sí dar gracias cada día por cada cosa.
Apoyó las fichas sobre la mesita y las examinó como si en su degradé de colores se escondiera una figura o un mensaje secreto solo para él. Esa faena lo mantuvo ocupado por más de diez minutos, cosa que se podría atribuir con facilidad a una inédita serenidad colándose por sus poros. O algo parecido.
La victoria tiene un sabor tan dulce, tan poderoso, que después de probarla el azúcar se torna amarga; por eso, la textura delicada de las fichas lo alucinaba tanto que le resultaba imposible dejar de acariciarlas, una a una, como si en ellas se materializara Nadiah, como si las fichas estuvieran recubiertas con su piel. ¿Podía estar tan cerca? No era una panacea. La mitad del camino tantas veces planeado, y pensado, y estudiado, y vuelto a planear, ya estaba cumplido. Y bien cumplido. Más de la mitad del pasaje Gdansk – Buenos Aires. La alegría parecía un germen diseminándose en su cuerpo con mesura pero sin ninguna traba.
Miró la mesa, o mejor dicho enfocó su parte conciente en ella porque sus ojos la habían estado apuntando en los últimos diez minutos al menos, y vió como alguien (él mismo) había construido una torre de elementos rectangulares tan alta que alcanzaba casi al vaso que prácticamente ni había tocado y sonrió. El momento del tercer asalto llegaba.
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De atrás de los pastizales a los que siempre le había temido, apareció el ser. Un hombre grande, adulto, viejo, como de treinta años. Desarreglado, corroído. Podía saberlo aún sin ver su cara con facilidad. Se le acercó, Ezra, como por instinto, ocultó del alcance de aquel extraño los juguetes que su padre había construido, y trató de hacerse visera con sus manos, pero el sol esa mañana se empeñaba en envolver las cosas en un extraño fulgor. Brillaba tanto... El extraño se paró en frente a Ezra que, desde su perspectiva, lo creía un gigante. Y quizás lo fuera. De repente, cuando el hombre se hizo visible al interponerse entre él y el sol, el rostro se le antojó familiar, o más aún, necesario. Un rostro futuro. El extraño, que ya no lo era, abrió el puño derecho y dejó caer sobre el pasto helado un papel blanco y arrugado que casi no se distinguía del suelo, y desapareció por donde había aparecido sin decir una palabra. Ezra se hubiese sorprendido bastante si eso hubiese sucedido de otra manera, si el hombre hubiese hablado: porque esa extraña voz sería suya veinte años más tarde.
Veinte años más tarde, Ezra despertó de la siesta transpirado y con la imperiosa necesidad de conseguir un lápiz. No podía darse el lujo de olvidar lo visto en ese papel. Si existen los momentos en los que uno no cabe dentro de sí mismo, ese era uno.
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Ezra se acercó a la mesa donde el crupier lo recibió con una amplia sonrisa, en vez de golpearlo como en realidad parecía querer. Ocupó el mismo lugar de antes y esperó con paciencia a la siguiente vuelta, el comienzo de la cuarta batalla. A tientas, sacó un papel arrugado del bolsillo, lo recorrió con los dedos como leyendo en braile el 15, lo estrujó y lo devolvió a donde pertenecía. Para Ezra era más valioso que un gran hallazgo arqueológico.
Un hermoso edificio de reflejos lilas y rojos se alzaba sobre la mitad de la línea externa del cuadrado número trece. Era una jugada más difícil que el cuadro pero con mejor premio, se apostaba por tres números, los tres que ocupaban esa fila: el trece, el catorce y el quince.
-Cada batalla va a ser mejor que la anterior –se dijo y preparándose como capear una tempestad, miró a la ruleta sacra, al crupier amagando con hacerla girar, esperó el "no va más y luego se abandonó a la fé (o a lo que fuera).
Esta vez no hubo bola que corriera, ni sufrimiento, ni espera alguna. Todo ese minuto discurrió dentro de un sopor inhabitado y distante donde nada pareció ocurrir. Como si se hubiera tapado los oídos para no escuchar, solo que logrando extender esa habilidad a todos sus sentidos. Como si por un momento hubiera desconectado el enchufe de alimentación de su propio cuerpo. No vió, no escuchó, no sintió, no nada. Un letargo -quizás bendito- se apropió de él y eso en definitiva salvó su vida. Al menos ese día.
Entonces, alguien palmeó su espalda, dos vivaron, varias mujeres se enteraron de su existencia, otro le dirigió una mirada de odio. En sus ojos se formó una imagen nublada como si alguien hubiera interpuesto un vidrio sucio entre él y la mesa. Daba la sensación de estar mirando la televisión al encenderse, solo que en ese tiempo no había muchos televisores en el mundo. La imagen empezó a aclararse señal que los motores de la visión comenzaban a funcionar de nuevo. Igual, le tomó un rato largo conectar la mente asociativa a eso que sus ojos enfocaban. Parecían tomas de prueba. Ensayos de fotos en movimiento. Todo Ezra lo negaba. No podía ser tan dulce una visión. No, no podía serlo.
Pero lo era.
Los edificios de fichas rectangulares se habían multiplicado hasta convertirse en una mini ciudad y permanecían en la espera, como una mujer sola en un café. Ahí, sobre el paño verde, hermosos. En sus ojos nacieron montañas de azúcar y su sonrisa se hizo tan amplia y tan radiante que en vez de dar envidia contagiaba alegría. Los rectángulos no estaban solos, ahora contaban con la compañía de diez hexágonos de bordes rojos y blancos, y un centro circular brilloso. Marfil, marfil puro. Casi un elefante.
-Desea recogerlas, señor, o ¿es una gentileza suya para los empleados? –le preguntó el crupier, con su sonrisa de alquiler.
-No, no, perdón... –dijo y apuntaló sus edificios sobre el cuadro perfecto que brillaba en su retina y en la mesa.
Un pleno.
Todo al veintisiete.
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Gdansk, fué en la primera mitad del siglo veinte uno de los puertos europeos que embarcó a más personas de la Europa Oriental hacia ese sitio misterioso y prometedor que se encontraba prácticamente del otro lado del mundo: Buenos Aires. Personas que, escapando de la guerra y de la locura, se subían a cualquier cosa en movimiento con tal que llevara como destino algún sitio alejado de Europa. La vieja y convulsionada Europa.
Así, miles de polacos dejaron atrás sus tierras, sus familias y sus diezmados recuerdos en pos de lograr convertirse en puntas de lanza en un extraño nuevo (¡y por favor, pacífico!) país, para luego, una vez instalados, poder llevar a su gente allá y, de una vez por todas, vivir con tranquilidad. Solo eso: Vivir. Aunque fuera mucho pedir para esa época.
Ezra Vladinwicz, era una de esas tantas almas. Un caso idéntico a muchos, un polaco no muerto con un logró muy importante en su haber, un paso importantísimo para su porvenir inmediato, aunque en realidad para él solo significaba la mitad de su cometido. Sin quererlo, había dejado en manos del azar a la otra parte de la historia, la integrada por Nadiah y por Noha, sin ninguna duda su motor vital. Algo así como el último tanque de oxigeno en medio de tanta mierda.
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Ese día, en ese puerto gris, el turno le tocó a Dios. Al menos eso pensó Ezra.
Era la mañana del día más cálido que le podría tocar vivir a Polonia y el sol parecía sonreír ante esa rotunda victoria. El barco estaba en posición. Los viejos amarres, las redes retorcidas, los marineros rústicos, los cajones apilados a punto de ser arriados, la bandera mitad roja, mitad blanca, mitad sangre, mitad frío, los pasajeros subiendo, el marrón y el gris prevaleciendo, los abrigos puestos y las pertenencias al hombro, los familiares, los amores, la guardia atenta de los soldados, dos tanques, la tensión y la emoción mixturándose, el adiós hecho lagrimas, los nudos de los amarres, los nudos en las gargantas, los pañuelos agitados, la confusión de los niños y la señal de la bocina, indicaban que la hora había llegado.
Entre la gente que despedía a los viajantes no se encontraban ni Nadiah ni su hijo, seguro ganas no les habían faltado pero varias condiciones les habían jugado en contra: la del dinero la principal. Igual la despedida ya había ocurrido unas cuantas horas atrás en su Varsovia natal, en la partida del camión que lo acercó a Gdansk y a su puerto. Esos besos y abrazos bastaron para Ezra, como basta el agua para el que tiene sed. Eso y la promesa.
-No te prometo volver acá, sino volver a vernos –dijo, y más que promesa sonó a juramento, y a fé. Después partió sin una sola muestra de dolor, al menos hacia fuera.
Ahora, Ezra apoyado contra la baranda de la proa del barco escuchaba con atención el dialogo de los viajantes con sus amigos y familiares. Se fijaba en sus caras desconocidas, en sus rasgos duros y rectos, no parecía buscar sino aprender. Su mente, quizás, repleta de dudas, pensaba en todo lo que le restaba aprender del nuevo mundo que lo esperaba. O mejor dicho que no lo esperaba.

En ese instante, entre toda esa gente, lo vió. Ahí estaba, sólo, impávido, estático, mezclado, sin nadie que se fijara en él, sin nadie hablándole, mirando fijo sus ojos. Dos lagrimas rodaron. Lo que siguió se parecía más a un torrente que a un llanto. La emoción se dibujó en su cara como si de golpe hubiera recibido la clave de cómo ser la persona mas expresiva del mundo, algo que no era su especialidad en absoluto. Justamente a él...
Dios lo miró a los ojos como si en medio de todo ese gentío solo él existiera. Pero no importaba, se notaba que Ezra lo sabía: Dios se le presentó en ese instante y insertó en su cabeza una imagen que él debería interpretar.
Un estruendoso ruido arruinó el cuadro y ya no lo distinguió entre la gente. El barco comenzaba su largo viaje.
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-Veintisiete dijo Dios, veintisiete será.
Retiró las manos de la carpeta. El contorno verde lo abandonó y los dolores arribaron a su cuerpo como una invasión.
–No son una buena señal -pensó crujiendo los dedos y acertando por quinta vez en la noche. La pila sobre el número veintisiete era por lejos la más alta de la noche, pero aún así no pagaba un pasaje Polonia - Buenos Aires ida.
La ruleta comenzó a girar y Ezra a perder el contacto con la realidad. Un click infrecuente, apenas audible, salió de algún sitio, y la bola rebotó una vez más de lo que tenía planeado, hizo equilibrio sobre un borde y se posó, muerta.
Dios se había equivocado.
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-No se ponga así, señor ¿Sabe cuánta gente salió por éste mugroso pasillo así triste como hoy se va usted, y a los pocos días les cambió la suerte, volvieron y se forraron? Muchos. No todos, seguro. Pero a más de uno conozco, se lo aseguro.
El empleado del casino, impecablemente vestido y falsamente comprensivo acompaña a Ezra a la salida y lo abraza en el largo camino a la calle. El pasillo es una oscura alegoría a la derrota. Ezra no responde, cuenta las baldosas.
-Hágame caso hombre. Repóngase. Junte algo de dinero, pida y cuando se sienta con suerte, vuelva. Va a ver cuanta razón tengo.
Doblan por el último recodo. La puerta se ve al final como un oasis. Siete, quince, setenta y tres baldosas. Ezra se suelta del abrazo empalagoso del empleado sin cortesía y camina adelante. El empleado sigue hablando pero ya Ezra ni lo escucha. Solo pide que al final del corredor, atrás de esa puerta, el día amanezca soleado.