Cédula
Inútil pretender llegar a un acuerdo, es algo preestablecido entre esas dos miradas, un destello como de guerra entablada, miradas camorreras, un desafío de agente férreo a infractor in fragantti, o infractora en este caso.
El Volkswagen calienta y no es el único, el Buenas Noches es frío, de manual, igual esa seña como inevitable de la mano derecha extendida, tocándose la sien con la punta de los dedos mayor e indice unidos; ella contesta sin mostrar los dientes, la ausencia de simpatía mete leña al conflicto, el festín del mal humor es palpable, en ella al menos. En él todo ronda dentro de los limites rutinarios del agente de tránsito. Las luces amarillas del piquete destellando le ponen una tensión a la escena quizás exagerada, es un control de rutina señorita, no se preocupe, necesito verificar la documentación, muy bien, la suya y la del vehículo, sirvasé oficial, la cédula también, gracias señorita. El gracias que murmura ante la ineludible hostilidad del sirvasé oficial lo sorprende al agente, no entiende porqué lo dijo, es su primer palabra insubordinada del día, la primera que se le escapa en el turno, un turno que comenzó con el sol del mediodía y aún abarcará todo el atardecer, la noche madurando. La somnolencia del regreso a casa de la masa trabajadora se esconde trás un susurro delicioso hecho de motores en procesión inversa a la matutina. El detalle le produce fastidio, es otro el ruido a la mañana, más violento, más ansioso, como infectado de obligaciones, un apuro para llegar a dónde no se quiere llegar. En cambio, así, volviendo, todo se vuelve más silencioso, un cadencia como tributo a la antesala de lo familiar, a la casa a la que se acerca.
Analía Morales, la foto no la favorece, es hermosa, no parece de 29, quizás 24 le daría. Sedan 2 puertas modelo reciente, papeles en regla, seguro, verificación técnica, todo. Sólo que debería conducir con lentes... Algo le dice el agente refiriéndose al detalle, mirándola a los ojos. Ella, en cambio, acude a su cita ineludible con el espejo retrovisor, se peina, se mira los dientes y no contesta. Ahora que la luz solar merma -el auto está detenido a la sombra de un jacarandá cuyas flores lilas -no celestes- cubren toda la luz del neón del alumbrado público- más notorio se hace el resplandor azul violaceo del tablero, y violaceos se ven los ojos distantes de la chica, Analía.
Usted sabrá disculpar la demora, se verificarán sus datos y enseguida quedará liberada, ah estoy detenida, nó en absoluto, es rutina, no se me asuste, no estoy asustada, permiso. En el segundo inmediato después del permiso del oficial, los estiletes de Analía abandonan el espejo retrovisor y agreden al agente con la vigorosa intensidad del que sabe manejar con destreza las armas con las que cuenta: solo le estoy pidiendo que se apure, (pausa,mirada ascendente y descendente, y otra vez ascendente), oficial. La señal de asentimiento del oficial no se parece a la que hubiera deseado emitir, una más profesional hubiera sido mejor, como demostrando autoridad, fuerza, superioridad en definitiva. No, sólo fue un dejo sumiso, un pedido de aprobación o algo así.
Analía, los ojos de Analía, al fín lo sueltan. Sin embargo, a pesar que su hombría pedía a gritos esa liberación, el hecho no le produce el alivio deseado. Ese soltarlo, esa apertura de tenazas de parte del iris pardo femenino, lo deja solo, bobo, impávido. ¿Qué hace la tierra después del paso del fuego? ¿Qué queda de la cosecha cuando las langostas ya se miran unas a otras satisfechas? El oficial mira a los otros: Venegas se rasca la panza en sentido de las agujas del reloj sentado en el capot de la patrulla, Juarez es una sombra con la vista fija en una mosca que vuela en círculos bajo el puente, Sobrado y Martinez miran con atención el paso cansino del tráfico, el otro Martinez -el capo- se acerca con paso de buey al dúo y algo dice, riéndose, masticando, moviendo el bigote de brocha con cierta elegancia. Los cinco lo ignoran por completo, qué ayuda puede necesitar Larrañaga, mirá el minazo que demoró, es vivo para elegir el muy guacho, además tiene un verso... Ya le va a encontrar algo para atemorizarla, la va a acorralar como a un pichón, y al final, distendiendo, vendrá la táctica del comprensivo, la confianza mutua, la compradora sonrisa de costado, casi oculta, casi exclusiva. Si lo conoceremos al Larrañaga...
Lo sorprende a él mismo esa necesidad de ayuda, así, desamparado, diezmado en una batalla despareja. La noche se hace larga, se hace goteo, repetición, adormecimiento progresivo. La luz del piquete, un redondo círculo amarillo destellando, baña las barreras de madera, el corredor, el par de patrullas, los conos repartidos formando un dibujo en el piso -obsesión del loco de Juarez, qué quilombo hizo la vez pasada cuando alguien se lo desarmó, hasta peló el fierro dispuesto a todo y lo tuvieron que cubrir todos-, mientras la lentitud repta y contagia. Solo le pido que se apure. A Esteban Larrañaga, caucásico, tez trigueña, 38 años, contextura fornida -oso viejo-, le costaba alcanzar el móvil policial y dejar a la demorada tanto como si tuviera la obligación de nadar hasta el auto atravesando un estanque repleto de cocodrilos. Sólo le pido que se apure, qué le pasa a ésta. ¿No sabe quién manda acá? Nadie le explicó, por lo visto. ¿Saberse linda la hace sentirse más fuerte? Con su reputación en juego acepta el reto. Se ajusta el cinturón como si cada una de sus dudas intentara penetrar en sus pantalones, y recompone enseguida su cara, sus facciones, su presencia. Los años de servicio siempre ayudan en esta tarea.
-Señora -adrede-, nos tomamos el tiempo necesario, tomá, ahí tenés, bomboncito, te lo dije no más, perra. Hermosa perra.
Pateando cocodrilos se aleja del VW cuyo amarillo estridente alcanza para lastimar cualquier vista, más cuando los faros de los autos de la autopista lo bañaban de reflejos como baldazos de luz. Algo pensaría, y pensar es bueno ahora que la perra lo largó, se dice. Se siente bien sin nadie que le mordisquée los trabajosos pensamientos. Tiene buena mano la perra, de alguna manera le borra lo que piensa, se lo ensucia.
Pensar, sí, el intento estaba en marcha, sin embargo hay un ahorro de esfuerzo gracias a la mano del pincel del destino. En el camino algo llama su atención, un detalle, y ese detalle que vió lo rescata de sus dudas casi como si hubiera ganado la grande y el premio fuera un cargamento de nuevas neuronas. Ese algo lo obliga a abofetearse por dentro, a volver junto a ella, ya mutado, ya de vuelta él, ya él dueño y señor de la voz de mando. Larrañaga y su sonrisa se asoman al lateral del auto y constatan la falla. Ese auto no puede transitar así, es un serio peligro para los demás, la perra tendrá al fín su aleccionador merecido.
Los demás continuan en la suya. Nada ha pasado y nada pasará. De golpe el tablero se reacomoda y por esas cosas de la lógica, un golpe es el responsable de esa reconstrucción. El oficial desanda pasos, rompe cráneos de cocodrilos y se acerca por detrás a Analía, ya vuelto, ya oficial de policía en serio. La cabellera espumosa, los hombros bañados y desnudos, el brazo abandonado, su codo asomado por la puerta de conductor, una mano sutil, una piel con pecas perfectas, asoladas. Con su actitud inmutable la chica espera. El codo ni se mueve.
-Haga lo que tenga que hacer, oficial.
-No puede circular así, su vehículo tien...
-Haga lo que tenga que hacer, oficial. Ya me escuchó. Seguro no viene a pedirme permiso.
-No.
Sólo no. No le sale más. Al menos pudo sostenerle la mirada antes que de volviera al retrovisor y se sumergiera en la nada, es ese espacio reservado para volar donde sólo vuelan las preciosas criaturas inalcanzables, las elegidas.
-Haga, oficial.
Segundo Golpe.
El oficial no se amedrenta. El abdomen abultado, las canas, el color del uniforme, el brillo lustroso de la placa, las dos V amarillas bordadas boca abajo en su hombro, la carrera, el arma. Todos los detalles están de su lado. Del de ella, sólo su belleza, esos ojos peligrosos, un cuerpo perfecto adivinado en la oscuridad de su butaca impecable. Poco para ganarle a él la pelea. Tiene agallas, eso no lo duda, pero es mujer y en ese detalle claudican todas las razones.
Mujer.
El oficial anota en un acta de infracción la patente del VW y se dirige al móvil. Los cocodrilos lo miran de reojo, murmurando. Quién ríe último, se dice y deja la frase trunca. Lo que se gesta, irrefrenable, convierte su sangre en chorros calientes y desbocados. Venas llenas, gordas, visión telescópica, sed de venganza. Si sus compañeros supieran lo estarían colmando de frases para tranquilizarlo, se referirían al caso como de una locura, mencionarían su carrera, el procedimiento, los sumarios, la perra, porque no valía la pena ponerse así, manojo de nervios; pero por dentro, él lo sabía, estarían pinchándolo, alentándolo, que la fuerza, que el respeto, que hay que exigir, hacerse respetar, que todos tienen que saber quién manda, y más si es una mujer, carajo, imagínen la vergüenza, los pasillos, los rumores, las risas...
El móvil destella azul, vacío, las puertas abiertas, la radio habla sola. La voz del oficial pide información con una frase en la que abundaban imperativos y huelgan artículos. Una voz impersonal contesta luego de unos segundos usando el mismo curioso idioma, luego un minuto silencioso y al fin la respuesta nítida. Toda la fuerza lo acompaña. El oficial, la claridad de la voz que le responde. No hay necesidad de chequeo alguno. Su mente se llena en parte iguales de satisfacción y sorpresa. La muy perra, su merecido, las felicitaciones, vehículo con pedido de captura, la cara que pondría, su cara intentando aguantar la carcajada, el arma sin seguro, el chaleco ajustado, adrenalina hermosa, cocodrilos colegas babeando de placer ante su paso decidido -ahora inevitablemente triunfal- como quién va a recibir una medalla, actuar rápido porque el tiempo no está para desperdiciarlo.
Si los golpes más fuertes son los que no se esperan, ese que está por recibir es un golpe fuerte.
Tercer golpe.
Camina y llega, decidido, voluminoso. Y es entonces cuando sus pies se cargan de aire y se despegan del piso con una potencia tal que parecen los propulsores de Astroboy. Los baldosones del asfalto pasan debajo de su vuelo con total naturalidad, las ramas del Jacarandá lo esperan para abrazarlo. Hay algo en el aire, un olor a promonición que se mezcla con un retorno a casa que ya nunca va a consumarse para él. A pesar del chaleco, del peso de los borcegos, de su propio cuerpo cercano a los cien kilos, Larrañaga vuela de espaldas y en su cara de tez picada, de bigotes gruesos, se dibuja la sonrisa premoldeada que en el umbral de la muerte, ese rebote fortuíto, se mezcla en partes iguales de sorpresa y gallardía.
El Volkswagen calienta y no es el único, el Buenas Noches es frío, de manual, igual esa seña como inevitable de la mano derecha extendida, tocándose la sien con la punta de los dedos mayor e indice unidos; ella contesta sin mostrar los dientes, la ausencia de simpatía mete leña al conflicto, el festín del mal humor es palpable, en ella al menos. En él todo ronda dentro de los limites rutinarios del agente de tránsito. Las luces amarillas del piquete destellando le ponen una tensión a la escena quizás exagerada, es un control de rutina señorita, no se preocupe, necesito verificar la documentación, muy bien, la suya y la del vehículo, sirvasé oficial, la cédula también, gracias señorita. El gracias que murmura ante la ineludible hostilidad del sirvasé oficial lo sorprende al agente, no entiende porqué lo dijo, es su primer palabra insubordinada del día, la primera que se le escapa en el turno, un turno que comenzó con el sol del mediodía y aún abarcará todo el atardecer, la noche madurando. La somnolencia del regreso a casa de la masa trabajadora se esconde trás un susurro delicioso hecho de motores en procesión inversa a la matutina. El detalle le produce fastidio, es otro el ruido a la mañana, más violento, más ansioso, como infectado de obligaciones, un apuro para llegar a dónde no se quiere llegar. En cambio, así, volviendo, todo se vuelve más silencioso, un cadencia como tributo a la antesala de lo familiar, a la casa a la que se acerca.
Analía Morales, la foto no la favorece, es hermosa, no parece de 29, quizás 24 le daría. Sedan 2 puertas modelo reciente, papeles en regla, seguro, verificación técnica, todo. Sólo que debería conducir con lentes... Algo le dice el agente refiriéndose al detalle, mirándola a los ojos. Ella, en cambio, acude a su cita ineludible con el espejo retrovisor, se peina, se mira los dientes y no contesta. Ahora que la luz solar merma -el auto está detenido a la sombra de un jacarandá cuyas flores lilas -no celestes- cubren toda la luz del neón del alumbrado público- más notorio se hace el resplandor azul violaceo del tablero, y violaceos se ven los ojos distantes de la chica, Analía.
Usted sabrá disculpar la demora, se verificarán sus datos y enseguida quedará liberada, ah estoy detenida, nó en absoluto, es rutina, no se me asuste, no estoy asustada, permiso. En el segundo inmediato después del permiso del oficial, los estiletes de Analía abandonan el espejo retrovisor y agreden al agente con la vigorosa intensidad del que sabe manejar con destreza las armas con las que cuenta: solo le estoy pidiendo que se apure, (pausa,mirada ascendente y descendente, y otra vez ascendente), oficial. La señal de asentimiento del oficial no se parece a la que hubiera deseado emitir, una más profesional hubiera sido mejor, como demostrando autoridad, fuerza, superioridad en definitiva. No, sólo fue un dejo sumiso, un pedido de aprobación o algo así.
Analía, los ojos de Analía, al fín lo sueltan. Sin embargo, a pesar que su hombría pedía a gritos esa liberación, el hecho no le produce el alivio deseado. Ese soltarlo, esa apertura de tenazas de parte del iris pardo femenino, lo deja solo, bobo, impávido. ¿Qué hace la tierra después del paso del fuego? ¿Qué queda de la cosecha cuando las langostas ya se miran unas a otras satisfechas? El oficial mira a los otros: Venegas se rasca la panza en sentido de las agujas del reloj sentado en el capot de la patrulla, Juarez es una sombra con la vista fija en una mosca que vuela en círculos bajo el puente, Sobrado y Martinez miran con atención el paso cansino del tráfico, el otro Martinez -el capo- se acerca con paso de buey al dúo y algo dice, riéndose, masticando, moviendo el bigote de brocha con cierta elegancia. Los cinco lo ignoran por completo, qué ayuda puede necesitar Larrañaga, mirá el minazo que demoró, es vivo para elegir el muy guacho, además tiene un verso... Ya le va a encontrar algo para atemorizarla, la va a acorralar como a un pichón, y al final, distendiendo, vendrá la táctica del comprensivo, la confianza mutua, la compradora sonrisa de costado, casi oculta, casi exclusiva. Si lo conoceremos al Larrañaga...
Lo sorprende a él mismo esa necesidad de ayuda, así, desamparado, diezmado en una batalla despareja. La noche se hace larga, se hace goteo, repetición, adormecimiento progresivo. La luz del piquete, un redondo círculo amarillo destellando, baña las barreras de madera, el corredor, el par de patrullas, los conos repartidos formando un dibujo en el piso -obsesión del loco de Juarez, qué quilombo hizo la vez pasada cuando alguien se lo desarmó, hasta peló el fierro dispuesto a todo y lo tuvieron que cubrir todos-, mientras la lentitud repta y contagia. Solo le pido que se apure. A Esteban Larrañaga, caucásico, tez trigueña, 38 años, contextura fornida -oso viejo-, le costaba alcanzar el móvil policial y dejar a la demorada tanto como si tuviera la obligación de nadar hasta el auto atravesando un estanque repleto de cocodrilos. Sólo le pido que se apure, qué le pasa a ésta. ¿No sabe quién manda acá? Nadie le explicó, por lo visto. ¿Saberse linda la hace sentirse más fuerte? Con su reputación en juego acepta el reto. Se ajusta el cinturón como si cada una de sus dudas intentara penetrar en sus pantalones, y recompone enseguida su cara, sus facciones, su presencia. Los años de servicio siempre ayudan en esta tarea.
-Señora -adrede-, nos tomamos el tiempo necesario, tomá, ahí tenés, bomboncito, te lo dije no más, perra. Hermosa perra.
Pateando cocodrilos se aleja del VW cuyo amarillo estridente alcanza para lastimar cualquier vista, más cuando los faros de los autos de la autopista lo bañaban de reflejos como baldazos de luz. Algo pensaría, y pensar es bueno ahora que la perra lo largó, se dice. Se siente bien sin nadie que le mordisquée los trabajosos pensamientos. Tiene buena mano la perra, de alguna manera le borra lo que piensa, se lo ensucia.
Pensar, sí, el intento estaba en marcha, sin embargo hay un ahorro de esfuerzo gracias a la mano del pincel del destino. En el camino algo llama su atención, un detalle, y ese detalle que vió lo rescata de sus dudas casi como si hubiera ganado la grande y el premio fuera un cargamento de nuevas neuronas. Ese algo lo obliga a abofetearse por dentro, a volver junto a ella, ya mutado, ya de vuelta él, ya él dueño y señor de la voz de mando. Larrañaga y su sonrisa se asoman al lateral del auto y constatan la falla. Ese auto no puede transitar así, es un serio peligro para los demás, la perra tendrá al fín su aleccionador merecido.
Los demás continuan en la suya. Nada ha pasado y nada pasará. De golpe el tablero se reacomoda y por esas cosas de la lógica, un golpe es el responsable de esa reconstrucción. El oficial desanda pasos, rompe cráneos de cocodrilos y se acerca por detrás a Analía, ya vuelto, ya oficial de policía en serio. La cabellera espumosa, los hombros bañados y desnudos, el brazo abandonado, su codo asomado por la puerta de conductor, una mano sutil, una piel con pecas perfectas, asoladas. Con su actitud inmutable la chica espera. El codo ni se mueve.
-Haga lo que tenga que hacer, oficial.
-No puede circular así, su vehículo tien...
-Haga lo que tenga que hacer, oficial. Ya me escuchó. Seguro no viene a pedirme permiso.
-No.
Sólo no. No le sale más. Al menos pudo sostenerle la mirada antes que de volviera al retrovisor y se sumergiera en la nada, es ese espacio reservado para volar donde sólo vuelan las preciosas criaturas inalcanzables, las elegidas.
-Haga, oficial.
Segundo Golpe.
El oficial no se amedrenta. El abdomen abultado, las canas, el color del uniforme, el brillo lustroso de la placa, las dos V amarillas bordadas boca abajo en su hombro, la carrera, el arma. Todos los detalles están de su lado. Del de ella, sólo su belleza, esos ojos peligrosos, un cuerpo perfecto adivinado en la oscuridad de su butaca impecable. Poco para ganarle a él la pelea. Tiene agallas, eso no lo duda, pero es mujer y en ese detalle claudican todas las razones.
Mujer.
El oficial anota en un acta de infracción la patente del VW y se dirige al móvil. Los cocodrilos lo miran de reojo, murmurando. Quién ríe último, se dice y deja la frase trunca. Lo que se gesta, irrefrenable, convierte su sangre en chorros calientes y desbocados. Venas llenas, gordas, visión telescópica, sed de venganza. Si sus compañeros supieran lo estarían colmando de frases para tranquilizarlo, se referirían al caso como de una locura, mencionarían su carrera, el procedimiento, los sumarios, la perra, porque no valía la pena ponerse así, manojo de nervios; pero por dentro, él lo sabía, estarían pinchándolo, alentándolo, que la fuerza, que el respeto, que hay que exigir, hacerse respetar, que todos tienen que saber quién manda, y más si es una mujer, carajo, imagínen la vergüenza, los pasillos, los rumores, las risas...
El móvil destella azul, vacío, las puertas abiertas, la radio habla sola. La voz del oficial pide información con una frase en la que abundaban imperativos y huelgan artículos. Una voz impersonal contesta luego de unos segundos usando el mismo curioso idioma, luego un minuto silencioso y al fin la respuesta nítida. Toda la fuerza lo acompaña. El oficial, la claridad de la voz que le responde. No hay necesidad de chequeo alguno. Su mente se llena en parte iguales de satisfacción y sorpresa. La muy perra, su merecido, las felicitaciones, vehículo con pedido de captura, la cara que pondría, su cara intentando aguantar la carcajada, el arma sin seguro, el chaleco ajustado, adrenalina hermosa, cocodrilos colegas babeando de placer ante su paso decidido -ahora inevitablemente triunfal- como quién va a recibir una medalla, actuar rápido porque el tiempo no está para desperdiciarlo.
Si los golpes más fuertes son los que no se esperan, ese que está por recibir es un golpe fuerte.
Tercer golpe.
Camina y llega, decidido, voluminoso. Y es entonces cuando sus pies se cargan de aire y se despegan del piso con una potencia tal que parecen los propulsores de Astroboy. Los baldosones del asfalto pasan debajo de su vuelo con total naturalidad, las ramas del Jacarandá lo esperan para abrazarlo. Hay algo en el aire, un olor a promonición que se mezcla con un retorno a casa que ya nunca va a consumarse para él. A pesar del chaleco, del peso de los borcegos, de su propio cuerpo cercano a los cien kilos, Larrañaga vuela de espaldas y en su cara de tez picada, de bigotes gruesos, se dibuja la sonrisa premoldeada que en el umbral de la muerte, ese rebote fortuíto, se mezcla en partes iguales de sorpresa y gallardía.