Pertenece


Acaba de cortar.
En su cara ya no se respiran praderas floridas. No. Ahora parece un coctel de sensaciones conocidas: inseguridades, misterio, ansiedades, miedo, angustias y hasta un poco de excitación tal vez -la nunca satisfecha excitación-. El departamento es luminoso y llamativo. El detalle que lo realza es ese pasillo escalera -tan agosto y empinado- que conduce al cuarto de allá arriba, construido en un desacostumbrado desnivel para viviendas de este tipo. Y fue por ese detalle que se decidió a alquilar la pequeña vivienda, único departamento del último piso del viejo edificio, tal vez el más antiguo y excéntrico de la zona, el macrocentro. "Lo bueno que tiene éste lugar es que, a pesar de estar muy bien ubicado, es tranquilo, seguro y silencioso, ya vas a ver", le dijo el tipo que se lo alquiló, el que acababa de cortar. No le había gustado nada ese remate, el "ya vas a ver", dando por descontado lo que al final sucedería, terminaría alquilando el departamento. Además, claro está, de la excesiva confianza al tutearla. La verdad, desde el momento que vió ese pasillo-escalera, y el dormitorio arriba -como retirado-, y los dos pequeños balcones a la calle -¡porque tenía dos!-, estuvo segura que el lugar le pertenecería, al menos por un tiempo. Un amor a primera vista clásico, aunque, claro, potenciado por la cantidad de cuchitriles -su madre estaría orgullosa de esta palabra...- horrendos que le había tocado en suerte visitar gracias a los clasificados del domingo. Seguro, ese entusiasmo se le notaba en la cara, nunca fue buena ocultando cosas, en especial las buenas. El tipo se dió cuenta enseguida, se dijo en voz bien alta, mientras miraba absorta cómo cada palabra se apareaba con los brillos que el sol de la mañana repartía sobre la baranda de aluminio del balcón más bajo, el que contaba con el ventanal altísimo y varias plantas que ni intención tenía de regarlas. El precio lo aceptó enseguida, más sabiendo cómo había ido cayendo en picada en los últimos dos meses. El diario lo delataba, domingo tras domingo, los tenía guardados. Marina se preguntaba porqué le resultaba tan dificil alquilarlo, si era una preciosura. Dos veces lo visitó antes de decidirse y en las dos le había tocado en suerte el mismo tipo.
Las pocas cosas, sus pertenencias, ya estaban ubicadas, tarea que no le insumió casi nada de tiempo. Sólo restaba una mano de pintura pero, en contra de toda lógica y de las recomendaciones, la había pospuesto. Nadie mejor que ella conocía su ansiedad y estaba segura del poder que ejercía sobre su voluntad y, por consiguiente, sobre sus actos. En el aire, Cramberries empezaba a conocerse con las paredes, pasarían mucho tiempo juntos. Qué contenta estuvo hasta ese llamado, el estúpido disturbio, otro. ¿Un bolso? Sí, lo había visto por ahí -¿para qué mentir?-, pero, en medio de la vorágine y la novedad, ni tiempo de reparar en él tuvo. No al menos de manera conciente. "¿Un bolso?", "Por la tarde, por favor ¿puede ser?", "¿paso a buscarlo?". No se negó. Poqué iba a hacer tal cosa. Solo pasaría por el bolso y se iría. Ni siquiera tenía que hacerlo subir, sólo bajaría los once pisos con el lento ascensor y le daría al arrendador -así constaba en el contrato- sus pertenencias olvidadas -¿adrede?- en lo que ahora era su morada. Sólo eso. Ni tan dificil, ni tan riesgoso. Casí una definición de su estilo de vida.
Marina subía agradecida por no haber engordado tanto, de otra manera no habría cabido en esas hermosas -y estrechas- escaleras. Se metió en el baño contenta, desafiante dejó la puerta abierta y desde el pequeño habitáculo pudo ver el edificio de enfrente, dos pisos más alto que el suyo. Y más sucio. No encendió la luz, no la necesitaba. Lo que estaba haciendo lo conocía de memoria. Segundos más tarde, abstraída en un silencio compacto, con la bombacha estirada de rodilla a rodilla como un tender, se permitió navegar entre corrientes de pensamientos cálidos y placenteros. Ultimamente, varios de estos ejemplares la habían asaltado por sorpresa. Ejemplares de pensamientos, situaciones hipotéticas con extraños hombres. Encuentros furtivos en rincones poco visitados de la oficina, en ascensores trabados en entrepisos, en boliches atestados pero convenientemente oscuros, en departamentos vacíos y soleados... ¿Y si el tal Mario Gonzalez, el arrendador, la buscaba? Casi ni había alcanzado a preguntarselo cuando la represión llegó a tiempo para desarmar la ensoñación. Se levantó y se dirigió a la ventana. ¿Qué escondía ese llamado telefónico? No una maldición Inca por cierto. ¿A qué le temía? ¿O era otra cosa, y no temor, lo que sentía? ¡El bolso! Volviendo en sí, como si hubiera recibido un baldazo de agua helada, prácticamente se arrojó por la escalera como si tuviera los minutos contados para cumplir con un mandato trascendental. Poder, sí, irradiaba poder. Ese maldíto bolso...respiraba.
Minutos después, una toalla color natural tapaba el bolso y Mariana se asomaba a la heladera buscando algo para su almuerzo.

Una vieja camisa oscura, arrugada, llena de pequeñas manchas blancas; dos revistas recortadas, una de fisicoculturismo, la otra en alemán, sin fotos, indescifrable; cassettes sin tapa, desconocidos, tal vez también alemanes, demasiadas consonantes para que una persona normal pudiera leerlos; un frasco pequeño de vidrio, imposible de abrir, con la tapa pegada; un atado de Gitanes; medias sueltas, sin par, al menos ella no pudo formar ninguno; tintura y decolorante de mala calidad; una navaja oxidada; una pirámide de cuarzo; un manojo de postales de lugares nevados, escritas todas en otro idioma y con letra redondeada y prolija; monedas sueltas, la mayoría uruguayas; un folleto de un aliscafo; un sobre abierto de donde cayeron al piso fotos en las que él no estaba; otro sobre cerrado, lacrado, con el sello postal del mes anterior y una etiqueta donde alguien lo llamaba "muy señor mío"; papel para armar; un instrumento similar a una pipa indigena; tres encendedores llamativos pero descargados, en uno una chica bamboleaba sus pechos desnudos; cuatro círculos metálicos grandes e idénticos, como esposas pero sin la cadena que las une; compactos vírgenes; un pantalón de tela gruesa, en apariencia sin uso; un par de lentes oscuros, rayados; un mapa hecho a mano con lapicera negra con varias cruces rojas marcadas, un mapa del centro con anotaciones ilegibles y números carentes de lógica –al menos para Marina-; un manojo de biromes de varios colores sujetos con una banda elástica y varios sobres de nylon cuadrados que supuso –bien- que alguna vez contuvieron profilácticos.
En el aire flota esa quietud que tanto la exaspera. En la tele nadie habla de cosas que le interesasen. Decidió apagarla, aunque eso la hizo sentir más sola. Tanto esperó, inconcientemente primero, concientemente luego, peligrosamente alerta al fin, que sin darse cuenta terminó exhausta. Las más árduas batallas se disputan en la vigilia y ella siempre encontraba algo que la hiciera sentir así, pequeña, como una flor rodeada de grandes edificios altos. No podía creerlo, no quería que fuera así pero siempre le sucedía algo similar.
El timbre sonó al fín. El tiempo lo había transformado de temido en añorado, o al menos esperado con ansiedad. La toalla continuaba tapando la criatura. El tráfico emigrante parecía esquivar con demasiada facilidad ese edificio perdido. En los vacíos departamentos lindantes nadie hacía el ruido cotidiano que se escucharía minutos más tarde, como cada jornada. El timbre volvió a sonar. ¿Tanto tiempo había pasado desde el primero? ¿Tan ansioso estaba el tipo? ¿Porqué tanta urgencia, si el bolso sólo contenía porquerías? Cabían dos posibilidades, o no se había fijado demasiado bien y el bolso contaba con un doble fondo repleto de droga, o bien el tipo venía por ella. Sólo por ella. Marina se asomó al balcón sin saber qué esperaba ver. Enseguida volvió adentro. El timbre sonó por tercera vez. Lo dejaría afuera, que tocara todo lo que quisiera, total ni se enteraría de nada. Las luces permanecerían apagadas tal como ahora, la música también, al igual que la tele. ¿Podía escuchar algo desde ahí doce pisos abajo? No, seguro que no. Se cansaría pronto. Y ahí sí, ella lo vería desde el balcón alto, el de la derecha, caminando cabizbajo, triste, hambriento, sin bolso y sin presa. Pero, ¿qué pasaría si el portero le abría la puerta? No había pensado en ello. El tipo llegaría así hasta su puerta -la de él- y hasta las llaves tendría. Era el dueño ¿o no? En ningún momento pensó que fuese necesario un cambio de cerradura o al menos de combinación. No porque fuera confiada, sino, simplemente, porque ni se le había pasado por la cabeza. Se la veía arrepentida ahora, claro.
-Es lo primero que voy a hacer mañana -dijo. No quería pensar en la llave del tipo pero su cabeza se empecinaba en imaginarla entrando en la cerradura, dulce pero impetuoso, y haciendola girar. Una y otra vez. Una y otra vez. En medio de la vorágine se encontró en el espejo y le costó reconocerse, luego al sacarse la vista de encima miró el departamente y tampoco lo reconoció. ¿Adónde estaba? ¿De quíen era ese sitio tan nefasto? ¿qué le sucedía? Si hasta de primera vista le había resultado en principio, familiar.
Amagó con volver al balcón pero se detuvo a mitad de camino. La segunda idea del día la tomó de sorpresa. Sonrió. Luego corrió al portero eléctrico y recuerriendo a a una voz tan calmada como ajena, dijo: "Un momento, ya bajo". Enseguida agarró un manojo de llaves y salió decidida por la puerta, empujandola luego con el pié e ignorándo el estruendo de ecos que el golpe produjo en el hueco del ascensor.
Al rato estaba de vuelta.
-Como no, no hay ningún problema. Yo se lo alcanzo señorita, para eso estamos. Olvidese del tema.
-Gracias. Qué amable es usted.
Marina cerró la puerta, anotó algo en un papel que luego pegó en la alacena a la altura justa de sus ojos y llenó el lavarropas. El agua, el jabón en polvo y el suavizante no tardaron el mezclarse. Había llegado el momento del estreno y en el departamento había una toalla sucia.