Teo
Si lograra describir lo que sentí al verla, si estuviera menos viejo y más lúcido. Pero no es así. Ya no es así. Estoy viejo. Inexorablemente viejo. Pero no es eso, no es lo que me afecta. Lo peor es ésta pérdida y la rapidez con la que se extingue, y la conciencia que tengo de todo esto.
Algo habré hecho, digo, porque no me queda otra alternativa que definir esto, mi envejecimiento, como una venganza. Ya no hablo como antes, me cuesta expresarme, veo a las palabras boyar en un mar de olvidos hasta que al final se tornan transparentes, hundiéndose con pasmosa lentitud, se me escurren entre los pocos dientes míos, me esquivan y ya no sé como decirlas. El diccionario, mi viejo diccionario de 1500 hojas, ilustraciones, bosquejos y significados no es más que un suplemento, y mis casi cuarenta años de estudio se notan aún menos que mis pectorales. ¿Y todos esos libros? ¿y los viajes de investigación, las horas de museos, las tesis, las exposiciones? Dónde...
-Hasta el puente ese... el de Cabildo.
-Saavedra. 1,25
-Gracias.
La ambulancia paró unos metros adelante, salía de casa, venía para la parada, las siete, traía las luces encendidas pero no la sirena. Yo hacía rato que estaba despierto. En las paredes grises alguien pintaba y despintaba tonalidades azules. El motor continuó en marcha, no venía a llevarse a nadie. A Dios gracias no. A traer venía.
No veo bien, por eso aceleré el paso sin pensar en lo que hacía o tal vez resignándome dócil a las garras del sadismo que tanto critiqué siempre pero que a todos nos habita, no tenía duda, él me obligaba a tal vergonzoso acto. En segundos tenía otro panorama: una respiración agitada, pitidos de alguna máquina que monitoreaba no sé que cosa, movimientos certeros y rápidos, y una parsimonia en esas personas de guardapolvos celestes que me contagiaba algo de tranquilidad, lo que más necesitaba.
Si tanto me costo reconocerla en ese instante fue -pensé con claridad más tarde- por una negación clara a querer entender lo que empezaba a pasarme, la etapa crucial en la que acababa de ingresar. Cronológicamente no era otra cosa que la última etapa, el cierre. No quería escuchar pero alguien golpeaba a mi puerta.
La vi a ella, a Coco, tan demacrada que –recuerdo- pensé en una fotocopia viva de su cara, de su habitual color. Es precisamente lo que no podía describir, digo, Coco es tan independiente que me resultó imposible unir esa imagen de ella sentada en la ambulancia con las que albergaba en mi memoria. Coco, cinco años menor a este viejo que habla, es una persona que siempre admiré, por su grandeza, por su fuerza, por algo enérgico que me resulta imposible ponerle un nombre. Coco es una de esas personas a las que nunca les va a pasar nada malo Es un espejo, una guía para nosotros los que arrastramos nuestros huesos casi carentes de carnes firmes como una procesión de mutantes en camino del gran portal del cielo, la puerta de salida de la vida a la que tanto tememos y que tan próxima ahora siento.
Ella sentada en una silla de ruedas dentro de la ambulancia miraba al infinito como si todo lo que estuviera más acá fuera trivial y obsoleto. Y lo es. Traía su mirada fija como un soldado volviendo derrotado de una batalla, con la memoria puesta en algo que quedó allí, en donde nunca regresará. En esos peligrosos ojos celestes, un brillo vidrioso se había trepado a su destello empantanando su misterio, rotulándolos. En mi mente se repetían recuerdos de animales en vitrinas, y pasillos largos con olor a desinfectante, y carteles vetustos.
-Dejá, piba, ya bajo, gracias no te molestes.
-Abuelo para puente Saavedra falta como una hora con suerte. Siéntese.
-Sí, sí. Gracias.
Vergüenza me da de decir que sentí vergüenza al verla. Y eso que traté de evitarla. Estaba seguro que cada joven de la cuadra me miraba desde su ventana y me decía con la mirada Usted es el próximo, lo sabe. Y no era una pregunta, ni una advertencia. Era parte de la venganza. Claro que lo sabía, de muchas cosas me había olvidado, pero de esa no. Lo sabía, y quizás por eso brotaba esa vergüenza de mis hombros, de mi cuello. No miedo, vergüenza, como si la muerte más que un final decoroso resultara algo indecente. No, indecente no es la palabra; tachable, reprochable, sucio, bajo, vergonzoso. Sabía que en esos ojos vidriosos se sintetizaba el acto mismo de envejecer y sabía que actuaba de una manera terriblemente idiota (a mi perro una vez lo atropelló un auto, fue muy triste y muy shoqueante para un nene como lo era en ese momento. Ver morir a alguien tan cercano, tan querido, tan carnalmente próximo es algo que nunca vas a olvidar. Y ver a los perros de la esquina huir desesperados tratando de alejarse lo más pronto posible del cuerpo sin vida de mi perro, tampoco. Tal vez ellos en su limitada mente canina pensaban que la parca que venía a llevarse a mi perro también se llevaría a quien estuviera cerca franqueando su camino, desafiándola), pero como todo buen anciano nada podía hacer para evitarlo. Así, es el miedo a lo desconocido y poco me costó darme cuenta que yo actuaba de la misma -e irracional- manera.
En la llegada de la decadencia a la vida de Coco había un mensaje claro, casi significaba lo mismo que un explosivo en la puerta del vecino. Sabía que en ese recinto hecho de sábanas, guardapolvos, camillas y sirenas una sombra negra se agazapaba y me miraba de reojo, si es que a esos pozos oscuros se les podía llamar ojos. Sabía que en esa primera derrota de la mujer, la primera de las sucesivas que pronto llegarían, quedaba expuesta la intensión de ésto a lo que llamamos vida. Todo se acabará pronto, lo sabés viejo, le decía la voz y mientras tanto le acariciaba la nuca con sus yemas frías.
Tiene razón, Teo, hacéle caso. Sé de lo que habla, me decía Coco.
Sí, lo sabía.
-Oiga señor, ¿me permite?
-¿Sí?
-Su boleto, abuelo (mirándome como quien ni mira) .
-Sí, como no, sí me da un minuto que lo busco...
-... (mirándome impaciente)
-Un minuto por favor, por acá lo puse.
-Búsquelo tranquilo (mirándome vencido)
-Gracias.
Espero no tener que caminar tanto. Tengo este temblequeo en las piernas. No lo soporto. Pero bueno, ya que estoy en el baile voy a hacer lo que tengo que hacer, bailar. Sino ni me hubiese ofrecido y listo, me quedaba en casa, tranquilo, dándole de comer a los pájaros y leyendo el diario al sol en la mecedora del fondo. Que lindas se ponen las cosas lindas cuando están lejos, y uno que siempre las hace sin pensar. Ya está, además nadie podía, quién más iba a hacerlo, y ésto no podía esperar hasta el lunes. Acá me tienen ¿Faltará mucho para el puente ese?
-¿Saavedra? No. Quédese por acá que yo le aviso.(fastidiado)
Si pudiera con éste cansancio cuánto mejor estaría. Me siento mal dormido. Es verdad, duermo poco últimamente. Cinco horas a lo sumo, siempre es así. Sin embargo, esta sensación aumenta y me alarma. Hace unos años, no tantos, sólo me pasaba al final del día -aún durmiendo la siesta-, llegué hasta convencerme que mi máquina funcionaba a energía solar porque el ocaso mío coincidía siempre con el atardecer. Podrido de verdad lo tenía al Rolo, mi sobrino, diciéndole lo bien que estaba yo de joven, que casi ni me enfermaba, de lo poco que iba al médico, de lo fuerte que era y la energía que tenía, si hasta maratones corrí. Todas esas cosas le cuento. El pobre siempre escucha sin chistar, no se queja de lo pesado que soy, debo parecerle un estorbo. No lo culpo. Si tan errado no está. Ahora que la cosa avanzó, se agravó, a veces pienso que... La cruz es muy grande, el bocho sigue y sigue, sabe que se consume, que tiene los días contados y no puedo ocultarle nada.
-Acá abuelo y tenga cuidado con las escaleras... (Ahora más humano)
-Sí, gracias, gracias. Es usted muy amable.
-...son empinadas
No hablaba de los tres escalones del colectivo -¿hace un tiempo no tenían dos?-, de eso me di cuenta levanté la vista del piso. Había quedado al borde de una escalera que más se parecía a una pirámide Maya que a lo que pretendía ser. Una forma de ascenso - descenso para todo tipo de personas. Hablo de las normales. Como imposibilitado de contener tanta sorpresa, tanto vértigo, mi cuerpo se negó a dar un paso más. Tenía toda la razón. ¿Porqué nadie me avisó ésto? Estaba arriba de un puente y no en una parada al nivel del mar. La muerte me estaba proponiendo un desafío, y llegaba de la manera más impensada y absurda.
Mi miedo es entendible. ¿Alguien reparó alguna vez en la inclinación de esta escalera? Desde acá ni siquiera puedo contar cuántos escalones tiene, y no es la vista la que me falla, por mi vista pongo las manos en el fuego. Setenta u ochenta serán los escalones. Y descansos, descansos no hay ninguno, eso sí.
¿Qué hago ahora? ¿Pido ayuda? A quién, si todos corren como si los estuviera por alcanzar un derrumbe. Aparte, qué van a decir de este pobre viejo que ni en pie puede mantenerse. Y van a tener razón, nada les puedo retrucar. Me siento vencido, si alguien pudiera como yo verlos pasar, a las corridas. Y claro, si son pibes. Tendrán unos veinte años la mayoría, por acá estudiarán algo, todos acarrean libros y mochilas, y se saludan efusivos, se palmean, o se besan, ellos también, como si nada, distendidos, desentendidos, ellas son tan tan tan... fatales ¿Qué les puede pedir esta pobre alma antigua, si ni siquiera lo ven a uno acá parado? Me intimidan, soy como un contagio para ellos.
Los autos que van pasando bajo el puente, bajo mis pies, me producen un raro efecto, como si estuviera parado sobre un piso flexible, un lugar seguro pero no fijo. Será por la velocidad y por la cantidad, van y vienen sin parar. Ninguno se detiene un segundo, todos juntos forman un gran esquema prolijo y dinámico. El fluido de metal nunca se acaba, es casi una canilla chorreando chapa y ruidos, zumbidos vivos, insensatos, que por suerte el viento dispersa. Sino todos estaríamos finados o locos.
La desesperación, la siento llegar. Por Dios, que lejos estoy ¡Que lejos estoy! Tendría que gritarlo para sentirme mejor, y no me animo. Enseguida me doy cuenta que no sirvo para gritar. Igual nadie me mira. Gritar. Nunca pude hacer algo así y encima ahora estoy seguro que todo me hubiera salido un poco mejor si contase con esa facilidad. ¡Que lejos estoy! Y lo pienso gritando dentro mío para contentarme al menos con eso, consuelo tonto. No lo logro y me siento más tonto, y más tonto aún por sentirme así. Cómo se convence a un viejo tonto, todo una cadena de eslabones tontos. ¡Que lejos estoy! Qué lejos estoy de donde quiero, qué lejos del placer, qué lejos del entusiasmo. Esta vida me obliga a deducir algo y no me animo a llamarlo pena. Lo vital se va me deja sin pasiones. Será cierto nomás, nada me contradice, nadie se atreve. Lejos del amor, lejos de la piel, casi hasta del placer mismo, con el lenguaje del cuerpo ido, y a solas con esta montaña de arrugas y dolores atentos, tengo tan pocas razones que no tengo nada. En mí, todo se reduce al "Siempre hay que tener a mano algo de que dejarse".
Si no hubiera viento sería una mañana perfecta. y quizás hasta estaría allá abajo, tranquilo con mis cosas, haciendo lo que vine a hacer, a paso lento, el trámite, eso, el trámite, ya me había olvidado del bendito trámite. Ahora con qué cara voy a decirles que no pude cumplirlo. Otros más que van a decir lo mismo, viejo inútil. Y van a tener razón.
No.
No miento, yo lo cuento tal como ocurrió para quién quiera escucharlo y no me importa el qué dirán, demasiado tiempo perdí sufriendo. Así fue: Caminé por la caída de la cascada, una caída de veinte metros al menos, torrente de montañas de agua. Y caminé con el viento a mi espalda obligándome, y con el verdín de mis músculos haciendo que mis pies resbalen, haciendo que mis ojos sufran. Era una mañana de sol, temprano. Todo se movía. Una mañana más, esas de costumbre fácil. Así caminé por esas aguas; así, sin sogas, ni sostén, sin guías, sin redes, sin fuerzas, sin ángel, domando mis miedos, apoderándome de mis temores, de mí mismo. Tuve tanto miedo, tanto que ya no supe que sucedía a mí alrededor. Todo el mundo se movía, y en el piso alocadas sombras de nubes se sucedían en un desfile indescifrable. Es más, hasta el cielo caía por la cascada, mi pasado caía, mis hijos que no tuve caían, mis sueños hechos sangre caían, mis lágrimas hechas sueños caían, mi esposa querida caía, mi amada madre -¿cómo era esa cara tuya tan suave? No puedo olvidar tus manos, calor de caricia- caía, pero yo por desgracia no terminaba nunca de caer, ni por despecho ni por suicidio, nunca caía, me aferraba a tiempo, algo debía querer de este mundo al fin, pero dónde estab...
-Oiga, abuelo. Tenga cuidado con esa baranda. Está floja. Yo ayer casi me caigo. Trabajo en los bondis ¿sabe? Vendo. Ando seguido por acá. Deje que lo ayude. Espere que me organice con estas cajas. No se preocupe, estoy acostumbrado.Ya está. Bajemos. Despacio, por favor, que tengo un vértigo.
Algo habré hecho, digo, porque no me queda otra alternativa que definir esto, mi envejecimiento, como una venganza. Ya no hablo como antes, me cuesta expresarme, veo a las palabras boyar en un mar de olvidos hasta que al final se tornan transparentes, hundiéndose con pasmosa lentitud, se me escurren entre los pocos dientes míos, me esquivan y ya no sé como decirlas. El diccionario, mi viejo diccionario de 1500 hojas, ilustraciones, bosquejos y significados no es más que un suplemento, y mis casi cuarenta años de estudio se notan aún menos que mis pectorales. ¿Y todos esos libros? ¿y los viajes de investigación, las horas de museos, las tesis, las exposiciones? Dónde...
-Hasta el puente ese... el de Cabildo.
-Saavedra. 1,25
-Gracias.
La ambulancia paró unos metros adelante, salía de casa, venía para la parada, las siete, traía las luces encendidas pero no la sirena. Yo hacía rato que estaba despierto. En las paredes grises alguien pintaba y despintaba tonalidades azules. El motor continuó en marcha, no venía a llevarse a nadie. A Dios gracias no. A traer venía.
No veo bien, por eso aceleré el paso sin pensar en lo que hacía o tal vez resignándome dócil a las garras del sadismo que tanto critiqué siempre pero que a todos nos habita, no tenía duda, él me obligaba a tal vergonzoso acto. En segundos tenía otro panorama: una respiración agitada, pitidos de alguna máquina que monitoreaba no sé que cosa, movimientos certeros y rápidos, y una parsimonia en esas personas de guardapolvos celestes que me contagiaba algo de tranquilidad, lo que más necesitaba.
Si tanto me costo reconocerla en ese instante fue -pensé con claridad más tarde- por una negación clara a querer entender lo que empezaba a pasarme, la etapa crucial en la que acababa de ingresar. Cronológicamente no era otra cosa que la última etapa, el cierre. No quería escuchar pero alguien golpeaba a mi puerta.
La vi a ella, a Coco, tan demacrada que –recuerdo- pensé en una fotocopia viva de su cara, de su habitual color. Es precisamente lo que no podía describir, digo, Coco es tan independiente que me resultó imposible unir esa imagen de ella sentada en la ambulancia con las que albergaba en mi memoria. Coco, cinco años menor a este viejo que habla, es una persona que siempre admiré, por su grandeza, por su fuerza, por algo enérgico que me resulta imposible ponerle un nombre. Coco es una de esas personas a las que nunca les va a pasar nada malo Es un espejo, una guía para nosotros los que arrastramos nuestros huesos casi carentes de carnes firmes como una procesión de mutantes en camino del gran portal del cielo, la puerta de salida de la vida a la que tanto tememos y que tan próxima ahora siento.
Ella sentada en una silla de ruedas dentro de la ambulancia miraba al infinito como si todo lo que estuviera más acá fuera trivial y obsoleto. Y lo es. Traía su mirada fija como un soldado volviendo derrotado de una batalla, con la memoria puesta en algo que quedó allí, en donde nunca regresará. En esos peligrosos ojos celestes, un brillo vidrioso se había trepado a su destello empantanando su misterio, rotulándolos. En mi mente se repetían recuerdos de animales en vitrinas, y pasillos largos con olor a desinfectante, y carteles vetustos.
-Dejá, piba, ya bajo, gracias no te molestes.
-Abuelo para puente Saavedra falta como una hora con suerte. Siéntese.
-Sí, sí. Gracias.
Vergüenza me da de decir que sentí vergüenza al verla. Y eso que traté de evitarla. Estaba seguro que cada joven de la cuadra me miraba desde su ventana y me decía con la mirada Usted es el próximo, lo sabe. Y no era una pregunta, ni una advertencia. Era parte de la venganza. Claro que lo sabía, de muchas cosas me había olvidado, pero de esa no. Lo sabía, y quizás por eso brotaba esa vergüenza de mis hombros, de mi cuello. No miedo, vergüenza, como si la muerte más que un final decoroso resultara algo indecente. No, indecente no es la palabra; tachable, reprochable, sucio, bajo, vergonzoso. Sabía que en esos ojos vidriosos se sintetizaba el acto mismo de envejecer y sabía que actuaba de una manera terriblemente idiota (a mi perro una vez lo atropelló un auto, fue muy triste y muy shoqueante para un nene como lo era en ese momento. Ver morir a alguien tan cercano, tan querido, tan carnalmente próximo es algo que nunca vas a olvidar. Y ver a los perros de la esquina huir desesperados tratando de alejarse lo más pronto posible del cuerpo sin vida de mi perro, tampoco. Tal vez ellos en su limitada mente canina pensaban que la parca que venía a llevarse a mi perro también se llevaría a quien estuviera cerca franqueando su camino, desafiándola), pero como todo buen anciano nada podía hacer para evitarlo. Así, es el miedo a lo desconocido y poco me costó darme cuenta que yo actuaba de la misma -e irracional- manera.
En la llegada de la decadencia a la vida de Coco había un mensaje claro, casi significaba lo mismo que un explosivo en la puerta del vecino. Sabía que en ese recinto hecho de sábanas, guardapolvos, camillas y sirenas una sombra negra se agazapaba y me miraba de reojo, si es que a esos pozos oscuros se les podía llamar ojos. Sabía que en esa primera derrota de la mujer, la primera de las sucesivas que pronto llegarían, quedaba expuesta la intensión de ésto a lo que llamamos vida. Todo se acabará pronto, lo sabés viejo, le decía la voz y mientras tanto le acariciaba la nuca con sus yemas frías.
Tiene razón, Teo, hacéle caso. Sé de lo que habla, me decía Coco.
Sí, lo sabía.
-Oiga señor, ¿me permite?
-¿Sí?
-Su boleto, abuelo (mirándome como quien ni mira) .
-Sí, como no, sí me da un minuto que lo busco...
-... (mirándome impaciente)
-Un minuto por favor, por acá lo puse.
-Búsquelo tranquilo (mirándome vencido)
-Gracias.
Espero no tener que caminar tanto. Tengo este temblequeo en las piernas. No lo soporto. Pero bueno, ya que estoy en el baile voy a hacer lo que tengo que hacer, bailar. Sino ni me hubiese ofrecido y listo, me quedaba en casa, tranquilo, dándole de comer a los pájaros y leyendo el diario al sol en la mecedora del fondo. Que lindas se ponen las cosas lindas cuando están lejos, y uno que siempre las hace sin pensar. Ya está, además nadie podía, quién más iba a hacerlo, y ésto no podía esperar hasta el lunes. Acá me tienen ¿Faltará mucho para el puente ese?
-¿Saavedra? No. Quédese por acá que yo le aviso.(fastidiado)
Si pudiera con éste cansancio cuánto mejor estaría. Me siento mal dormido. Es verdad, duermo poco últimamente. Cinco horas a lo sumo, siempre es así. Sin embargo, esta sensación aumenta y me alarma. Hace unos años, no tantos, sólo me pasaba al final del día -aún durmiendo la siesta-, llegué hasta convencerme que mi máquina funcionaba a energía solar porque el ocaso mío coincidía siempre con el atardecer. Podrido de verdad lo tenía al Rolo, mi sobrino, diciéndole lo bien que estaba yo de joven, que casi ni me enfermaba, de lo poco que iba al médico, de lo fuerte que era y la energía que tenía, si hasta maratones corrí. Todas esas cosas le cuento. El pobre siempre escucha sin chistar, no se queja de lo pesado que soy, debo parecerle un estorbo. No lo culpo. Si tan errado no está. Ahora que la cosa avanzó, se agravó, a veces pienso que... La cruz es muy grande, el bocho sigue y sigue, sabe que se consume, que tiene los días contados y no puedo ocultarle nada.
-Acá abuelo y tenga cuidado con las escaleras... (Ahora más humano)
-Sí, gracias, gracias. Es usted muy amable.
-...son empinadas
No hablaba de los tres escalones del colectivo -¿hace un tiempo no tenían dos?-, de eso me di cuenta levanté la vista del piso. Había quedado al borde de una escalera que más se parecía a una pirámide Maya que a lo que pretendía ser. Una forma de ascenso - descenso para todo tipo de personas. Hablo de las normales. Como imposibilitado de contener tanta sorpresa, tanto vértigo, mi cuerpo se negó a dar un paso más. Tenía toda la razón. ¿Porqué nadie me avisó ésto? Estaba arriba de un puente y no en una parada al nivel del mar. La muerte me estaba proponiendo un desafío, y llegaba de la manera más impensada y absurda.
Mi miedo es entendible. ¿Alguien reparó alguna vez en la inclinación de esta escalera? Desde acá ni siquiera puedo contar cuántos escalones tiene, y no es la vista la que me falla, por mi vista pongo las manos en el fuego. Setenta u ochenta serán los escalones. Y descansos, descansos no hay ninguno, eso sí.
¿Qué hago ahora? ¿Pido ayuda? A quién, si todos corren como si los estuviera por alcanzar un derrumbe. Aparte, qué van a decir de este pobre viejo que ni en pie puede mantenerse. Y van a tener razón, nada les puedo retrucar. Me siento vencido, si alguien pudiera como yo verlos pasar, a las corridas. Y claro, si son pibes. Tendrán unos veinte años la mayoría, por acá estudiarán algo, todos acarrean libros y mochilas, y se saludan efusivos, se palmean, o se besan, ellos también, como si nada, distendidos, desentendidos, ellas son tan tan tan... fatales ¿Qué les puede pedir esta pobre alma antigua, si ni siquiera lo ven a uno acá parado? Me intimidan, soy como un contagio para ellos.
Los autos que van pasando bajo el puente, bajo mis pies, me producen un raro efecto, como si estuviera parado sobre un piso flexible, un lugar seguro pero no fijo. Será por la velocidad y por la cantidad, van y vienen sin parar. Ninguno se detiene un segundo, todos juntos forman un gran esquema prolijo y dinámico. El fluido de metal nunca se acaba, es casi una canilla chorreando chapa y ruidos, zumbidos vivos, insensatos, que por suerte el viento dispersa. Sino todos estaríamos finados o locos.
La desesperación, la siento llegar. Por Dios, que lejos estoy ¡Que lejos estoy! Tendría que gritarlo para sentirme mejor, y no me animo. Enseguida me doy cuenta que no sirvo para gritar. Igual nadie me mira. Gritar. Nunca pude hacer algo así y encima ahora estoy seguro que todo me hubiera salido un poco mejor si contase con esa facilidad. ¡Que lejos estoy! Y lo pienso gritando dentro mío para contentarme al menos con eso, consuelo tonto. No lo logro y me siento más tonto, y más tonto aún por sentirme así. Cómo se convence a un viejo tonto, todo una cadena de eslabones tontos. ¡Que lejos estoy! Qué lejos estoy de donde quiero, qué lejos del placer, qué lejos del entusiasmo. Esta vida me obliga a deducir algo y no me animo a llamarlo pena. Lo vital se va me deja sin pasiones. Será cierto nomás, nada me contradice, nadie se atreve. Lejos del amor, lejos de la piel, casi hasta del placer mismo, con el lenguaje del cuerpo ido, y a solas con esta montaña de arrugas y dolores atentos, tengo tan pocas razones que no tengo nada. En mí, todo se reduce al "Siempre hay que tener a mano algo de que dejarse".
Si no hubiera viento sería una mañana perfecta. y quizás hasta estaría allá abajo, tranquilo con mis cosas, haciendo lo que vine a hacer, a paso lento, el trámite, eso, el trámite, ya me había olvidado del bendito trámite. Ahora con qué cara voy a decirles que no pude cumplirlo. Otros más que van a decir lo mismo, viejo inútil. Y van a tener razón.
No.
No miento, yo lo cuento tal como ocurrió para quién quiera escucharlo y no me importa el qué dirán, demasiado tiempo perdí sufriendo. Así fue: Caminé por la caída de la cascada, una caída de veinte metros al menos, torrente de montañas de agua. Y caminé con el viento a mi espalda obligándome, y con el verdín de mis músculos haciendo que mis pies resbalen, haciendo que mis ojos sufran. Era una mañana de sol, temprano. Todo se movía. Una mañana más, esas de costumbre fácil. Así caminé por esas aguas; así, sin sogas, ni sostén, sin guías, sin redes, sin fuerzas, sin ángel, domando mis miedos, apoderándome de mis temores, de mí mismo. Tuve tanto miedo, tanto que ya no supe que sucedía a mí alrededor. Todo el mundo se movía, y en el piso alocadas sombras de nubes se sucedían en un desfile indescifrable. Es más, hasta el cielo caía por la cascada, mi pasado caía, mis hijos que no tuve caían, mis sueños hechos sangre caían, mis lágrimas hechas sueños caían, mi esposa querida caía, mi amada madre -¿cómo era esa cara tuya tan suave? No puedo olvidar tus manos, calor de caricia- caía, pero yo por desgracia no terminaba nunca de caer, ni por despecho ni por suicidio, nunca caía, me aferraba a tiempo, algo debía querer de este mundo al fin, pero dónde estab...
-Oiga, abuelo. Tenga cuidado con esa baranda. Está floja. Yo ayer casi me caigo. Trabajo en los bondis ¿sabe? Vendo. Ando seguido por acá. Deje que lo ayude. Espere que me organice con estas cajas. No se preocupe, estoy acostumbrado.Ya está. Bajemos. Despacio, por favor, que tengo un vértigo.