Negro
-Pongámosle Mayra, sí ese es un lindo nombre. Mayra. El verdadero me propuse tantas veces olvidarlo que al final lo conseguí. Así que Mayra estará bien. A su cara le caería bien –dijo levantando una copa vacía brindando por el bautismo improvisado.
Los tres lo miramos hipnotizados. Lo conocíamos. Caía de tanto en tanto por el bar y nos buscaba, sabía que a cambio de sus historias obtendría una paga en ginebra o en lo que eligiera. Tendría unos sesenta años, o unos cincuenta muy mal llevados y yo me inclinaba más por eso. Su atuendo –el mismo cada vez- consistía en un traje negro arratonado, una camisa blanca, ninguna corbata y un sobretodo gris, oscuro. Me contagiaba una sensación rancia por el polvo acumulado en años. Sus zapatos brillaban a pesar de verse agrietados y percudidos. Por lo visto le interesaban, seguro los apreciaba. A todos nos sucede lo mismo con algo de nuestro guardarropa. El modelo se completaba con un sombrero viejo, extraño y ridículo, estilo gángster del veinte que, sin embargo, al tipo le sentaba bien. Un inconfundible.
Julio Retamosa, el dueño del bar, uno de los tres dueños, decía siempre que el tipo –el borracho fabulador- debía ser escritor o algo así y que nos usaba de probadores para sus historias. El tipo o era un capo o estaba loco, porque casi nunca contaba nada de su vida personal, y las pocas veces que lo hacía constantemente se contradecía –adrede, seguro- despistando o haciendo dudar si era Luque o Laprida, Juan o Mario, como había dicho; si se dedicaba a la apicultura o si levantaba cartones y chatarra, como un par habían escuchado de sus propios labios, según decían. Algunas veces teníamos tantos datos contradictorios que, en definitiva, no teníamos nada, y otras tantas tan poco que al final, los rumores y las confusiones lo infectaban todo.
-... y hablando de su cara... –acotó mientras se acomodaba en la silla ruidosa pero confortable a fuerza de años. –era hermosa, y digo "era" no porque haya fallecido sino porque desde hace un tiempo prefiero no recordarla como algo alcanzable. Por eso para mí no existe. Es como si Dios se hubiera llevado ese ángel. Ustedes, amigos, sabrán comprender...
Parecía emocionado, pero yo, siempre incrédulo, no le creí; en parte porque, además de buen narrador, lo veía con excelentes dotes de actor.
-Tenía los ojos verdes más hermosos que ví en mi vida. Esos que te hacen cosquillas cuando te miran. Inútil mirar hacia otro lado o hacerse el tonto. Cuando esos ojos te buscan ya no hay salida. Y ya lo saben, si algo importa más que tu vida... Mozo! Ginebrita... –dijo gritando y aniquilando el clima y el hilo de la historia empezada. Pero, como las putas, primero el billete después el premio. Mientras esperaba con una moneda talló con toda paciencia un prolijo asterisco en la madera de la mesa y recién continuó con su historia cuando Julio llegó con la ginebrita apoyada en la bandeja redonda de acero inoxidable.
-Gracias, mozo. Como les decía, Mayra, eh... Mayra era, ¿no? –sin esperar respuesta continuó. -tenía además de esos ojos de praderas soleadas y de un cuerpo bien femenino, un perro, un enorme perro negro. Guardián y mal humorado, dos cualidades bien antipáticas para un perro. También fuerte, desconfiado, leal, y últimamente, bastante enfermo.
»Negro, bautizado con ese guiño creativo, vivía su ocaso y eso Mayra lo sabía. Varias veces escuché de sus labios lo mal que lo veía. Negro era SU perro, suyo desde siempre. Lo cierto que esa mañana, casi mediodía, hacía todo el calor posible que se pueda juntar en un solo lugar. Las líneas negras de la calle crecían derramándose unas sobre otras en una orgía obscena y azabache. Sobre el asfalto una capa transparente y líquida como un espejismo, se arrastraba hasta donde alcanzaba la vista. Al barrio, lánguido, lo invadía una extraña quietud. En su silencio desacostumbrado la gente se ocultaba, esquivando paseos y compras, escondiéndose puertas adentro, economizando brisas, mesurando esfuerzos, respirando bien hondo. ¡Que difícil se hacía respirar en medio de ese termómetro enrojecido!
»Con la primera claridad en su vigilia Mayra se dió cuenta que no había dormido en su cama, y en ese confundido navegar que es alejarse del sueño, los músculos de la espalda confirmaron su presunción. Su cama de plaza y media seguía intacta en su habitación, mofándose, y no cabía duda: el sillón se había vengado de ella. Vagamente, recordó la película de la noche anterior, la trama, dos o tres situaciones, un beso, una persecución, y al final una baba hecha de dulces y sombras lo engullía todo.
»Trató de enderezarse, de sentarse, con sumo cuidado, lentamente, pero a su cuello no le gustó la idea y una ráfaga eléctrica le sacudió su borrachera de modorra. Tenía el control remoto sobre la mesa ratona a su lado, y con él intentó encender el equipo. Poner un poco la radio ayudaría, pero la radio no se encendió. Fijó la vista en ese complicado rectángulo repleto de botones de goma que tenía en su mano y no logró reconocerlo. Al costado, sobre el vidrio marcado con anillos olímpicos secos y grises, a centímetros de donde había tomado ese control, había otro. La chispa encendió la mecha, y ésta llegó a su cerebro explotando en lucidez: control incorrecto. Lo cambió, dejando el de la tele entre un vaso y una Coca casi vacía, y logró el objetivo. Un desparramo de luces verdes, naranjas y blancas le dieron paso a un tema, ella me dijo de Dire Straits."
Cualquiera podría ver a Mayra poniéndose de pie, la imagen era fuerte y eso que no soy un tipo de mucha imaginación. Continué prestándole atención al borracho fabulador.
-Al coraje le sucedió la tensión, luego el dolor, después un leve mareo y, por último, una bocanada de calor tórrido, casi sacrílego, como una bofetada. Por un segundo casi se dió por vencida, iba a dejarse caer, dormir de nuevo, por más que las once horas habían bastado y sobrado, pero su vejiga, a punto de explotar, la obligó al esfuerzo.
Carraspeó, pidió disculpas por la interrupción con algo de vergüenza, miró a su alrededor, tomó el sombrero que descansaba sobre la mesa al alcance de su diestra y continuó narrando mientras lo acariciaba como a un siamés.
-Cuando terminó, desde el umbral de la puerta, escrutó el panorama como si todo ese lío le resultara ajeno. Vió la sala desierta –toda la casa lo estaba-, vió el piso con pequeñas manchas de talco, vió pilas intrascendentes de revistas, vió tres vasos –los tres besados por un mismo lapiz labial- con restos de Coca Cola, vió papeles erráticos, vió ropa en placares paralelos, vió dos pares de zapatillas reebok, vió un plato vacío y sucio, y otro casi limpio, vió la infaltable botella –tres más había en la heladera-, vió las ventanas abiertas, vió la rigidez de las cortinas semitransparentes, vió el jardín y el pasto que debería cortar algún día antes de que su madre regrese –su lejana llamada le diría cuándo-, y esa imagen le sumó un poroto más al nefasto día que la esperaba.
» Con el hambre oculto todavía decidió que lo primero era una ducha. Entonces, dio media vuelta y se refugió bajo una lluvia de agua tibia que salía rebelde de la canilla del agua fría. Al rato, menos confundida, salió del baño, caminó hasta su pieza munida de dos toallas, una rodeando su cuerpo desnudo y húmedo, y otra en su cabeza como un turbante, cubriendo su pelo negro-dijo e hizo una pausa más, esta vez adrede a mi entender para generar suspenso y continuó, ahora hablando con la voz bien baja, casi inaudible.
» Fue desde su ventana que lo vió.
-----------
» La puerta mosquitero se golpeó como siempre lo hacía, sin embargo, esta vez la sobresaltó. El sol la recibió con un abrazó sofocante robándole en un segundo toda la frescura que el baño le había proporcionado. Su piel se quejó mientras la transpiración le humedecía la remera turquesa que por azar se había puesto. Caminó hasta el patio trasero queriendo no confirmar lo que presentía pero no tuvo suerte. Negro no dormía, yacía muerto. De inmediato pensó en su madre, fue su primer pensamiento racional. Recordó que no llegaría con su auto, volviendo del trabajo como todos los días a las siete, y que no se sentaría con ella a merendar mirando la novela, y se sintió sola.
-Pero, hay algo que no entiendo... perdón... ¿puedo interrumpir? - pregunté.
-Sí, hombre, adelante. ¿Qué desea saber? - me contestó el relator.
-Todos, en un momento así, podemos levantar el teléfono y llamar a alguien para pedir ayuda. Más, si sos mujer. ¿No tenía al padre, al noviecito, a algún amigo?
-Déjeme continuar y va a entender.
» Quizás no deba decir "sola" porque no era así como se sentía. ¡Y claro, tenía su razón! No estaba sola, estaba acompañada. Había una presencia, ahí su jardín, caminando sobre los pastos altos que no había cortado, mirándola, implacable, invisible pero a la vez tan notoria e ineludible como todas esas cosas que no tienen un nombre. Parada entre ella y Negro, la presencia la desafiaba como quién sabe que nunca va a perder.
» ¿Hace falta que les diga cuánto miedo tenía? Si alguien hubiera visto esa carita, desbordada, casi nena de nuevo, me entendería. Mayra pensó en el teléfono, y su mente se inundó de números inútiles. Ni sus vecinos, ni sus amigas, ni su propia madre podrían hacer la tarea que ahora ella debía hacer. Ni siquiera ayudar. Negro era su responsabilidad y no iba a esquivarla. A la muerte hay que enterrarla, no temerle. Enfrentarla, según palabras de su padre –muerto eso sí- porque en su ronda, la que realiza luego de su irremediable acto, la muerte evalúa. Ve. Y a los débiles los suma a su lista de próximos. Entonces, tomó coraje, se ató tirante el pelo dejando la nuca al descubierto y atravesando la muerte se dirigió al galpón donde seguro encontraría una pala de punta.
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» Sus ojos tardaron en habituarse a las sombras del galpón. Ahí el calor crecía insoportable. Olía a rancio, a tierra seca y a un par de cosas indescifrables. Flashes rojos, turquesas y amarillos navegaron por su vista por unos largos segundos, luego las cosas comenzaron a tomar profundidad y formas concretas. Recordaba vagamente la pala y el lugar que debía ocupar pero no apostaría mucho por esa factibilidad. Dió unos pasos dentro del pequeño cuarto haciendo frente al mar que brotaba de su frente y soltó la puerta de hierro que de inmediato fue directo a golpearse contra la pared como siempre lo hacía. El cuadrado de sol dibujado en el piso desapareció de inmediato y
otra vez se sobresaltó, pese a lo cotidiano de ese ruido. ¿A qué le temía, a que mamá no estaba? Soy grandecita, se dijo, tratando por todos los medios de no darle vida a los fantasmas que le acariciaban las plantas de los pies. Esos que su padre había creado. Hermosa herencia de regalo.
» No había contrapiso en el galpón, sólo tierra. El desorden prevalecía gracias a decenas de porquerías inservibles que nadie se había tomado el tiempo de tirar. La cortadora de pasto la miraba desde un rincón con un aire de reproche. Un viejo sillón, muerto y destripado por arañazos de gato, ocupaba el rincón opuesto. Una pila de diarios viejos hacía equilibrio aún torcida como estaba, desafiando al piso y al frenético paso de los días. Una lámpara colgaba desnuda de tulipa, y nutrida de telas de arañas y bichitos muertos. El lugar, pese a estar repleto de herramientas de trabajo, no alentaba para nada a realizar ninguno.
» Mayra retiró una bolsa de arpillera, corrió un enorme hule negro y debajo –para su sorpresa- aparecieron tres palas, una con el mango roto y astillado, otra plana ancha y corta, y con terrones de tierra adheridos, y la restante: larga, filosa, casi sin uso. Su compañera de los próximos minutos. Agradecida con su suerte y con su memoria salió del galpón. El sol aún estaba ahí. Negro también.
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» El pozo comenzó a tomar forma justo cuando el sol lograba el punto máximo en el cielo celeste pleno. El jardín no tenía sombras sino diminutas manchas oscuras a los pies de las cosas. Ni siquiera el viejo eucalipto del fondo las proyectaba. Nada se movía. El cuadro del calor se pintaba con acuarelas intensas y tintas sofocantes. Una palada, otra palada, una palada más y gotas como lluvia mojando la tierra. Con cada intento le cimbraba el hombro, los pechos le dolían, pero el suelo solo mostraba rastros de pobres arañazos desesperados. El piso se resistía a la fuerza del hierro y a la poca de ella. No había caso, algo tendría que idear, antes de dislocarse.
» Fue hasta la heladera, la puerta volvió a golpearse, se sirvió Coca en un vaso de promoción de Coca y lo llenó de hielos bolita hasta que las burbujas de gas rebalsaron el borde y pintaron su terraza de un marrón claro, como un amarillo sucio. La intención era idear algo lejos del abrasador febo. Y en segundos lo logró. En la radio sonaba un viejo tema de Queen.
"¿Es éste el mundo que creamos? ¿Nosotros mismos lo hicimos? ¿Nosotros lo devastamos?"
-Qué raro, ¿qué radio será? – se dijo.
» De golpe, así de rápido como encontró la solución a su problema de rigidez, otra irrupción trepó por sus neuronas y una catarata de imágenes sepias, desdibujadas, hasta ese momento olvidadas llenaron su percepción con la misma frescura y determinación con la que la Coca había llenado el vaso. Era su padre, no cabía duda. Regresaba. Para qué fui al galpón de mierda ese. Fueron sus palabras, no mias. Lo cierto que los gérmenes de su mundo irreal comenzaban a filtrarse en su lógica logrando alterarla. Era estúpido, o al menos insensato, pensar al mundo en términos de fantasmas y duendes, pero así acostumbraba a hacerlo su progenitor. Su padre fue un tipo especial, no cabía duda alguna. Sin embargo, pese a su intensión, a Mayra más que interes, el asunto le trasmitía vergüenza ¿Podía hablar con sus amigas de esas creencias, de sus inclinaciones? No, seguro que no ¿Podía invitarlas a la casa tranquila? ¿Podían quedarse a dormir? No. A nadie le contó nunca de todo aquello y suponía que nunca lo iba a hacer. No al menos hasta encontrar a la persona adecuada. Se acordó de los Duendes del Eucalipto, o de la lucha de espíritus en el mueble del baño, del espejo roto...Qué oportuno todo ese revival de su padre y justo cuando estrenaba su papel de enterradora...
» Salió a toda carrera pensando en una larga manguera verde y blanca conectada a una canilla chorreante. La puerta se golpeó con violencia una vez más. Quizás la intención era dejar a los recuerdos atrás pero no lo logró.»
-¿Eh, jefe... disculpe... pero no era una historia verdadera? - dijo Ernesto Falla, mi amigo como sintiendose estafado. El otro en la mesa era Ramiro Paez quien hasta el momento no había dicho palabra.
-Verídica, usted lo ha dicho.
-¿Y qué es todo eso de los duendes? Con todo respeto ¿no se fue un poco al carajo?
-Es todo cierto, al menos ella me lo aseguró y yo le creo. (Ahora el estafado era el fabulador). Usted no tiene porqué creerme a mí, si no quiere. Mi amigo, (aunque Ernesto era mi amigo y no de él) está en todo su derecho. Si quiere puede tomarlo como un cuento de hadas, si lo satisface. Si no...
-Siga, siga... (algo arrepentido por haber abierto la boca) a lo mejor a los demás les gusta. Yo voy hasta el baño... No se me ofenda.
-No, hombre, vaya tranquilo. Y no se me moje el pantalón y lávese la mano.
¿Continúo?
- Sí (dije).
- Sí (dijo Ramiro).
- Sí (dijo Ernesto casi desde el baño).
- Bueno, creo que les debo un par de aclaraciones ¿Tienen tiempo o prefieren que siga con la historia?
- Ahora tengo curiosidad, ¿vos? (Ramiro habló)
- Sí, que lo cuente. Adelante, hombre. Se achicó la concurrencia pero... (solté aire)
El fabulador continuó.
-Les voy a dedicar unos minutos al padre, enseguida continúo. No voy a hablar de él porque no lo conocí, sólo les voy a contar lo que me contaron. La historia es así: Primero el padre de Mayra apareció diciendo que en el eucalipto del fondo vivían duendes y por supuesto lo sacaron corriendo. Ahí quedó y con el tiempo todo se olvidó. Meses después, una situación conflictiva con un vecino al que le molestaba dicho árbol reavivó el tema. El tipo quería que lo podaran y él contestó que no le convenía pensar de esa manera, que quizás las fuerzas que lo habitaban se volverían hostiles con él o con su familia. El vecino no lo tomó por loco, pensó que lo estaba cargando y se peleó a muerte con Daniel. Dos meses después una tragedia, que prefiero no detallar, tocó la puerta de la casa de al lado.
» Por un tiempo, no se habló de situaciones similares en la casa. No hasta que Daniel llegó un día con un mueble para el baño, un aparador que serviría para guardar toallas y esas cosas. Construido con una madera muy oscura, medía casi un metro setenta y tenía su única puerta recubierta por un espejo muy conveniente. Daniel dijo que lo había conseguido muy barato en un remate, en el puerto y que lo había traído desde allí en colectivo y en tren. Una locura que lo caracterizaba.
» Lo cierto es que, una noche, a la hora de la cena, la puerta del baño se cerró de golpe y el espejo, ese tan conveniente, estalló en mil pedazos, bañando todo el cuarto de reflejos y vidrios. Daniel, Mayra y su madre corrieron al baño y trataron de abrir la puerta y ninguno pudo. Estaba trabada por un trozo del espejo, supusieron ellas, pero la explicación de Daniel no fue esa.
» "Son dos espíritus que llegaron en el mueble y que se pelearon por su posesión. Pero, ya arreglaron su problema limítrofe y habrá paz, no se preocupen."-dijo cambiando la voz. Ellas se preocuparon aún más. Contra todo pronóstico, hubo paz.
Mejor volvamos al jardín.
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» Mayra conectó la manguera, la estiró hasta donde había decidido hacer el pozo y abrió la canilla con la intención de anegar la zona. El agua brotó caliente primero y tibia después. Se mojó la cabeza y tomó la pala para continuar con lo suyo. La lengua de Negro se había escapado de su hocico y tenía adheridas bolitas de tierra. Los ojos vidriosos la miraban embalsamados, ella se había propuesto no quebrarse, pero de esa forma no podría continuar. Recordó el hule negro y con esa idea brillante en la cabeza, sin saber que sería la última acción racional del día, caminó hasta el galpón, se hizo de él y tapó el cuerpo del enorme perro. Negro sobre negro. El agujero tendría que ser muy grande.
» Casi tres horas le tomó, pero lo logró. Arrastró el hule que ya no era Negro, sino simplemente un hule negro y lo arrojó dentro del pozo. El barro se trepaba por sus piernas como sanguijuelas, hasta podía verla reptar. Latían. El sol ya no estaba en lo alto del celeste sino dentro de su cabeza, sus hermosos pelos negros eran una ensalada de fuego. Y había algo peo, sus manos. Hinchadas e insensibles luchaban por deshacerse de un mango de madera que ya no tenían. Por suerte, el hule –había tenido la precaución de amarrarlo- se amoldó al fondo del hoyo y no tuvo necesidad de tocarlo. Todavía faltaba el paso final, el entierro. En su retina se dibujaron dos guantes de trabajo pero quería terminar con ese acto horrible lo más pronto posible y ni se acordaba dónde hallarlos. Además, ¿no era ya demasiado tarde?
Ramiro volvió del baño haciendo todo tipo de inoportunos ruidos tratando de llamar la atención. Enseguida se fue a la puerta y se dedicó a mirar gente pasar. La voz del fabulador estaba en su punto justo.
" Trepó a la improvisada montaña construida con el barro del pozo y un mareo fulminante llenó de estrellas y explosiones su campo visual. Por el lapso de diez segundos el mundo se subió a una montaña rusa y el pozo a sus pies fué una invitación ineludible. Negro, en dos patas, la llamaba. Con sus ojos cándidos, con sus orejas enormes la reclamaba. Mayra ya no pudo mantenerse y cayó, pero su suerte la orientó hacía la otra pendiente, la contraria al pozo. Su pantalón también se llenó de barro y sus manos desaparecieron hasta las muñecas. ¿Qué hora era? ¿Qué día? ¡Qué estúpida era! Pateó la montaña más por bronca que por conveniencia y así comenzó a completar el último paso. La tierra se desplazó y cayó en el pozo. ¿Medía veinte metros, ya, ese pozo?¿Se escuchaban voces allá en su fondo, donde el sol no iluminaba?¿Las sanguijuelas se resistían a volver a él, o simplemente le agradecían ese gesto humano, esa buena acción de devolverlas a las profundidades como un pez que se devuelve al agua luego de ser pescado.
» El agua, sí, el agua, el agua, el agua. El agua la salvaría, limpiaría sus bajezas, su suciedad, arrasaría con las sanguijuelas, con la peste. Corrió a la canilla, resbalando y desconectó la manguera. No tuvo fuerzas para girar la canilla lo suficiente y un chorro ínfimo, egoísta, brotó del seno de la tierra. De nada servía. Sólo le generaba ansiedad, ganas de limpiarse, necesidad de pureza, de agua corriendo por su espalda llevándose todo, de pelos chorreando, de ojos cerrados, lo que, en definitiva, la debilitaba aún más. Miró la puerta vaiven como al final de un gran campo minado y se dispuso a alcanzarla a cualquier precio. La ansiedad había mutado en sed, en miedo, en un extraño manto como una tela de araña adherida a sus pupilas.
» De golpe se levantó y acudió a la sombra bendecida de su cocina como un mandamiento. El paisaje se aceleró a su alrededor, las líneas se estiraron, oblicuas, redondas, punteadas, incandescentes. Las paredes se hicieron ruidos, las pisadas levantaban colores naranjas de miedo y amarillos ocre de calor. Cayó dos veces, en la segundase hizo daño contra el cemento mal peinado del piso –¿o era un cocodrilo gris?- sangrando de inmediato, igual alcanzó la puerta. La sombra estaba ahí esperándola, casi como una reina con una corona dorada entre sus manos presta a colocarla sobre su mugrosa cabellera. Todos aplaudían, alguien se acercó y la besó, y entre todo ese bullicio hecho de vítores y felicitaciones, se desmayó.
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» La puerta vaiven se golpeó con violencia y retumbó dentro de cada recoveco de su cabeza como un eco insostenible. El sueño se extinguió de inmediato.
"¿Mamá?"
"¿Mamá?, repitió. Pero el silencio no se dignó a contestarle. Entonces, los ínfimos pelos de su espalda se crisparon, los de su cabeza le contagiaron un frío enorme, profundo y una mano huesuda áspera y helada la rozó, recorriendo su espalda de abajo a arriba con una lentitud espasmódica e interminable. Mayra casi la entendió como algo inanimado, casi como una prótesis viva. Casi pudo adivinar que lo que fuera que tenía a su espalda estaba muerto.
» Entonces sí, la muerte se puso de pié, atravesó su cuerpo y se dirigió a la puerta, y se perdió en el terrible fulgor del sol de la tarde. Mayra dejó caer la cabeza que tanto le costaba mantener erguida y sintió con placer el frío de la cerámica del piso y cerró los ojos. La puerta vaíven, por supuesto, se golpeó.
» A las cuatro de la tarde, el teléfono sonó una vez más pero su animo no alcanzó para la titánica tarea de levantarse y caminar hasta la sala y contestar. La radio hablaba de 38 grados. El calor lo invadía todo, entrando por las ventanas, las puertas, sus poros. El teléfono volvió a sonar. Se detuvo y volvió a sonar. Mayra se levantó y atendió. Algo dijo, algo escuchó. Rió. Aceptó. Cortó. Agarró una toalla al azar, eligió malla, se duchó, se vistió y salió sigilosa, con gracia. La puerta no se golpeó esta vez."
La Ginebrita estaba paga.
Los tres lo miramos hipnotizados. Lo conocíamos. Caía de tanto en tanto por el bar y nos buscaba, sabía que a cambio de sus historias obtendría una paga en ginebra o en lo que eligiera. Tendría unos sesenta años, o unos cincuenta muy mal llevados y yo me inclinaba más por eso. Su atuendo –el mismo cada vez- consistía en un traje negro arratonado, una camisa blanca, ninguna corbata y un sobretodo gris, oscuro. Me contagiaba una sensación rancia por el polvo acumulado en años. Sus zapatos brillaban a pesar de verse agrietados y percudidos. Por lo visto le interesaban, seguro los apreciaba. A todos nos sucede lo mismo con algo de nuestro guardarropa. El modelo se completaba con un sombrero viejo, extraño y ridículo, estilo gángster del veinte que, sin embargo, al tipo le sentaba bien. Un inconfundible.
Julio Retamosa, el dueño del bar, uno de los tres dueños, decía siempre que el tipo –el borracho fabulador- debía ser escritor o algo así y que nos usaba de probadores para sus historias. El tipo o era un capo o estaba loco, porque casi nunca contaba nada de su vida personal, y las pocas veces que lo hacía constantemente se contradecía –adrede, seguro- despistando o haciendo dudar si era Luque o Laprida, Juan o Mario, como había dicho; si se dedicaba a la apicultura o si levantaba cartones y chatarra, como un par habían escuchado de sus propios labios, según decían. Algunas veces teníamos tantos datos contradictorios que, en definitiva, no teníamos nada, y otras tantas tan poco que al final, los rumores y las confusiones lo infectaban todo.
-... y hablando de su cara... –acotó mientras se acomodaba en la silla ruidosa pero confortable a fuerza de años. –era hermosa, y digo "era" no porque haya fallecido sino porque desde hace un tiempo prefiero no recordarla como algo alcanzable. Por eso para mí no existe. Es como si Dios se hubiera llevado ese ángel. Ustedes, amigos, sabrán comprender...
Parecía emocionado, pero yo, siempre incrédulo, no le creí; en parte porque, además de buen narrador, lo veía con excelentes dotes de actor.
-Tenía los ojos verdes más hermosos que ví en mi vida. Esos que te hacen cosquillas cuando te miran. Inútil mirar hacia otro lado o hacerse el tonto. Cuando esos ojos te buscan ya no hay salida. Y ya lo saben, si algo importa más que tu vida... Mozo! Ginebrita... –dijo gritando y aniquilando el clima y el hilo de la historia empezada. Pero, como las putas, primero el billete después el premio. Mientras esperaba con una moneda talló con toda paciencia un prolijo asterisco en la madera de la mesa y recién continuó con su historia cuando Julio llegó con la ginebrita apoyada en la bandeja redonda de acero inoxidable.
-Gracias, mozo. Como les decía, Mayra, eh... Mayra era, ¿no? –sin esperar respuesta continuó. -tenía además de esos ojos de praderas soleadas y de un cuerpo bien femenino, un perro, un enorme perro negro. Guardián y mal humorado, dos cualidades bien antipáticas para un perro. También fuerte, desconfiado, leal, y últimamente, bastante enfermo.
»Negro, bautizado con ese guiño creativo, vivía su ocaso y eso Mayra lo sabía. Varias veces escuché de sus labios lo mal que lo veía. Negro era SU perro, suyo desde siempre. Lo cierto que esa mañana, casi mediodía, hacía todo el calor posible que se pueda juntar en un solo lugar. Las líneas negras de la calle crecían derramándose unas sobre otras en una orgía obscena y azabache. Sobre el asfalto una capa transparente y líquida como un espejismo, se arrastraba hasta donde alcanzaba la vista. Al barrio, lánguido, lo invadía una extraña quietud. En su silencio desacostumbrado la gente se ocultaba, esquivando paseos y compras, escondiéndose puertas adentro, economizando brisas, mesurando esfuerzos, respirando bien hondo. ¡Que difícil se hacía respirar en medio de ese termómetro enrojecido!
»Con la primera claridad en su vigilia Mayra se dió cuenta que no había dormido en su cama, y en ese confundido navegar que es alejarse del sueño, los músculos de la espalda confirmaron su presunción. Su cama de plaza y media seguía intacta en su habitación, mofándose, y no cabía duda: el sillón se había vengado de ella. Vagamente, recordó la película de la noche anterior, la trama, dos o tres situaciones, un beso, una persecución, y al final una baba hecha de dulces y sombras lo engullía todo.
»Trató de enderezarse, de sentarse, con sumo cuidado, lentamente, pero a su cuello no le gustó la idea y una ráfaga eléctrica le sacudió su borrachera de modorra. Tenía el control remoto sobre la mesa ratona a su lado, y con él intentó encender el equipo. Poner un poco la radio ayudaría, pero la radio no se encendió. Fijó la vista en ese complicado rectángulo repleto de botones de goma que tenía en su mano y no logró reconocerlo. Al costado, sobre el vidrio marcado con anillos olímpicos secos y grises, a centímetros de donde había tomado ese control, había otro. La chispa encendió la mecha, y ésta llegó a su cerebro explotando en lucidez: control incorrecto. Lo cambió, dejando el de la tele entre un vaso y una Coca casi vacía, y logró el objetivo. Un desparramo de luces verdes, naranjas y blancas le dieron paso a un tema, ella me dijo de Dire Straits."
Cualquiera podría ver a Mayra poniéndose de pie, la imagen era fuerte y eso que no soy un tipo de mucha imaginación. Continué prestándole atención al borracho fabulador.
-Al coraje le sucedió la tensión, luego el dolor, después un leve mareo y, por último, una bocanada de calor tórrido, casi sacrílego, como una bofetada. Por un segundo casi se dió por vencida, iba a dejarse caer, dormir de nuevo, por más que las once horas habían bastado y sobrado, pero su vejiga, a punto de explotar, la obligó al esfuerzo.
Carraspeó, pidió disculpas por la interrupción con algo de vergüenza, miró a su alrededor, tomó el sombrero que descansaba sobre la mesa al alcance de su diestra y continuó narrando mientras lo acariciaba como a un siamés.
-Cuando terminó, desde el umbral de la puerta, escrutó el panorama como si todo ese lío le resultara ajeno. Vió la sala desierta –toda la casa lo estaba-, vió el piso con pequeñas manchas de talco, vió pilas intrascendentes de revistas, vió tres vasos –los tres besados por un mismo lapiz labial- con restos de Coca Cola, vió papeles erráticos, vió ropa en placares paralelos, vió dos pares de zapatillas reebok, vió un plato vacío y sucio, y otro casi limpio, vió la infaltable botella –tres más había en la heladera-, vió las ventanas abiertas, vió la rigidez de las cortinas semitransparentes, vió el jardín y el pasto que debería cortar algún día antes de que su madre regrese –su lejana llamada le diría cuándo-, y esa imagen le sumó un poroto más al nefasto día que la esperaba.
» Con el hambre oculto todavía decidió que lo primero era una ducha. Entonces, dio media vuelta y se refugió bajo una lluvia de agua tibia que salía rebelde de la canilla del agua fría. Al rato, menos confundida, salió del baño, caminó hasta su pieza munida de dos toallas, una rodeando su cuerpo desnudo y húmedo, y otra en su cabeza como un turbante, cubriendo su pelo negro-dijo e hizo una pausa más, esta vez adrede a mi entender para generar suspenso y continuó, ahora hablando con la voz bien baja, casi inaudible.
» Fue desde su ventana que lo vió.
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» La puerta mosquitero se golpeó como siempre lo hacía, sin embargo, esta vez la sobresaltó. El sol la recibió con un abrazó sofocante robándole en un segundo toda la frescura que el baño le había proporcionado. Su piel se quejó mientras la transpiración le humedecía la remera turquesa que por azar se había puesto. Caminó hasta el patio trasero queriendo no confirmar lo que presentía pero no tuvo suerte. Negro no dormía, yacía muerto. De inmediato pensó en su madre, fue su primer pensamiento racional. Recordó que no llegaría con su auto, volviendo del trabajo como todos los días a las siete, y que no se sentaría con ella a merendar mirando la novela, y se sintió sola.
-Pero, hay algo que no entiendo... perdón... ¿puedo interrumpir? - pregunté.
-Sí, hombre, adelante. ¿Qué desea saber? - me contestó el relator.
-Todos, en un momento así, podemos levantar el teléfono y llamar a alguien para pedir ayuda. Más, si sos mujer. ¿No tenía al padre, al noviecito, a algún amigo?
-Déjeme continuar y va a entender.
» Quizás no deba decir "sola" porque no era así como se sentía. ¡Y claro, tenía su razón! No estaba sola, estaba acompañada. Había una presencia, ahí su jardín, caminando sobre los pastos altos que no había cortado, mirándola, implacable, invisible pero a la vez tan notoria e ineludible como todas esas cosas que no tienen un nombre. Parada entre ella y Negro, la presencia la desafiaba como quién sabe que nunca va a perder.
» ¿Hace falta que les diga cuánto miedo tenía? Si alguien hubiera visto esa carita, desbordada, casi nena de nuevo, me entendería. Mayra pensó en el teléfono, y su mente se inundó de números inútiles. Ni sus vecinos, ni sus amigas, ni su propia madre podrían hacer la tarea que ahora ella debía hacer. Ni siquiera ayudar. Negro era su responsabilidad y no iba a esquivarla. A la muerte hay que enterrarla, no temerle. Enfrentarla, según palabras de su padre –muerto eso sí- porque en su ronda, la que realiza luego de su irremediable acto, la muerte evalúa. Ve. Y a los débiles los suma a su lista de próximos. Entonces, tomó coraje, se ató tirante el pelo dejando la nuca al descubierto y atravesando la muerte se dirigió al galpón donde seguro encontraría una pala de punta.
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» Sus ojos tardaron en habituarse a las sombras del galpón. Ahí el calor crecía insoportable. Olía a rancio, a tierra seca y a un par de cosas indescifrables. Flashes rojos, turquesas y amarillos navegaron por su vista por unos largos segundos, luego las cosas comenzaron a tomar profundidad y formas concretas. Recordaba vagamente la pala y el lugar que debía ocupar pero no apostaría mucho por esa factibilidad. Dió unos pasos dentro del pequeño cuarto haciendo frente al mar que brotaba de su frente y soltó la puerta de hierro que de inmediato fue directo a golpearse contra la pared como siempre lo hacía. El cuadrado de sol dibujado en el piso desapareció de inmediato y
otra vez se sobresaltó, pese a lo cotidiano de ese ruido. ¿A qué le temía, a que mamá no estaba? Soy grandecita, se dijo, tratando por todos los medios de no darle vida a los fantasmas que le acariciaban las plantas de los pies. Esos que su padre había creado. Hermosa herencia de regalo.
» No había contrapiso en el galpón, sólo tierra. El desorden prevalecía gracias a decenas de porquerías inservibles que nadie se había tomado el tiempo de tirar. La cortadora de pasto la miraba desde un rincón con un aire de reproche. Un viejo sillón, muerto y destripado por arañazos de gato, ocupaba el rincón opuesto. Una pila de diarios viejos hacía equilibrio aún torcida como estaba, desafiando al piso y al frenético paso de los días. Una lámpara colgaba desnuda de tulipa, y nutrida de telas de arañas y bichitos muertos. El lugar, pese a estar repleto de herramientas de trabajo, no alentaba para nada a realizar ninguno.
» Mayra retiró una bolsa de arpillera, corrió un enorme hule negro y debajo –para su sorpresa- aparecieron tres palas, una con el mango roto y astillado, otra plana ancha y corta, y con terrones de tierra adheridos, y la restante: larga, filosa, casi sin uso. Su compañera de los próximos minutos. Agradecida con su suerte y con su memoria salió del galpón. El sol aún estaba ahí. Negro también.
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» El pozo comenzó a tomar forma justo cuando el sol lograba el punto máximo en el cielo celeste pleno. El jardín no tenía sombras sino diminutas manchas oscuras a los pies de las cosas. Ni siquiera el viejo eucalipto del fondo las proyectaba. Nada se movía. El cuadro del calor se pintaba con acuarelas intensas y tintas sofocantes. Una palada, otra palada, una palada más y gotas como lluvia mojando la tierra. Con cada intento le cimbraba el hombro, los pechos le dolían, pero el suelo solo mostraba rastros de pobres arañazos desesperados. El piso se resistía a la fuerza del hierro y a la poca de ella. No había caso, algo tendría que idear, antes de dislocarse.
» Fue hasta la heladera, la puerta volvió a golpearse, se sirvió Coca en un vaso de promoción de Coca y lo llenó de hielos bolita hasta que las burbujas de gas rebalsaron el borde y pintaron su terraza de un marrón claro, como un amarillo sucio. La intención era idear algo lejos del abrasador febo. Y en segundos lo logró. En la radio sonaba un viejo tema de Queen.
"¿Es éste el mundo que creamos? ¿Nosotros mismos lo hicimos? ¿Nosotros lo devastamos?"
-Qué raro, ¿qué radio será? – se dijo.
» De golpe, así de rápido como encontró la solución a su problema de rigidez, otra irrupción trepó por sus neuronas y una catarata de imágenes sepias, desdibujadas, hasta ese momento olvidadas llenaron su percepción con la misma frescura y determinación con la que la Coca había llenado el vaso. Era su padre, no cabía duda. Regresaba. Para qué fui al galpón de mierda ese. Fueron sus palabras, no mias. Lo cierto que los gérmenes de su mundo irreal comenzaban a filtrarse en su lógica logrando alterarla. Era estúpido, o al menos insensato, pensar al mundo en términos de fantasmas y duendes, pero así acostumbraba a hacerlo su progenitor. Su padre fue un tipo especial, no cabía duda alguna. Sin embargo, pese a su intensión, a Mayra más que interes, el asunto le trasmitía vergüenza ¿Podía hablar con sus amigas de esas creencias, de sus inclinaciones? No, seguro que no ¿Podía invitarlas a la casa tranquila? ¿Podían quedarse a dormir? No. A nadie le contó nunca de todo aquello y suponía que nunca lo iba a hacer. No al menos hasta encontrar a la persona adecuada. Se acordó de los Duendes del Eucalipto, o de la lucha de espíritus en el mueble del baño, del espejo roto...Qué oportuno todo ese revival de su padre y justo cuando estrenaba su papel de enterradora...
» Salió a toda carrera pensando en una larga manguera verde y blanca conectada a una canilla chorreante. La puerta se golpeó con violencia una vez más. Quizás la intención era dejar a los recuerdos atrás pero no lo logró.»
-¿Eh, jefe... disculpe... pero no era una historia verdadera? - dijo Ernesto Falla, mi amigo como sintiendose estafado. El otro en la mesa era Ramiro Paez quien hasta el momento no había dicho palabra.
-Verídica, usted lo ha dicho.
-¿Y qué es todo eso de los duendes? Con todo respeto ¿no se fue un poco al carajo?
-Es todo cierto, al menos ella me lo aseguró y yo le creo. (Ahora el estafado era el fabulador). Usted no tiene porqué creerme a mí, si no quiere. Mi amigo, (aunque Ernesto era mi amigo y no de él) está en todo su derecho. Si quiere puede tomarlo como un cuento de hadas, si lo satisface. Si no...
-Siga, siga... (algo arrepentido por haber abierto la boca) a lo mejor a los demás les gusta. Yo voy hasta el baño... No se me ofenda.
-No, hombre, vaya tranquilo. Y no se me moje el pantalón y lávese la mano.
¿Continúo?
- Sí (dije).
- Sí (dijo Ramiro).
- Sí (dijo Ernesto casi desde el baño).
- Bueno, creo que les debo un par de aclaraciones ¿Tienen tiempo o prefieren que siga con la historia?
- Ahora tengo curiosidad, ¿vos? (Ramiro habló)
- Sí, que lo cuente. Adelante, hombre. Se achicó la concurrencia pero... (solté aire)
El fabulador continuó.
-Les voy a dedicar unos minutos al padre, enseguida continúo. No voy a hablar de él porque no lo conocí, sólo les voy a contar lo que me contaron. La historia es así: Primero el padre de Mayra apareció diciendo que en el eucalipto del fondo vivían duendes y por supuesto lo sacaron corriendo. Ahí quedó y con el tiempo todo se olvidó. Meses después, una situación conflictiva con un vecino al que le molestaba dicho árbol reavivó el tema. El tipo quería que lo podaran y él contestó que no le convenía pensar de esa manera, que quizás las fuerzas que lo habitaban se volverían hostiles con él o con su familia. El vecino no lo tomó por loco, pensó que lo estaba cargando y se peleó a muerte con Daniel. Dos meses después una tragedia, que prefiero no detallar, tocó la puerta de la casa de al lado.
» Por un tiempo, no se habló de situaciones similares en la casa. No hasta que Daniel llegó un día con un mueble para el baño, un aparador que serviría para guardar toallas y esas cosas. Construido con una madera muy oscura, medía casi un metro setenta y tenía su única puerta recubierta por un espejo muy conveniente. Daniel dijo que lo había conseguido muy barato en un remate, en el puerto y que lo había traído desde allí en colectivo y en tren. Una locura que lo caracterizaba.
» Lo cierto es que, una noche, a la hora de la cena, la puerta del baño se cerró de golpe y el espejo, ese tan conveniente, estalló en mil pedazos, bañando todo el cuarto de reflejos y vidrios. Daniel, Mayra y su madre corrieron al baño y trataron de abrir la puerta y ninguno pudo. Estaba trabada por un trozo del espejo, supusieron ellas, pero la explicación de Daniel no fue esa.
» "Son dos espíritus que llegaron en el mueble y que se pelearon por su posesión. Pero, ya arreglaron su problema limítrofe y habrá paz, no se preocupen."-dijo cambiando la voz. Ellas se preocuparon aún más. Contra todo pronóstico, hubo paz.
Mejor volvamos al jardín.
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» Mayra conectó la manguera, la estiró hasta donde había decidido hacer el pozo y abrió la canilla con la intención de anegar la zona. El agua brotó caliente primero y tibia después. Se mojó la cabeza y tomó la pala para continuar con lo suyo. La lengua de Negro se había escapado de su hocico y tenía adheridas bolitas de tierra. Los ojos vidriosos la miraban embalsamados, ella se había propuesto no quebrarse, pero de esa forma no podría continuar. Recordó el hule negro y con esa idea brillante en la cabeza, sin saber que sería la última acción racional del día, caminó hasta el galpón, se hizo de él y tapó el cuerpo del enorme perro. Negro sobre negro. El agujero tendría que ser muy grande.
» Casi tres horas le tomó, pero lo logró. Arrastró el hule que ya no era Negro, sino simplemente un hule negro y lo arrojó dentro del pozo. El barro se trepaba por sus piernas como sanguijuelas, hasta podía verla reptar. Latían. El sol ya no estaba en lo alto del celeste sino dentro de su cabeza, sus hermosos pelos negros eran una ensalada de fuego. Y había algo peo, sus manos. Hinchadas e insensibles luchaban por deshacerse de un mango de madera que ya no tenían. Por suerte, el hule –había tenido la precaución de amarrarlo- se amoldó al fondo del hoyo y no tuvo necesidad de tocarlo. Todavía faltaba el paso final, el entierro. En su retina se dibujaron dos guantes de trabajo pero quería terminar con ese acto horrible lo más pronto posible y ni se acordaba dónde hallarlos. Además, ¿no era ya demasiado tarde?
Ramiro volvió del baño haciendo todo tipo de inoportunos ruidos tratando de llamar la atención. Enseguida se fue a la puerta y se dedicó a mirar gente pasar. La voz del fabulador estaba en su punto justo.
" Trepó a la improvisada montaña construida con el barro del pozo y un mareo fulminante llenó de estrellas y explosiones su campo visual. Por el lapso de diez segundos el mundo se subió a una montaña rusa y el pozo a sus pies fué una invitación ineludible. Negro, en dos patas, la llamaba. Con sus ojos cándidos, con sus orejas enormes la reclamaba. Mayra ya no pudo mantenerse y cayó, pero su suerte la orientó hacía la otra pendiente, la contraria al pozo. Su pantalón también se llenó de barro y sus manos desaparecieron hasta las muñecas. ¿Qué hora era? ¿Qué día? ¡Qué estúpida era! Pateó la montaña más por bronca que por conveniencia y así comenzó a completar el último paso. La tierra se desplazó y cayó en el pozo. ¿Medía veinte metros, ya, ese pozo?¿Se escuchaban voces allá en su fondo, donde el sol no iluminaba?¿Las sanguijuelas se resistían a volver a él, o simplemente le agradecían ese gesto humano, esa buena acción de devolverlas a las profundidades como un pez que se devuelve al agua luego de ser pescado.
» El agua, sí, el agua, el agua, el agua. El agua la salvaría, limpiaría sus bajezas, su suciedad, arrasaría con las sanguijuelas, con la peste. Corrió a la canilla, resbalando y desconectó la manguera. No tuvo fuerzas para girar la canilla lo suficiente y un chorro ínfimo, egoísta, brotó del seno de la tierra. De nada servía. Sólo le generaba ansiedad, ganas de limpiarse, necesidad de pureza, de agua corriendo por su espalda llevándose todo, de pelos chorreando, de ojos cerrados, lo que, en definitiva, la debilitaba aún más. Miró la puerta vaiven como al final de un gran campo minado y se dispuso a alcanzarla a cualquier precio. La ansiedad había mutado en sed, en miedo, en un extraño manto como una tela de araña adherida a sus pupilas.
» De golpe se levantó y acudió a la sombra bendecida de su cocina como un mandamiento. El paisaje se aceleró a su alrededor, las líneas se estiraron, oblicuas, redondas, punteadas, incandescentes. Las paredes se hicieron ruidos, las pisadas levantaban colores naranjas de miedo y amarillos ocre de calor. Cayó dos veces, en la segundase hizo daño contra el cemento mal peinado del piso –¿o era un cocodrilo gris?- sangrando de inmediato, igual alcanzó la puerta. La sombra estaba ahí esperándola, casi como una reina con una corona dorada entre sus manos presta a colocarla sobre su mugrosa cabellera. Todos aplaudían, alguien se acercó y la besó, y entre todo ese bullicio hecho de vítores y felicitaciones, se desmayó.
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» La puerta vaiven se golpeó con violencia y retumbó dentro de cada recoveco de su cabeza como un eco insostenible. El sueño se extinguió de inmediato.
"¿Mamá?"
"¿Mamá?, repitió. Pero el silencio no se dignó a contestarle. Entonces, los ínfimos pelos de su espalda se crisparon, los de su cabeza le contagiaron un frío enorme, profundo y una mano huesuda áspera y helada la rozó, recorriendo su espalda de abajo a arriba con una lentitud espasmódica e interminable. Mayra casi la entendió como algo inanimado, casi como una prótesis viva. Casi pudo adivinar que lo que fuera que tenía a su espalda estaba muerto.
» Entonces sí, la muerte se puso de pié, atravesó su cuerpo y se dirigió a la puerta, y se perdió en el terrible fulgor del sol de la tarde. Mayra dejó caer la cabeza que tanto le costaba mantener erguida y sintió con placer el frío de la cerámica del piso y cerró los ojos. La puerta vaíven, por supuesto, se golpeó.
» A las cuatro de la tarde, el teléfono sonó una vez más pero su animo no alcanzó para la titánica tarea de levantarse y caminar hasta la sala y contestar. La radio hablaba de 38 grados. El calor lo invadía todo, entrando por las ventanas, las puertas, sus poros. El teléfono volvió a sonar. Se detuvo y volvió a sonar. Mayra se levantó y atendió. Algo dijo, algo escuchó. Rió. Aceptó. Cortó. Agarró una toalla al azar, eligió malla, se duchó, se vistió y salió sigilosa, con gracia. La puerta no se golpeó esta vez."
La Ginebrita estaba paga.