A Nado
"Y el miedo se abre paso entre la espesura del instante" J.G. Bonillo
Uno de ellos tiraba de esa tabla de maderas podridas y mal atadas como un viejo marinero. Aunque ni a eso podría llamarlo balsa ni a ese líquido negro agua. Tampoco a ese chico marinero para ser claro. Más bien todo se parecía a una escena sombría sacada de algún documental del Africa o algo así.
Ambos debían tener la misma edad, diez, a lo sumo once. Uno era bastante más alto que el otro aunque su cara de nene lo delataba. Además lo miraba al otro constantemente como esperando instrucciones. El más bajo era más expeditivo, actuaba rápido, como si siempre supiera lo que estaba haciendo. No me extrañó que pareciera un adulto, acá en el sur la mayoría son así, aprenden de golpe. O a los golpes. Depende, sí no es la vida la que los golpea son sus padres, padrastros o ambos. Las marcas que se reflejan en sus caras, esas sombrías muecas, son secuelas de días largos y difíciles donde un hecho lúdico es más o menos lo que una vertiente a un desierto. Veo en sus sonrisas un contagio consumado, un virus escondido. Esconden algo, algo crónico, una venganza latente quizás, algo que en la foto del carnet de la jubilación será tan notorio como ahora -eso si llegan a viejos alguna vez-. Sonrisas peligrosas son las que nunca fueron francas y ésas, francamente, no lo eran. Las de un chico son el reflejo del alma... Aúnque, pensándolo bien, me equivocaba. Sí eran su reflejo.
Del líquido negro brotó un sonido tosco, de ecos pesados, espesos. Ambos estallaron, reían descaradamente con sus sonrisas peligrosas. Sobre los pastos veía dos pilas casi tan altas como el jefe y una serie de objetos amontonados que no lograba distinguir, envases plásticos, bidones. La bruma y el silencio, elenco estable de cada noche, se mezclaban sin desentonar con la aplastante humedad del ambiente y la falsa calma del Riachuelo. A sus olores insoportables me acostumbré después de un tiempo. No muchos siguen viniendo desde aquella noche, tienen miedo, los entiendo.
El más alto fue el primero. Se sacó las zapatillas barrosas, se arremangó con prolijidad el pantalón y no dudó en meterse en el agua hasta las rodillas. Ahora parecía lisiado. Sostenía la balsa y a la vez intentaba cargarla con su propio peso. Parece mentira, la balsa resistía. El otro seguro clasificaba visualmente todo el fabuloso botín que venderían seguro en lo de Mariano Compra Metales. Metales y cartones, y diarios secos, y ese tipo de cosas. Parecía satisfecho, como si mezclara cuentas de multiplicar simples con desacostumbrados olores a comidas.
-Está lista -dijo el mojado.
-Más bien -contestó el otro.
Enseguida puso manos a la obra, manos pequeñas, manos expertas. Abrazaba esos rectángulos marrones como yo abrazaba a mi mujer cuando la tenía.
-Dale, tenela firme que la cargo.
Así estuvieron un largo rato. Impertinentes, ruidosos pero trabajadores. Luego ataron sin mucha convicción los cartones a la balsa y volvieron a tierra firme y se sentaron. Bajaron la voz y desde acá nomás pude ver las luces intermitentes de un encendedor chispeando entre manos ahuecadas. Bien cerca uno del otro, planeaban algo. ¿Me habían visto? ¿Querían robarme? Así oculto, en un lugar tan oscuro, difícil verme. Al cabo de un rato se reanudaron las risotadas, ahora amplificadas y tan desbocadas como el agua que atraviesa una represa.
Una película sensible, con eso bastaría. 400 asas, un trípode todo terreno adaptable a estas pendientes, obturador abierto, dos o tres segundos y todo quedará en la película, en el estómago de mi noble Nikon. El Riachuelo planchado y muerto, con esa bruma superficial casi celeste, casi al filo de lo creíble, la balsa como empantanada en el cemento negro, gomoso, ambos niños retenidos casi por la fuerza en esa actitud inmóvil -¿de qué otra forma mantendría a un niño quieto?-, los verdes pastos enfermos de alquitrán doblándose por su propio peso como agachando la cabeza y perdiendo al sol -que es como perderlo todo-, los pájaros ausentes, los peces ausentes, los perros ausentes y hasta los gatos ausentes -son demasiadas las ratas y grandes como pollos-, ambos chicos con sus caras contarán la historia que está por suceder y, en la foto, en ese umbral de lo petrificado, estará todo lo que vendrá, en la tensión de los músculos, en la inclinación de los cuerpos, en la movilización del botín, en esa flotación abstracta, en esas piernas cercenadas aunque a la vez intactas, en el viento infructuoso -en ese páramo nadie encontraría nada por mecer, ni siquiera el viento-, en el frío de la noche presente con su color, en ese gris entre violáceo y amarillento presagiando lluvia o más frío que convertía a los dos protagonistas en noctámbulos, solitarios, aventurados, desafiantes, hábiles, inocentes, como todo niño: presas.
Lista la foto, la primera de la noche.
Con mi Nikon, que ya no tenía, lista, con el trípode afirmado y yo sentado con mi disparador en la diestra. No me importaba a quién le daría el material ni quién lo compraría. No me importaba, a nosotros no nos importa el después sólo nos importa el instante preciso, el milisegundo abrumador cuando el mundo real se detiene para oficiar de modelo ante la lente. "El umbral de lo inmóvil", como decía mi maestro. El umbral de lo inmóvil, buena definición.
El cuadro se movió apenas. Las cosas se mecían con vagancia, como el letargo cadencioso post siesta de verano, siesta larga. En el agua, media docena de círculos concéntricos quisieron multiplicarse pero no lo lograron, la intención se deshizo en silencio. El jefecito seguía con su trabajo. Se agachaba, abrazaba un pilón su tesoro de cartones, se incorporaba y caminaba hasta la balsa. El otro lo miraba fijo, me interesaba lo que podría estar diciéndole con esos ojos, con esos labios sellados, que quería ser como él seguro, o que quería terminar de una vez e irse a tirar panza arriba en su cama ahora que la cama era totalmente suya y que no tenía que compartirla con otro hermano, o que ya estaba bien de trabajo y que a algo podrían jugar, eso de jugar a ser adulto no resultaba tan divertido ya. Si los lugares donde el silencio reina son inquietantes éste era el sitio más inquietante del mundo, tanto que si hubieran estado más atentos habrían escuchado los latidos de mi corazón. Tan delator como el de un cuervo negro.
No exagero, nada justificaba el uso de la película blanco y negro, no hacía falta. Ya lo decía Mastrángelo, un viejo jefe que tuve, "si no se escucha el silencio tu foto no existe, ¿Ves? ¿ves acá? Decime qué ves. ¿No te parece que hay algo delante de todo esto, una hoja de calcar o algo así? Es soberbio", me decía y con el dorso de la mano, con el grueso anillo dorado sonando contra el vidrio llamaba mi atención al cuadro que siempre ponía como ejemplo. En la foto un viejo dormía -o estaba muerto- en primer plano, atrás una calle empedrada, vacía; de una alcantarilla unos metros más allá brotaba vapor, se elevaba como un gris tótem gaseoso. El resto de la calle era una cinta irregular empequeñeciendose hasta perderse de vista.
"Es soberbio. Así tiene que ser todo. ¿Está claro, tanito?", él a mí me decía tano y él era tano hasta la médula. "Es un soplo de movimiento, y el movimiento es vida, es grito, es sabor, es aroma, acá, en la naricita, entendés lo que te digo ¿no?, sabés la confianza que te tengo. Ahora, si en tu foto no veo silencio, la rompo y te la zampo en el culo. Creo que está claro."
Estaba.
En otros tiempos me hubiera quedado pensando, ¿qué pretenden éstos críos?, ¿no saben qué lugar es éste?, si el agua ni se puede tocar de lo contaminada que está y ni te digo beber, sería un suicidio, no pueden ser tan inconscientes; y me habría levantado para persuadirlos, me aprovecharía de lo alto que soy, flaco y alto, y de lo abajo estaban ellos, y los echaría a los gritos -la mejor manera de convencer a un crío- diciéndoles con cariño que los cagaría a patadas en el ortito ese inmundo que tenían. Se enojarían seguro pero sería por su bien. Además si este viejo loco les daba miedo, mejor, así lo pensarían dos veces antes de volver.
El petisito se sacudió la ropa con la elegancia de un elefante y algo le dijo al otro. A veces parecía que hablaban otro idioma. El otro respondió con la cabeza y se acomodó a babor, los cartones estaban todos apilados sobre la balsa -no puedo asegurar en qué momento lo hicieron-, hasta los bidones viajaban en un equilibrio ingenioso e infantil. Dos cualidades que se conocen muy bien. Con agilidad y sin mojarse el petiso subió a la balsa y se sentó al lado de su amigo. Ambos tenían gruesas estacas que usarían como remos. Dudaba mucho que pudieran avanzar, lo confieso, aunque tantas cosas interesantes perdí en mi vida por prejuzgar de esa manera. Calculé el tiempo: les tomaría más de dos minutos pasar por enfrente mío y más de una hora si lo que pretendían era llegar al Claro de Banfield, el único lugar seguro para desembarcar y salir de ese inmundo riacho. El más cercano en realidad. Varios atractivos turísticos les esperaban: polución, basuras atascadas en más basura, manchas químicas, ratas que se creen Cristo caminando sobre el agua, formas muertas, cadáveres de fábricas, esqueletos de autos, olores humanos, oscuridad y contornos construidos con un fango inclasificable, casi una ciénaga en plena ciudad, al borde de la gran ciudad donde las luces comienzan a enrojecerse.
*
Luego me enteré, los tenían marcados, por eso habían optado por esa ruta acuática. Y según escuché, no era la primera vez. La provincia estaba vacía y seca, no había más remedio que cruzar la frontera a la Capital para dar con la comida y sus increíbles recursos de subsistencia. Parece que los jodidos esos los habían cagado a palos no sé por qué razón -si es que debe existir alguna- y no hubo más remedio que hacerse fugitivo y traficante a los 10 años... Más de una vez me pregunté si con ese tipo de gente de su lado, la ley, la justicia en realidad, no se daba cuenta del mal negocio que estaba haciendo. Pobres pibes. Y eso que eran pibes...
Nadie se animó nunca a repetir su proeza y por años nadie puso un pié en este fango. Ahora muchos vienen acá a rezar, al altar ese que estas manos construyeron, a pedirles favores, como al Gauchito Gil, creen que sus almas fueron salvadas y que ahora son poderosas, sanadoras. Uno ya no puede andar tan tranquilo como antes, no todos son creyentes. Aunque algunos creyentes son más peligrosos que Satán mismo. Así van pasando las cosas. Lo cierto es que tardaron menos de lo que pensaba. Remaban bien, estaban cancheros. La balsa, en su endeble fisonomía, resistía y se acomodaba a los dobleces del agua crujiendo, demostrando que aún existe gente que cuenta con protección del cielo. Eso no podía estar flotando pero lo hacía. Parecía un desafío para las miradas incrédulas, pero en detrimento del espectáculo no había más que una sola platea ocupada.
La balsa dibujó sobre la película una trayectoria recta y uniforme. Su movimiento era lo único impreso, eso y el esfuerzo de ambos chicos al remo. La balsa flotaba sobre un manto tan oscuro que resultaba inevitable titularla "Vuelan". Un buen título para una foto así. Revelarla no sería fácil. El obturador tanto tiempo abierto, la película tan sensible, la ínfima luz... pero tenía silencios, la puta si los tenía. La podría oír hasta un sordo.
Uno de los chicos se paró y me señaló. Me sobresalté. Algo le decía al jefe, algo que no escuché. Escuchar sí, escuché. Con ese silencio podía haber escuchado al cabo de la Federal cortándose las uñas apoyado en la baranda del puente Alsina a unos 500 metros de acá. Escuchar sí, escuché, pero no había forma de entender ese idioma. Instintivamente me agaché y me quedé así por un tiempo. No estaba seguro de porqué debía esconderme, eran chicos, yo no les importaba, no tenía nada que pudiera interesarles -excepto mi equipo- pero no perdía nada escondiendome. Además me sentía tranquilo así tan cerca del olor a barro, de las caricias de las ramas. Escuché. El agua, su lento murmullo, un codo que cruje, maderas que crujen también como un andamio demasiado cargado, como un lobo marino en cubierta haraganeando, y redes. Qué especial es el olor a redes... Pero ahí no había nada que pescar, años hacía que nadie andaba por ahí con esas intensiones. Las voces holgazanas se tornaron lejanas. Era el momento de asomarse. No habían visto mi flash, ni el titilar rojo de mi Nikon, ni los leds verdes de las baterías, ni mi cigarro encendido. Cómo iban a verlo si nada de eso existía ya. En ese momento me acorde otra vez de mi jefe y de sus sonidos del silencio. Me había acostumbrado tanto a escuchar hasta lo que no sonaba que tenía los oídos más entrenados de la profesión, y eso que me dedicaba a la imagen y no al sonido. Había algo acechante en toda esa quietud y la niebla lo tornaba más notorio. Algo -casi- imperceptible acababa de suceder y ahí estaba yo en posición con mi Nikon para demostrarlo.
*
Que falta me hacía mi máquina. Uno, acostumbrado a tener tres manos, cuando quedan solo dos, sufre y mucho. Ellos lograron eso, me cercenaron, me alejaron de ella. No los pibes éstos, otros. Unos más grandulones, ¿y para qué? ¿Para venderla? ¿Para rematar todo mi equipo por centavos? ¿O por miles de dólares? Qué importa... Nadie puede usarla como yo, estrechando sus alargados recovecos, amándola; sí, estaba hecha para mis manos, nunca en mi vida estuve tan seguro de algo. Había nacido para mí, de Tokio directo al sur, a Banfield, a mis manos. Estas manos que se quedaron solas e inútiles desde ese día.
*
El jefe pibe era algo especial. Uno lo notaba enseguida. Nada le iba a costar llegar a convertirse en lo que soñaba ser. Cuestiones de personalidad, cuando uno tiene personalidad las cosas resultan de una manera casi lógica, como si uno contara con el manual de instrucciones para la vida en el bolsillo de atrás del pantalón. A mí no me pasó. De momento ser jefe de una banda -una banda de dos- y capitán de un navío -una balsa lastimosa- no resultaba poco. Tenía los ojos rasgados y esa sonrisa que ya comenté. Sus pómulos prominentes, su nariz infantil y un manojo de pelos lacios que mucho se parecían a un casco alemán -al menos a un casco de guerra- inspirando respeto. Ni rastros de barba, ni de imperfecciones, ni de acné. Su tez era trigueña, sus labios finos, hasta ínfimos. Los dientes mejor que estuvieran lo más ocultos posible. Seguro habría decidido usar bigote, uno bien tupido, a lo cana, aunque los odiara. Su escuálido cuerpo no coincidía con su personalidad, a él no parecía importarle. A esa edad los complejos son todavía diminutas preocupaciones perdidas en una parte poco visitada del cerebro. Ya tenía las manos callosas y un tanto grandes para su edad. Su voz no se decidía, un poco de niño, un poco de hombre, dependiendo del clima, del aire o del momento del día. Dentro de su cabeza -en la parte más visitada- sucedía algo similar, sólo que las veces que se comportaba como un niño debía pagarlo, y en esos casos los precios suelen ser caros.
El jefe, siempre me pregunté si alguien más lo llamaría así, porque ser el único no me hacía mucha gracia. Algo que en los últimos tiempos se repetía con frecuencia. El único que lo llamaba así, el único que podía visitar un lugar así, el único que podía pasar tanto tiempo ahí, el único que lo había elegido como vivienda. Sentirse único es casi tan correcto como sentirse loco aunque la locura no es un hecho definible, digo, nadie nunca escribió un manual de instrucciones de la locura, cómo explicarla y conocerla, léalo y sepa en solo media hora si usted ya está loco, si alguna vez lo estuvo, si está en vías de serlo o si nunca tendrá esa tremenda dicha. ¿Qué me dice? ¿Se anima?
Sí, me siento único. O me sentía. Quiero hablar de ellos y no hago más que volver a mí a cada momento. Soy incorregible.
Los seguí, seguí por tierra la trayectoria de la balsa, aunque llamarlo tierra era sólo un eufemismo. El barro por momentos alcanzaba mis rodillas, el ramaje me dejaba marcas en las mejillas. Yo seguía, fumaba y los observaba, fotografiándolos con mis manos rectangulares, mis dos manos. Por momentos la niebla los envolvía o los arbustos los ocultaban; por momentos era la vista cansada, o el humo del cigarro aguijoneando mis ojos o el fango que me quitaba altura. Me sorprendió la falta que me hacía verlos, la desesperación embargándome en esos segundos, porque no eran más que tres o cuatro los segundos, hasta que el cine monótono y previsible se restablecía. Tenía las piernas cansadas y el corazón desbocado, y para colmo, la cosa empeoraba, conocía bien ese camino. Seguir era una locura y más siendo de noche.
Seguí.
Al otro chico, al subordinado, al marinero, le sucedía algo similar. Tenía en su imagen marcada a fuego su futuro. Y mirá que son muchos los que piensan que el futuro se lo hace uno. No. El futuro, los grandes trazos del futuro, ya están escritos. Eso se lo discuto a muerte a quién sea. Los pequeños detalles, sí. Esos los elige cada cual. Hablo de lo fundamental: la compañera, los hijos, la profesión, la enfermedad, las habilidades, los miedos, las desgracias. Todo eso ya está escrito. Tiene un lugar, un momento inapelable dentro de cada vida. No digo que haya que sentarse a esperarlo pero... Que gracia me hacen los que piensan diferente.
En este chico, lo de su futuro resultaba tan claro que parecía la demostración misma del Teorema Carranza, o sea mi teorema. Un gran teorema. Pero no volvamos a mí, hablemos del marinero. Ahora que no remaban, sino transcurrían, algo hablaron -en su idioma- mientras descansaban. Es en los descansos cuando surgen las genialidades. El marinero tenía su mano derecha hundida en el líquido negro lo que equivalía a decir que no tenía mano. La balsa avanzaba lento y de a ratos se quejaba aunque no parecía importarles. En la boca del marino había un rictus que antes no había visto, me jugaba que se debía a esos pegamentos de mierda, y su nariz goteaba de una manera particular. Los ojos, ahora menos vivaces, se esforzaban por enfocar algo -lo que fuera- pero a pesar de los repetidos intentos fracasaban. Entonces volvía a intentarlo como preso de un juego absurdo y desquiciado. El futuro que iba a caerle encima en cualquier momento, lo aplastaría. Con cada paso, más se ponía del lado del abismo, y yo de abismos conozco bastante. Intercambiaron algunas palabras y luego se quedaron empapados de un silencio profundo y reflexivo. Me contagié.
Estudié su cara proponiéndome no llegar a la conclusión fácil del Teorema Carranza, no pude hacerlo; todo en ese chico se asociaba al desastre inminente. O más que inminente, inexorable, lo que en definitiva es peor. Tenía ganas de abrazarlo aún sabiendo que me rechazaría. Lo sentía cerca, no hijo, cerca. Lo sentía... particularmente cerca. El cigarro me quemó el dedo en el lugar donde se me amontonaban las quemaduras y me sacó de la ensoñación. A él, el marinero, le sucedió algo similar, se sobresaltó justo cuando parecía a punto de dormirse. Todas las noches sueño que caigo de golpe en un oscuro pozo sin fondo. En eso nos parecíamos. Se paró de golpe recuperando sin secuelas la mano derecha -ésta vez el agua había decidido devolvérsela-, perfiló su cuerpo con un cuidado excesivo y quedamos frente a frente. Podía hasta oler la tierra que emanaba su piel, lo rancio de su ropa, la suciedad hecha espadas en su pelo. Sabía que su niñez lo protegía de los desagradables olores del adulto, pero poco quedaba de su niñez. Ahora que el otro dormitaba su siesta de cuelgue él era el dueño, el jefe, el capitán. ¿Existía esa expresión orgullosa en su cara o yo la imaginaba? La imaginaba, la veía nítida en el encuadre que nunca llegaría a convertirse en foto. Ahí estaba.
Primer plano.
Torso y cabeza ladeadas, una gorra con inscripciones en inglés, un sueño inconcluso en cada pupila, una expresión seria, una tenue luz naranja llegando desde algún sitio, la brisa visible, un aire falso, la actitud relajada y a la vez un alerta apenas escondido tras sus ojos entornados y un tanto estrábicos.
Segundo plano.
Difumado, fuera de foco. El capitán descansando, la pila en equilibrio, olor a maderas mojadas, sensación a ratas que corren.
Resumen.
Algo alarmante, inminente, futuro escrito. Silencio.
*
Algo pisé, se movió y se perdió. Otra rata. Un silbido voló. Un crujido de maderas. Traté de concentrarme. El capitán hablaba con el marinero mientras ajustaba con destreza unos bultos cubiertos de arpillera. Algo acababa de suceder, algo que me alejaba de los crujidos, de la alarma. Ideas y conjeturas me atraparon. ¿Cuanto tiempo había transcurrido desde que zarparon? ¿Una hora? No podía asegurarlo pero no importaba. Tal vez más. Lo importante era otra cosa. Estuve a punto de olvidarlo y me odié por eso. Lo importante claro, a eso iba, lo olvidé y al mismo instante lo recuperé como quién agarra de las muñecas a un amigo que esta a punto de caer por un barranco. Lo importante no era el tiempo sino las cosas sucedidas en ese tiempo. Si tan solo transcurrieron sesenta escuálidos minutos cómo podía yo navegar en ese mar de certezas. Un mar tan claro y profundo que más parecía un sueño que la realidad. Mar ansiado, tan disímil al manojo de cosas desenfocadas que sucedían en mi mente que ya no me pertenecían. Profundidad, como nadar suspendido en gloria celeste, efímera, inexistente, no digna de mí. Como no corrían tiempos de andar desperdiciando decidí un cambio repentino de táctica.
Nadie andaba por ahí más que yo, así que para qué andar pensando en delirios persecutorios, una puesta en escena ideada sólo para engañar a este pobre estúpido. Nadie comprendía mejor que el viejo Carranza lo que estaba pasando ante mis ojos: un viaje, una procesión secreta. ¿Cómo podía alguien llegar a ser tan estúpido? Mi ceguera avanzaba aunque jamás le ganaría a mi estupidez. Los resultados saltaban a la vista. El viaje era mucho más que un mero viaje. El viaje de los dos chicos no se trataba sólo de una aventura infantil por un rio inmundo, ese viaje tenía algo más, ese viaje llevaba mi reputación a cuestas, ese viaje zarpó con mi locura bien atada sobre la cubierta como un cartón más y tenía como destino final -además del Claro de Banfield- ese puerto tan lejano anclado en el fondo mi memoria: un paraje hermoso, mundano, tan celestial como praderas soleadas, necesario, dotado en cada ápice de una despojada alegría, un sitio al que muchos se empeñan en llamar lucidez. A mí me parece que lucidez se parece tanto a Lucifer que prefiero decirle así: luz. Estaba de vuelta. Chau locura. La represa se quebró al fin dejando pasar el agua. Mis campos se regaban, mis semillas agonizantes volvían a beber, la gramilla del suelo creaba humus y reía, creó humus y se contagió de sol, de aire, de alimento vital y se hizo oxígeno, y color transparente, brillo, y represas rompiéndose, y estelas de movimiento, y vertientes, y arroyos, y ríos, y mares dinámicos, y luz, y hambre, ambición de ser, de volver a ser, de ocupar, fuerza, ruptura, movimiento, ruido reseco rompiéndose, ataduras cediendo, espacios desérticos extinguiéndose, volviendo a ser lo que eran, reconstruir, minutos edificantes. Todo cobraba sentido. Fotos comenzaban a llenar mi álbum: ella tomando mi cara con sus dos manos doncellas y mirándome a los ojos como si fuera yo todo que necesitaba de éste mundo, mi cara de perfil con la barba que ya no tengo, su cara de perfil -algo que ya tampoco tengo-, sus manos, cada ínfimo doblez de su piel, cada huella digital como un pequeño y delicioso barranco, anillos capturando el reflejo del flash como si estuviera construido en brillantes valiosísimos, y nada más, como si en ese rectángulo no entrara nada más. O sí, había más. Ese tinte rojizo, ese color azaroso que irrumpe y se instala caprichoso completando la obra. Ahora sí, nada más. Es que lo importante ya estaba ahí. ¿Para qué más? ¿Para qué menos? Eso también lo decía mi jefe.
Agolpándose en mi puerta, una cola que quería ser larga esperaba su turno para volver a entrar. Traían color y calor. Bienvenidos a casa, los esperaba a todos. Sabrán disculpar que no los recuerdo, aunque sepa desde el fondo de mi alma que son todos míos. Todos míos. Siéntense juntos que preparo la cámara.
Algo. Alerta. Sonidos desde afuera. Agua. Algo en el agua. Algo penetrando en ella trabajosamente, como si la materia fuera más densa que lo normal y se opusiera a ser, de alguna manera, desvirgada antes de tiempo. En un segundo todo era una imagen perfecta y al segundo siguiente todo me resultó confuso y difícil. Alguien había arrojado un cascote gigante contra mi bandeja de copas de cristal, alguien reía a carcajadas. Lo odié, lo odié con todas mis fuerzas hasta que supe quién era. Entonces me odié a mí mismo por odiar a ese angelito.
Uno de los dos reía, no supe distinguir cual. De espaldas eran tan parecidos, por no decir iguales. Desgarbados, flacos como espigas. Uno era más alto, es cierto, aunque en cuclillas parecían dos muñecos idénticos. Uno alzó la mano y la soltó con violencia, y otra vez el agua volvió a sonar. Le apuntaban a algo pero por lo visto la puntería no era lo mejor que tenían. Al menos el que tiraba las piedras -o lo que fuera que tiraba-. Reían tanto que en cualquier momento se desmayarían. Había un código, les hacía gracia algo, tal vez en ese cuelgue en el que estaban no podían hacer algo que en situaciones normales les resultaba sencillo. Las piedras siguieron, y las risas, y los minutos como arrastrándose contra la pared de un reloj. ¿Eran las 2, ya? ¿Era un día nuevo? La oscuridad naranja de la noche, la bruma enferma y el agua inquebrantable generaban una sustancia única ante mis ojos.
No pude entender cómo el flash no llamaba su atención. Sólo tenían ojos para su cargamento, las inmundicias que no representarían más plata que tres atados de cigarros. Igual no me detuve. Cambié el rollo, el otro lo puse dentro de un cilindro negro y prometí guardarlo en la heladera hasta tanto lo revelara. Puse un Blanco y Negro aunque no hiciera falta y tomé la cámara con mis manos. El trípode trastabilló, amagó con caerse y volvió a estabilizarse como si nada. Sin ayuda de nadie. ¿Será que nos falta nomás una pata para no andar todo el tiempo por el piso? Yo siempre quise que me llamaran trípode, pero... Podía sentir el torrente de sangre fluyendo por mis parietales en llamas, las fuerzas de regreso, el mundo entero de regreso. Estaba eufórico, algún gurú había olvidado cerrar la puerta del cuarto blanco y las luces, el aire y todo lo que se filtraba allí me invitaba a dejar para siempre ese encierro. "Las sandías me tiran azares", como quien diría, y yo qué hice..
Un crujido ahogó las risas. Fue la única vez en mi vida que escuché ecos en ese lugar. Estaba seguro que el aire era el causante del fenómeno, es que en ningún lugar del mundo podía existir un aire tan denso. Al menos no un lugar sano. Más que aire parecía algodón, ese que encuentro siempre en las bolsas grandes que viene a tirar por acá. ¿Podrá mi Nikkon fotografiar el eco? En ese momento la pregunta tenía su lógica. La expresión de las caras de los chicos era tan distinta que ahora parecían otras caras, caras extrañas de niños adultos, de adultos ancianos. Una transición de preocupaciones. Aunque no podía ser cierto, lo era. Uno de ellos llevaba mi cara, los dos llevaban mi cara. Así era, lo juro. Los dos.
La balsa que un minuto atrás no mostraba ningún desperfecto ahora resultaba tan estable como un secante en la orilla del mar. Otro ruido, algo se desató. Nico corrió a la proa. ¿Nico? ¿Proa? Se resbaló en la carrera y dió con los labios abiertos contra el piso recién lustrado. Un par de líneas rojas brotaron. Se levantó y siguió corriendo obstinado, supe que tenía la necesidad de llegar a la proa en segundos. No obstinado entonces, responsable. Zozobraría la embarcación por su culpa y eso se le notaba en las líneas de la cara -la mía- que ahora se adentraba en el terror. No quedaba tiempo ni espacio para el dolor, las líneas rojas quedaron ahí como dibujos rupestres. Llegar, correr, levantarse, anudar, sacar el agua, saltar, correr, anudar, gritar, mandar, pensar. ¿Cuál era el orden correcto? La orden. Lito llegó y gracias a su altura alcanzó sin dificultades la vela, y trató enseguida de amarrarla al mástil; giraba enloquecida y golpeaba sin piedad todo lo que estuviera a su alcance. El cargamento caía, varias piezas ya flotaban con esa cadencia caótica que tienen los objetos a punto de hundirse. A alivianar la carga, alguien dijo, a alivianar la carga, traté de gritarles, corrimos, esa sería la salvación, la última oportunidad. Seguimos corriendo, la madera de la cubierta era suave y húmeda. Un motor explotó, fuego, humo negro, ecos. A alivianar... De golpe tenía la imperiosa necesidad de salvarlos, salvarlos era salvarme, claro. Salvarme era imperioso. ¡La carga! La carga cayó y el estrépito en el agua fué atronador. Todo por un instante estuvo salpicado de negro, nuestros cuerpos y mis tres caras inclusive. La ciénaga tragaba los bártulos sin piedad, hambrienta. No iba a contentarse con tan poco. Me equivoqué, ya no creo que alivianar la carga sea la solución. Otra explosión, vidrios que se rompen, suena la alarma general, gritos, empujones, el capitán adentro le grita a la radio tras el vidrio polarizado pero nada, muchos sacan agua pero nada, la carga ya no está, pero nada. Las piletas son el doble de profundas, las barandas ceden y se hunden como robots derrotados, un menú pasa flotando ajeno a la tragedia. Las acciones osadas merman cuando los héroes comienzan a morirse y eso es precisamente lo que sucede. El transatlántico está irreconocible, los salvavidas naranjas no soportan el peso de los... ¿cúantos?¿trescientos?¿quinientos?¿mil pasajeros? Ahora, todo se quiebra, y lo que se quiebra abajo también se quiebra acá, adentro. Alisto mi cámara. Es ese Lito, el que cae al ¿agua? Le grito, Atilio! Verifico el rollo de reojo. ¿Es ese? Sí, doce son suficientes. No me escucha ¿Es Nicolás el que quiere ser de goma en éste mismo instante porque por más que estira su bracito no alcanza, no puede salvarlo? Y le brotan lagrimas, y disparo y gritos pidiendo ayuda. Disparo. ¿A quién? Si no hay nadie. ¿Yo? Disparo de nuevo. No, yo no soy nadie, ya lo recuerdo. Nico se tira ahora, lo toca al amigo, lo roza con su miedo, lo quiere ayudar, lo alcanza con su mano, con su deditos que ahora son más de nene. No los veo. Los siento, como tienen mi cara veo el agua que está allá lejos y que a la vez se me refriega en las mejillas. Los ojos me arden terriblemente. Lito ya no lucha, justo él que es un capo en el agua y Nico, que no sabe nadar, intenta animarlo, quizás sacar fuerzas desde algún puto lado para tomar a su amigo del forro y sacarlo del agua, ponerlo a salvo. Mimarlo. Pero no, y no se siente superheroe. Acuaman tendría hemorroides en ese riacho. Los latidos se aceleran y el cerebro se empasta. Disparo al agua, la foto saldrá negra, lo sé. Un último esfuerzo. Trato de... No, no los ayudo, yo también me doy por vencido.
El silencio comienza a ganar la batalla: chapoteos silenciosos, gritos silenciosos, desesperación silenciosa, horizonte chato y silencioso, y a tragar veneno, y a empezar a dejarse, claudica la respiración, el agua es pegajosa y sedante, ya veo que no ven, ya respiro que no aspiran, ya siento que lo que sienten es negro, sólo eso, y que no hay dolor en lo negro. El cuervo vuela en círculos. Los entiendo. ¿Para qué seguir? No me sorprende estar de acuerdo. ¿Para qué seguir? Disparo una vez más, la Nikkon tose y rebobina. Me paro, tiro la máquina al piso -estará bien- y los aplaudo, los admiro, les deseo buen viaje. Concéntricos son los círculos que se van cerrando en vez de abrirse. Concéntricos, equidistantes al punto, idénticos en forma pero no en tamaño, radio y perímetro calculado, estimación perfecta, grado de inclinación único e irrepetible. Alguien está cerrando la puerta, lo negro se pierde, la puerta no cruje, los ruidos se pierden, la trayectoria inequívoca, las formas precisas, los contornos encastran en goma espuma, el movimiento, todo se queda afuera cuando la puerta se cierra del todo y sin golpearse, sin alarma ni sorpresas, y todo se vuelve blanco, otra vez blanco.